Teología Dogmática

miércoles, 29 de marzo de 2017

LECCIÓN 6 - CREO EN JESUCRISTO SU UNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR

Lección 6

CREO EN JESUCRISTO,
SU UNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR



El segundo artículo del Credo es el centro de la fe cristiana. El Dios confesado en el primer artículo es el Padre de Jesús, el cual es ungido por el Espíritu Santo como Salvador del mundo.
Esta es la fe y el escándalo fundamental del cristianismo. Jesús, hombre histórico, es el Hijo de Dios o, lo que es lo mismo, el Hijo de Dios es el hombre Jesús. En Jesús, pues, aparece lo definitivo del ser humano y la manifestación plena de Dios.

1. CREO EN JESUCRISTO

a) Jesús el Ungido del Padre
La palabra JESUCRISTO -al unir Jesús y Cristo- es una confesión de fe. Decir Jesucristo es confesar que Jesús es el Cristo.
En nuestro lenguaje habitual, Jesucristo es una sola palabra, un nombre propio. Para nosotros, Jesús, Cristo y Jesucristo hoy son intercambiables. Sin embargo, en los orígenes del cristianismo no fue así. Cristo era un adjetivo. Cristo, aplicado a Jesús, es un título dado a Jesús.

En la Escritura el título de Cristo -Ungido- se aplica primeramente a reyes y sacerdotes, expresando la elección y consagración divinas para su misión. Luego pasa a designar al destinatario de las esperanzas de Israel, al MESIAS. Cristo, aplicado a Jesús de Nazaret, era, por tanto, la confesión de fe en Él como Mesías, «el que había de venir», el esperado, en quien Dios cumplía sus promesas, el Salvador de Israel y de las naciones, (Cf. Hch 2,36; 5,42; 9,22; 18,28; 3,18.20; 8,5.12; 24,24; 26,23; Jn 20,30).

Se le llama Cristo, no por haber sido ungido por los hombres, sino por haber sido ungido por el Padre en orden a un sacerdocio eterno supra-humano.
Cristo significa ungido, no con óleo común, sino con el Espíritu Santo... Pues la unción figurativa, por la que antes fueron constituidos reyes, profetas y sacerdotes, sobre Él fue infundida con la plenitud del Espíritu divino, para que su reino y sacerdocio fuera, no temporal como el de aquellos-, sino eterno.

En efecto, Cristo es la palabra griega (Christós), que significa ungido y traduce la expresión bíblica hebrea Mesías, del mismo significado. Cuando Mateo habla de «Jesús llamado Cristo» (1,16) está indicando que en Jesús se ha reconocido al Mesías esperado. En Cristo ha puesto Dios su Espíritu (Is 42, 1). Jesús de Nazaret es aquel a quien «Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10,38). Y según Lucas (4,17-21), el mismo Jesús interpreta la profecía de Isaías (61,1) como cumplida en sí mismo. Él es, pues, de manera definitiva el Cristo, Mesías, el Ungido de Dios para la salvación del hombre.

b) El Mesías esperado
«Jesús es el Cristo», el Mesías esperado, confiesa la comunidad cristiana, fiel a la predicación apostólica, como la recoge insistentemente el Evangelio, (Cf. Jn 1,19-20; Lc 7,20).

Esta expectación mesiánica nace con los mismos profetas del Antiguo Testamento. Tras el exilio nace en el pueblo piadoso una corriente mesiánica, que recogerá el libro de Daniel. Se esperaba el advenimiento de un mundo nuevo, expresión de la salvación de los justos, obra del Hijo del Hombre, a quien Daniel en visión ve «que le es dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirven. Su dominio es eterno, nunca pasará y su imperio jamás será destruido» (Dan 7,13-14).

En el relato evangélico de la confesión de Pedro, Jesús llama bienaventurado a aquel a quien el Padre revela que El es el Cristo (Cf. Mt 16,13ss; Mc 8,27-30).

La confesión que Jesús mismo hace ante el Sumo Sacerdote de ser el Cristo es la razón última que provoca su condena a muerte: (Cf.Mt 26,63-66).

En el título de Mesías está encerrada toda su misión, su vida y su persona. Él es el mensajero de Dios, que invita a pobres y pecadores al banquete de fiesta, el médico de los enfermos (Mc 2,17), el pastor de las ovejas perdidas (Lc 15,4-7), el que congrega en torno a la mesa del Reino a la «familia de Dios« (Lc 22,29-30).

c) Jesús: Hijo del Hombre y Siervo de Yahvéh
Hijo del Hombre y Siervo de Yahvéh definen a Jesús como el Mesías. Él es «el que había de venir», que ha venido. Con Él ha llegado el Reino de Dios y la salvación de los hombres.
Pero Jesús, frente a la expectativa de un Mesías político, que El rechaza, se da el título de Hijo del Hombre, nacido de la expectación escatológica de Israel. El trae la salvación para todo el mundo, pero una salvación que no se realiza por el camino del triunfo político o de la violencia, sino por el camino de la pasión y de la muerte en cruz (Cf. Fil 2,6ss).

