EL SACRAMENTO DEL ORDEN
LOS MINISTROS DE JESUCRISTO
1. La misión de Jesucristo y de sus ministros
La misión de Jesucristo y de los apóstoles
Jesús
presenta la pretensión de ser el enviado del Padre y de obrar con la autoridad
misma de éste. Es el Hijo que ha recibido del Padre todo poder en el cielo y en
la tierra (cfr. Mt 11, 27; 28, 18). Dispone de un mandato divino por el que
enseña con autoridad, cura a los hombres de las enfermedades y perdona los
pecados. Su misma doctrina es de Aquel que lo ha enviado y da testimonio de lo
que ha visto (cfr. Jn 7, 16; 3, 11). El y el Padre constituyen una sola y misma
realidad; su propio Yo no le pertenece y por sí mismo no puede hacer nada (cfr.
Jn 17, 10.21; 19-20.30); realiza en todo la voluntad de Aquel que le ha
enviado.
Como el
Hijo ha sido enviado por el Padre, así envía Él, del mismo modo y a su vez, a
los doce, tras haber llamado a los que quiso, para que «estuvieran con él, y
para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15).
Hay, por tanto, al principio una iniciativa divina que precede, una llamada que
puede ser seguida o no; a continuación, una vida de comunión con Jesús, una
pertenencia del discípulo al maestro, una vida compartida. Y, por último, una
misión que hará visible la presencia invisible del Señor, puesto que conserva
la memoria de su doctrina y de sus acciones salvíficas. Con este procedimiento
son enviados los doce a proseguir la misión divina, la realizada por Jesucristo
en la tierra (cfr. Jn 20, 21; Mt 10, 40): Jesús los asocia a la misión recibida
del Padre, tanto en la forma como en el contenido. De este modo, serán también
los testigos de la resurrección y, dado que Cristo permanecerá con ellos hasta
el fin del mundo, tendrán una misión continua y permanente, «puesto que el
Evangelio que ellos deben transmitir en todo tiempo es el principio de la vida
para la Iglesia. Por lo cual los Apóstoles en esta sociedad jerárquicamente
organizada tuvieron cuidado de establecer sucesores» (LG 20).
Jesús
establece un paralelismo sorprendente e innegable entre su misión y la que da a
los apóstoles: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a
mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10, 40; cfr. Jn 13, 20). Lo que hacen
no proviene de sus fuerzas o decisiones, sino que tiene un valor sobrenatural,
porque está realizado por mandato divino. Como el Hijo no puede hacer nada por
sí mismo y lo recibe todo del Padre, tampoco los suyos, los enviados, pueden
realizar nada sin El (cfr. Jn 15, 5), puesto que la misión apostólica no puede
estar basada, también y sobre todo, más que en una relación de pertenencia y de
obediencia a Jesucristo. De este modo, los apóstoles son los primeros llamados
que están implicados y participan de la misión de Cristo.
Desarrollar
este servicio en comunión y sobre la base del mandato divino constituye una
modalidad salvífica, que ha sido descrita por J. Ratzinger del modo siguiente:
«Este servicio en el que somos entregados al otro por completo, este dar que no
procede de nosotros, recibe el nombre de sacramento en el lenguaje de la
Iglesia... Sacramento quiere decir: doy lo que yo mismo no puedo dar; hago algo
que no depende de mí; estoy en una misión y me he convertido en portador de lo
que otro me ha transmitido. Por ese nadie puede llamarse sacerdote por sí
mismo, del mismo modo que ninguna comunidad puede llamar a alguien por su
propia iniciativa para esta tarea» 1.
Así
pues, Jesús transmitió su misión a los apóstoles, confiándoles su propio
mandato y asociándolos a su poder. Por tanto, la persona misma y la voluntad de
Cristo constituyen el origen del ministerio de la Iglesia, como afirma también
el concilio Vaticano II: «En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo
siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al
bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad
están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del
Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan
todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación» (LG 18).
La conciencia apostólica
Tras
este fundamento cristológico, es preciso tomar nota de cómo se presenta la
época apostólica. ¿Qué conciencia tuvieron los apóstoles de su misión y qué
tipo de acciones desarrollaron? ¿Qué es lo que se derivó de la obra de
Jesucristo y de la venida del Espíritu Santo? En este punto resulta fundamental
lo que afirma B. Maggioni: «A pesar de las muchas incertidumbres que subsisten,
podemos afirmar de inmediato que, en cualquier caso, quedan firmes dos datos
preliminares... El primero es que no aparece que ninguna comunidad
neotestamentaria haya estado privada por completo de todo tipo de ministerio.
Esto vale asimismo para las comunidades joánicas. El segundo es que el panorama
resulta variado en las formas, y fragmentario y discontinuo en su desarrollo» 2.
Señala
aún que el ministerio, en su aparición y en su ejercicio, presenta siempre dos
aspectos. Uno vertical, que consiste en el hecho de que los ministros son
suscitados siempre por el Espíritu que actúa en la comunidad. El otro
horizontal, por el que todos los ministros están unidos a la voluntad de Cristo
y constituyen una modalidad de la misma que prosigue su obra salvífica. De todo
esto se desprende, de manera clara, que la finalidad principal de la acción
ministerial es la permanencia viva del acontecimiento de Jesucristo, por el
cual aquel que es enviado obra de manera objetiva y auténtica en nombre de la
persona del que lo envía y la hace presente.
San
Pablo, que está presente de modo personal en sus comunidades con la autoridad
de Cristo por medio de cartas y de enviados, es un testigo privilegiado de lo
que decimos. El apóstol desea ser acogido cual ministro de Cristo y
administrador de los misterios de Dios, por estar dotado de la autoridad
requerida para desarrollar esas tareas (cfr. 1 Co 4, 1.21; 5, 3-5). Con Pablo
actúan algunos ministros que se remiten a su autoridad (cfr. 1 Co 16, 10-12).
La confianza que posee ante Dios se apoya en el hecho de que «nuestra capacidad
viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no
de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida» (2
Co 3, 5-6). San Pablo se remite a los ministros de la antigua alianza y, por
eso, se pone en continuidad con ellos, mas él es ministro de la nueva alianza
de Cristo, que nos ha entregado el Espíritu dador de vida. Es el suyo un
ministerio de vida y de santidad, que conduce a la gloria de Dios (cfr. 2 Co 3,
3-11). Por consiguiente, Pablo es ministro de Dios y obra con mucha firmeza,
con el poder de Dios, sin escandalizar a nadie, para que no sea vituperado su
ministerio (cfr. 2 Co 6, 3-7). Pablo da muestras de poseer una autoridad
procedente de Cristo respecto a la comunidad.
Además
de esto, Dios, que ha reconciliado consigo el mundo mediante Cristo, ha
confiado al apóstol Pablo el ministerio de la reconciliación, fundando y
confiándole la palabra de la reconciliación. De este modo, posee la función de
enviado de Cristo y Dios exhorta y actúa a través de él. Es más, Dios trató
como pecador a Aquel que no conocía el pecado en favor nuestro, de modo que
Pablo ahora puede colaborar, puede exhortar y actuar, a fin de que los
cristianos de Corinto no reciban en vano la gracia de Dios (cfr. 2 Co 5, 18-6,
1).
Tras el
testimonio de san Pablo, del que se desprende que su apostolado es un
ministerio específico y no simplemente una indicación de la vida cristiana,
debemos preguntarnos si el ministerio apostólico tiene una sucesión, una
prolongación y una continuidad, o bien su tarea es única y exclusiva, de suerte
que acabaría con la era apostólica. En términos generales, puede decirse que la
misión divina confiada por Cristo a los apóstoles durará hasta el final de los
siglos (cfr. Mt 28, 20; LG 18.20), puesto que su servicio es principio de vida
y de verdad, en todo tiempo y lugar, para toda la Iglesia. Por esos motivos los
apóstoles se ocuparon de procurarse unos sucesores, aun cuando no pudieran
comunicarles algunas características propias, como, por ejemplo, la de ser
testigos directos de la muerte y resurrección del Jesucristo y la de haber
recibido personalmente de El la misión de predicar el Evangelio y la potestad
sagrada. Los apóstoles, una vez recibieron la luz y la fuerza del Espíritu
Santo la noche de Pascua y el día de Pentecostés (cfr. Jn 20, 22; Hch 2, 1-4),
confirieron a algunos discípulos, mediante la imposición de las manos, un
ministerio de misión y responsabilidad en las comunidades cristianas en vistas
al culto, a la unidad y a la auténtica doctrina. Ahora es necesario aclarar el
significado de estos hechos con todas sus implicaciones.