El Mesías, de este modo, asume en sí, simultáneamente, el título de Hijo del Hombre y de Siervo de Yahvéh (Is 52,13-53,12; 42,1 ss; 49,1 ss; 50,4 ss), cuya muerte es salvación «para muchos». Jesús muere «como Siervo de Dios», de cuya pasión y muerte dice Isaías que es un sufrimiento inocente, aceptado voluntariamente, con paciencia, querido por Dios y, por tanto, salvador.
Al identificarse con el Siervo de Dios y asumir su muerte como muerte «por muchos», es decir, «por todos», se nos manifiesta el modo propio que tiene Jesús de ser Mesías: entregando su vida para salvar la vida de todos.

Cuando Jesús se bautiza en el Jordán, «se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y se posaba sobre Él. Y una voz desde los cielos dijo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3,16-17). Los cielos, cerrados por el pecado para el hombre, se abren con la aparición de Jesucristo entre los hombres. El Hijo de Dios se muestra en público en la fila de los pecadores, cargado con los pecados de los hombres, como siervo que se somete al bautismo. Por ello se abren los cielos y resuena sobre Él la palabra que Isaías había puesto ya en boca de Dios: «He aquí mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre Él» (Is 42,1).
Hijo y Siervo de Dios unidos, apertura del cielo y sometimiento de sí mismo, salvación universal ofrecida al mundo mediante la entrega de sí mismo a Dios por los hombres: esta es la misión del Mesías.

Pero es, sobre todo, en la cruz donde Jesús se muestra plenamente como el Mesías, el Cristo, que trae la salvación plena y definitiva.

Pilato, con la inscripción condenatoria escrita en todas las lenguas entonces conocidas y colgada sobre la cruz, lo proclamó ante todos los pueblos como Rey, Mesías, Cristo. La condena a muerte se convirtió en profesión de fe en la comunidad cristiana. Jesús es Cristo, es Rey en cuanto crucificado. Su ser Rey es el don de sí mismo a Dios por los hombres, en la identificación total de palabra, misión y existencia. Desde la cruz, dando la vida en rescate de los hombres, Cristo habla más fuerte que todas las palabras: Él es el Cristo.
Con Él la cruz deja de ser instrumento de suplicio y se convierte en madero santo, cruz gloriosa, fuerza de Dios y fuente de salvación para el mundo entero, (Cf. Lc 24,25-26).

d) Creo en Jesucristo
Desde entonces la fe cristiana confiesa que «Jesús es el Señor». O más sencillamente, uniendo las dos palabras en una, integrando el nombre y la misión, le llama: JESUCRISTO.
En la unión del nombre con el título aparece el núcleo de la confesión de fe cristiana. En Jesús se identifican persona y misión. Él es la salvación. Él es el Evangelio, la buena nueva de la salvación de Dios. Acoger a Cristo es acoger la salvación que Dios nos ofrece. Jesús y su obra salvadora son una misma realidad. Él es JESUS: «Dios salva», Enmanuel: «Dios con nosotros».

La palabra «Señor» con la que los cristianos confesamos nuestra fe en Jesús, es justamente la misma que se emplea para traducir al griego («Kyrios») el pronombre hebreo de Dios (YHWH). Por eso, decir que Jesús es Señor es decir que Jesús es Dios. En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Y decir que Jesús es «nuestro Señor» es decir que no reconocemos otro señorío sobre nosotros fuera del suyo, que es el que nos salva.
Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (Cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (Cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque El es de «condición divina» (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (Cf. Rm 10, 9; 1 Co 12, 3; Flp 2, 11). (Cat. Nº 449)
¿Cómo decir «Jesús es Señor», sin dejar que el Espíritu nos ponga a su servicio? ¿Cómo no recordarnos cada día y contar a los otros que servirle es reinar?
En la ceremonia del lavatorio de los pies, Jesús muestra cómo él es el Señor. Al celebrar la Pascua con sus discípulos, les lavó los pies. Lavó sus pies para que tomaran conciencia de que la grandeza del hombre está en servir y no en ser servido:
Ustedes me llaman “el Maestro” y “el Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes (Jn 13, 13–15).
El que llama a Jesús «Señor» de su vida, no puede tener otros «señores», pues «nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 24). Jesús tiene que ser el único Señor de nuestra vida, de todas sus áreas. No podemos «reservarnos» nada para nosotros mismos. Estamos sometidos a él, a su señorío, pues él tiene toda la autoridad sobre nuestra vida:
Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (Cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el «Señor» (Cf. Mc 12, 17). «La Iglesia cree... que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro» (GS 10, 2; cf. 45, 2).  (Cat. Nº 450)
El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad. «Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3).  (Cat. Nº 455)
¿Está la voluntad de Cristo en primer lugar de nuestra vida? ¿Estamos dispuestos a vivir el plan que él tiene para nosotros, aunque ello conlleve renunciar a nuestros proyectos personales?
La Palabra de Dios dice:
Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación (Rm 10, 9–10).
Hagamos un acto de fe en Cristo y proclamémoslo con nuestros labios y con nuestra vida que Él es nuestro único Señor. Renunciemos, también, a todo aquello que no permite a Jesús ser el Señor de nuestra vida: el pecado, el mal, el egoísmo, el materialismo y las sensualidades, las ansias de poder, de placer, de sobresalir sobre los demás, toda relación con prácticas de esoterismo y ocultismo (lectura de cartas, consulta de adivinos, horóscopos, espiritismo, etc.).



Taller No 6

Amplie por medio de su inverstigación, en fuentes teológicas seguras, (citar fuentes), el tema de los ángeles y plasme una síntesis mínimo de tres hojas.



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