En
primer lugar, encontramos un pasaje en el que el grupo de los presbíteros,
presente en las comunidades apostólicas y postapostólicas siguiendo las huellas
de la tradición judía, es llamado a desarrollar la actividad de obispos de la
grey: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha
puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que
El se adquirió con la sangre de su Hijo» (Hch 20, 28) 3.
En este
pasaje destaca de inmediato la obra del Espíritu Santo, que, en este caso,
dispensa unos dones particulares: es El quien confía el ministerio de pastor,
quien llama e introduce a los presbíteros en la responsabilidad de una acción
de vigilancia y de gobierno, que es lo que significa la palabra episcopos. La
tarea recibida por los presbíteros consiste en la participación en la actividad
de pastor de Cristo. El testimonio del cuidado dispensado al rebaño por el
Pastor supremo (cfr. 1 P 5, 4), a quien pertenecen realmente las ovejas, debe
comunicar un celo ardiente a los responsables de la comunidad, que no se
confunden nunca con el rebaño o no vuelven a identificarse con él. Jesucristo
había confiado ya a Pedro la tarea de defender al rebaño y proseguir su obra de
pastor (cfr. Jn 21, 15-19), llamándolo a un seguimiento inseparable del
ministerio 4.
Pero a
esa tarea no permanecen, ciertamente, extraños los otros apóstoles, que deben
desarrollar una labor misionera y conducir a los hombres al redil de Cristo.
Es
verdaderamente significativo el hecho de que en Hch 20, 28 hable san Pablo
simplemente de Iglesia de Cristo en su globalidad y unidad. En consecuencia, a
los presbíteros de Éfeso les ha sido confiado un ministerio que no es otra cosa
que la participación en la guía de la única Iglesia, que Dios se adquirió con
la sangre de su Hijo. Con respecto a ella, realizan el mismo servicio o
diaconía de Pablo, aquel servicio que le fue confiado por el Señor Jesús de dar
testimonio del mensaje de la gracia de Dios (cfr. Hch 20, 24). Deben vigilar y
defender el rebaño, para que no sea dispersado por lobos rapaces y no se
introduzcan doctrinas perversas (cfr. Hch 20, 29-31). Así pues, se puede
afirmar de manera sintética: «Con la muerte de los primeros testigos y de los
primeros misioneros de Cristo, con la desaparición progresiva de la guía
extraordinaria del Espíritu Santo propia del período inicial, aparece en primer
plano la obra de estos hombres, elegidos por el Espíritu y nombrados por vía
jerárquica, que guían al rebaño de Cristo en su nombre» 5.
La
misma visión teológica encontramos en 1 P 5, 1-5, como ha mostrado R.
Schnackenburg 6.
Los
presbíteros deben «apacentar el rebaño de Dios que les ha sido confiado»,
haciéndose modelos del rebaño, a la medida del pastor supremo, Jesucristo, que
les dará la corona de la gloria. Así los presbíteros se convierten en pastores
y deben desarrollar esa función. Pero además de esta entrega del rebaño a los
presbíteros, que se vuelven así pastores, Pedro, «apóstol de Jesucristo» (1 P
1, 1), se declara «copresbítero», presbítero como ellos (cfr. 1 P 5, 1). Lo que
constituye al apóstol es transferido así al presbiterado; el primero es análogo
al segundo. Por último, el texto muestra una sucesión apostólica en acto: a
Pedro, guía del rebaño, le suceden los presbíteros.
Como
Cristo es «pastor y obispo de vuestras almas» (1 P 2, 25), así los pastores y
obispos, con la fuerza del Espíritu Santo, participan en ese ministerio y
desarrollan en la Iglesia la obra sagrada de apacentar la Iglesia de Dios.
Las cartas
pastorales ofrecen una visión rica y articulada sobre el ministerio a través de
las figuras de Pablo, de los discípulos Timoteo y Tito, a través de los grupos
de presbíteros, de los obispos y de los diáconos 7. Pablo
es el apóstol y maestro del evangelio (cfr. 1 Tm 2, 7; 2 Tm 1, 11), que da
disposiciones en torno al servicio divino (cfr. 1 Tm 2, 1; 4, 13). Es la
autoridad decisiva en las cuestiones de fe, de costumbres y de jerarquía (cfr.
1 Tm 2, 8-15). Prescribe que sean sometidos a prueba e indica las condiciones
necesarias que debe reunir el que aspire a ser obispo o diácono, y ejerce la
potestad de dar disposiciones sobre la penitencia (cfr. l Tm 3,1-10;1, 20).
San
Pablo posee, en particular, la autoridad de enviar, de hacer que el poder y el
servicio apostólicos permanezcan intactos y vivos en la comunidad. Así, el
discípulo Timoteo es habilitado de manera total y permanente para esa misión.
Para realizarla, recibe una gracia personal, que el vínculo con Pablo y la
imposición de las manos hacen pública y objetivamente reconocible (cfr. 1 Tm 4,
14; 2 Tm 1, 6). De este modo da comienzo el servicio de los discípulos de
Pablo, que continúan la misión del apóstol. Tienen éstos autoridad para enseñar
(cfr. Tt 2, 15), poder disciplinar sobre los presbíteros, potestad para
instituir presbíteros en cada ciudad, pueden imponer las manos para conferir el
carisma destinado a cumplir una determinada función en la Iglesia (cfr. 1 Tm 5,
19-22; Tt 1, 5). Reciben una tarea variada y extensa que tiene que ver con el
culto, con la vida de fe y con la conducta de la comunidad, con la elección de
los ministros. Y, sobre todo, la relación viva y obediente con el apóstol y la
gracia recibida con la imposición de las manos hacen auténtico y objetivamente
indiscutible el ejercicio de sus tareas. La fuerza viene del don permanente del
Espíritu conferido con la imposición de las manos. Pero el don recibido no los
une sólo al Espíritu, sino también a Cristo encarnado, crucificado y
resucitado: el gran misterio de la piedad que el discípulo debe profesar y
enseñar (cfr. 1 Tm 3, 14-16).
Como
afirma, de manera sintética, H. Schlier, el ordenamiento de la Iglesia del Dios
vivo, columna y fundamento de la verdad (cfr. 1 Tm 3, 15), se funda, en primer
lugar, en el oficio, en el poder espiritual de las personas encargadas,
provistas de una gracia particular y llamadas a un determinado servicio de
enseñanza y de gobierno8.
Estas
personas son enviadas mediante la imposición de las manos. En segundo lugar, el
oficio, que tiene su origen en la llamada y en la institución del apóstol por
parte de Jesucristo para servicio del evangelio, se transmite y se desarrolla
gracias a la comunicación del carisma del apóstol al discípulo, y de éste a los
presbíteros, a los obispos locales. De este modo, del oficio se pasa a la
sucesión, que lo transmite en determinados modos y grados.
Se
puede afirmar aún, en pocas palabras, que a partir de la misión del Hijo de
Dios y de la sucesión apostólica hay en la Iglesia ministros enviados a prestar
un servicio, en primer lugar a Cristo, único Señor, con el objetivo de dar a
los hombres su salvación.
De lo
que hemos dicho y de los testimonios patrísticos 9 en
particular de san Clemente Romano, de san Ireneo de Lyon, de san Ignacio de
Antioquía y de Tertuliano (que se encuentran sintetizados en LG 20), se
desprende que los sucesores «junto con los presbíteros y diáconos, recibieron
el ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios
como pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y
ministros dotados de autoridad» (LG 20). Ahora tenemos que exponer cómo
proclama la carta a los Hebreos que en la persona de Cristo Jesús ha encontrado
su cumplimiento y compleción el antiguo sacerdocio: Jesucristo es el sumo
sacerdote que se ha ofrecido a sí mismo por nosotros como sacrificio al Padre.
Él, el Señor, el Enviado, el ministro del Padre, pastor y obispo de nuestras
almas (cfr. 1 P 2, 25), es el sumo sacerdote para siempre. Y esta fe no supone
un retorno injustificado y deplorable a los elementos ritualistas del A.T.,
sino que expresa de una manera clara y profunda el significado de la
encarnación del Hijo y el don de la vida divina al hombre. Veremos aún cómo
habiendo atribuido ya en N.T. a los bautizados y confirmados la dignidad
sacerdotal, de lo que hemos hablado ya en la parte correspondiente a estos
sacramentos, el sacerdocio es atribuido de una forma esencialmente distinta a
aquellos que reciben el sacramento del orden; por tanto, consideraremos la
existencia y la naturaleza del sacerdocio ministerial.
El único sacerdocio de Cristo
El
sacerdocio de Jesucristo consiste en el don y en el reconocimiento del Padre,
que, en cuanto el Verbo se hizo carne, le confirió la gloria de sumo sacerdote
con una infinita complacencia y lo reconoció como sacerdote, mediador entre el
cielo y la tierra. Jesús no se atribuyó a sí mismo este honor, sino que a
través de la obediencia «se convirtió en causa de salvación eterna para todos
los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de
Melquisedec» (Hb 5, 9-10) 10.
La
prerrogativa única y singular de su sacerdocio consiste en ser conjuntamente
sacerdote, altar y víctima. Ofreció oraciones y súplicas, o sea, se ofreció a
sí mismo al Padre, que lo liberó de la muerte y lo escuchó por su piedad. Es el
homenaje perfecto, que glorifica a Dios, vuelve al Señor propicio a los hombres
y les obtiene las gracias necesarias para la vida eterna. La finalidad de la
vida de Jesús es su amor filial por el que se ofrece al Padre para expiar los
pecados del pueblo, para llegar a ser un sumo sacerdote misericordioso y digno
de fe, coronado de gloria en virtud de la muerte que sufrió. Jesús, a través de
la pasión se perfeccionó, convirtiéndose en cabeza y guía, y llevó a muchos
hijos a la gloria cfr. Hb 2, 9-10). Su sacerdocio no se basa en una pertenencia
genealógica, separándose así, de una manera radical, de los sacerdotes antiguos
y manifestando su superioridad.
Dos son
las características que es oportuno recordar. En primer lugar, su sacerdocio es
eterno: «Pero éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre.
De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a
Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7, 24-25). Es
un sacerdote elevado por encima de los cielos, es el sacerdote celeste. El
sacrificio de la cruz seguirá siendo eternamente la oblación única. Cristo
ejerce en el cielo el oficio de mediador e intercesor: resucitado y vivo, está
a la diestra de Dios e intercede por nosotros (cfr. Rm 8, 34), de este modo nos
hace entrar tras él en el cielo.
En
segundo lugar, el sacerdocio de Cristo se caracteriza por la unión de la
naturaleza y la vida humanas con la vida divina. Esa unión es tan poderosa que
supera la muerte y se manifiesta de manera gloriosa en la resurrección. De este
modo, Jesucristo se revela como un sacerdote vivo que puede salvar al hombre en
todo momento. En su estado de gloria y de vida sin límites, nos obtiene su
Espíritu «que guía a la Iglesia hacia la verdad completa..., la unifica en la
comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diferentes dones
jerárquicos y carismáticos» (LG 4) e introduce al hombre en una esperanza
mejor.
Hay
además en el sacerdocio de Cristo dos aspectos singulares y fundamentales. El
primero es el culto rendido a Dios por medio de la ofrenda del cuerpo, hecha de
una vez para siempre. De este modo, se convierte en el único sacerdote en el
sentido pleno del término. Ésa es la novedad de la vida cristiana recibida a
través del sacrificio de Cristo y también por obra de sus ministros. El segundo
aspecto consiste en el hecho de que «ha obtenido él un ministerio tanto mejor
cuanto es Mediador de una mejor Alianza, como fundada en promesas mejores» (Hb
8, 6). Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres, que reconcilia y da
la gracia divina. Tras haber entregado su vida por las ovejas y ser el único
mediador, Dios «ha hecho volver de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, el
gran Pastor de la ovejas en virtud de la sangre de una Alianza eterna...» (Hb
13, 20).
La
afirmación del sentido sacrificial de la muerte de Jesús y de su sacerdocio se
ha ido imponiendo cada vez más en la Iglesia, porque se revela como necesaria
para expresar un aspecto central del acontecimiento salvífico cristiano. Así,
no existe más que un solo sacerdote y un único mediador. Para llegar a una
verdadera y real unión con el Dios vivo, se pasa, de hecho, y no es posible
dejar de hacerlo, de un modo o de otro, a través del sacrificio del sacerdote
eterno, Jesucristo. Quien se adhiere a Él, participa de su obra sacrificial y
salvífica, porque encuentra en Él una pertenencia inmediata a la Trinidad.
Hacia
una comprensión de la dimensión sacerdotal del pueblo de Dios conducen 1 P 2,
10; 5, 1-4; Ap 1, 6; 4, 5; 20, 6. Pero de esto hemos hablado ya 11.
Los
ministros, sucesores de los apóstoles, participan también, evidentemente, como
todos los fieles, del sacerdocio bautismal. Pero ¿están llamados a una relación
sacerdotal específica con Jesucristo? El ministerio apostólico y pastoral, del
que ya hemos tratado, ¿es sacerdotal, es decir, desarrolla asimismo una tarea y
una mediación objetivas, que permiten al ministro celebrar el culto divino como
verdadero sacerdote de la nueva alianza? ¿Existe una ordenación sacerdotal
particular? ¿Está justificada la calificación de sacerdocio ministerial?
Aunque
el N.T. no da ni a los apóstoles ni a los ministros que les sucedieron el
título sacerdotal de manera explícita, sí nos pone en el camino, desarrollado
después de manera constante y homogénea por la Iglesia, que conduce a una
afirmación sacerdotal del ministerio, mejor aún, de un sacerdocio ministerial.
Los
apóstoles realizan ya diversas acciones sacerdotales: reciben la misión y el
poder de bautizar (cfr. Mt 28, 19), de perdonar o remitir los pecados de manera
válida incluso en el cielo (cfr. Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20, 20-23). Tienen la
obligación y el derecho de celebrar la cena en memoria de Cristo, que es la nueva
alianza en su sangre, anunciando y haciendo participar a los hombre en la
muerte del Señor hasta que Él venga (cfr. 1 Co 11, 23-26; Le 24, 47). Los
presbíteros de la Iglesia tienen la tarea de orar sobre los enfermos y ungirlos
con el óleo en nombre del Señor (cfr. St 5, 14). Tienen poder, además, sobre
los espíritus impuros y están invitados a ungir a los enfermos (cfr. Mc 6,
7.12). A san Pablo le ha sido conferida la gracia, de parte de Dios, «de ser
para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del
Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable,
santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 16).
Por lo
que se refiere al aspecto sacerdotal de los ministros y de los ministerios es
preciso no olvidar lo que observa H. Vanhoye: «La ausencia de título sacerdotal
manifiesta a buen seguro que, en el origen, los ministerios cristianos no
fueron comprendidos como una continuación del sacerdocio antiguo. El primer
aspecto percibido fue el de la diferencia, y este aspecto nunca debe ser
olvidado ni perdido de vista. Por otra parte, no carece de significado el hecho
de que el interés consagrado más tarde a la realización del sacerdocio no tuvo
como consecuencia inmediata la adopción de títulos sacerdotales para los ministerios,
sino sobre todo el desarrollo de una cristología sacerdotal (Carta a los
Hebreos) y el esbozo de una eclesiología sacerdotal (Primera carta de Pedro).
Esto revela un cambio profundo en el modo de entender el culto y el sacerdocio.
En vez de poner en primer lugar la expresión ritual, se prestó atención antes
que nada a las realizaciones existenciales. El sacerdocio de Cristo no se
realizó en una ceremonia, sino en un acontecimiento: la ofrenda de su misma
vida. El sacerdocio de la Iglesia no consiste en la celebración de ceremonias,
sino en la transformación de la existencia real, abriéndola a la acción del
Espíritu Santo y a los impulsos de la caridad divina» 12.
El
concepto de sacerdocio indicado hace un momento, como tarea y mediación
objetivas que transforman la existencia real abriéndola a la acción del
Espíritu Santo y a los impulsos de la caridad divina, se encuentra presente en
los ministros del N.T., que son instrumentos vivos de Cristo mediador y
Salvador. En efecto, son ellos quienes deben desarrollar ahora la acción
mediadora y sacerdotal de Cristo. La Primera carta de Pedro (5, 1-4), cuando
presenta la acción de los presbíteros de apacentar el rebaño de Dios como
continuación de la misión del Pastor supremo, se sitúa en la línea de una
comprensión sacerdotal de su tarea, por ser Cristo mediador y sacerdote eterno.
En efecto, actúan prosiguiendo toda su obra salvífica. El hecho de que los
apóstoles, por gracia de Dios, sean ministros de la nueva alianza (cfr. 1 Co
11, 25; 2 Co 3, 6; Ef 3, 7; Col 1, 23-25), de aquella alianza de la que Cristo
es sacerdote y mediador con su muerte para la redención de las culpas (cfr. Hb
9, 15), significa que deben asumir aquellas tareas que los hace partícipes y
obradores del sacerdocio de Cristo. El texto de 2 Co 3, 6 no puede dejar de
inducir a considerar a los ministros de la nueva alianza como partícipes del
sacerdocio y de la mediación de Cristo, tal como se desprende del ejercicio del
ministerio de reconciliación, en el que hacen las veces de embajadores de
Cristo (cfr. 2 Co 5, 18-20). Un aspecto sacerdotal del ministerio apostólico lo
proporciona el ser enviados a predicar el evangelio, esto es, la cruz de
Cristo, a anunciar a Cristo crucificado, poder y sabiduría de Dios. En
efecto, El es para nosotros santificación y redención (cfr. 1 Co 1,
17.24.30).
Podemos
concluir, pues, que el ministerio apostólico tiene la tarea específica de hacer
presente y operante a Cristo mediador y sacerdote, a fin de que se ofrezca a
los creyentes, como cumplimiento de la voluntad institutora de Cristo, su
gracia y sus méritos, capaces de transformar la existencia humana de manera
objetiva. El ministerio apostólico es, por tanto, específicamente sacerdotal,
porque la mediación sacerdotal de Cristo está representada por medio de El. De
este modo se actualiza y se manifiesta, de manera sensible, la mediación
sacerdotal de Cristo entre Dios y los hombres 13.
3. El ministerio y el sacerdocio ministerial
conferidos con la consagración y la misión
Todo lo
que se encuentra apenas indicado en el N.T. ha tenido una lenta maduración a lo
largo de los siglos, aunque no siempre de manera lineal, sino de manera
titubeante y con dificultades. Al final del proceso se ha alcanzado una visión
que ha precisado la complejidad de las diferentes formas surgidas de la
sucesión apostólica. El desarrollo ha tenido lugar de manera progresiva
siguiendo las ocasiones que se han presentado en distintos lugares 14.
Al
comienzo, por ejemplo, encontramos una literatura judeocristiana, que parte de
la organización tradicional judía. Testigos de ella son el Pastor de
Hermas y la Didaché. Las comunidades en que prevalecen los
creyentes procedentes del paganismo representan un momento diferente, y
presentan una estructura basada en el obispo y en el diácono. Pero de las
cartas de Ignacio de Antioquía emergen ya dos hechos determinantes: la
jerarquía tripartita (obispo, presbítero y diácono) está bien consolidada y las
funciones están claramente delimitadas 15. Estos
ministros dan forma y consistencia a la comunidad y ejercen una autoridad sin
la cual la Iglesia estaría informe y dispersa. Precisa san Ignacio: «Del mismo
modo, que todos respeten a los diáconos como a Jesucristo, así como también al
obispo que es la imagen del Padre, a los presbíteros como el sanedrín de Dios y
como el colegio de los apóstoles. Sin ellos no hay Iglesia. Estoy seguro de que
pensáis del mismo modo sobre estas cosas» 16.
La enseñanza del magisterio
Las
ocasiones que han llevado al magisterio a intervenir y definir la doctrina del
ministerio han sido originadas, sobre todo, por la negación de lo que ya había
adquirido la tradición. Esto sucedió en particular con los Reformadores 17.
Según
la concepción de éstos no se da un verdadero y propio estado sacerdotal en el
que se entra con el sacramento del orden. Esto emana, como es natural, de la
negación de la eucaristía como verdadero sacrificio transmitido por Cristo a la
Iglesia. El aspecto en que más insisten los Reformadores, y de modo especial
Lutero, es la negación de la conexión entre sacerdocio y sacrificio. Esta
conexión es considerada como un error fatal y deletéreo, como una vuelta a la
antigua situación en la que prevalecía la ley y no el espíritu. En
consecuencia, niegan que el ministerio pueda ser sacerdotal y que se pueda dar
el sacramento correspondiente. Así pues, el sacerdote es un predicador de la
palabra y de la gracia divinas: ésa es su función específica, que puede
abandonar asimismo, mostrando de este modo la igualdad de todos los fieles.
Lutero considera que el vínculo que une el orden con el sacramento y hace al
sacerdote ministro de un sacrificio, es uno de los puntos más negativos de la
Iglesia católica. Del mismo modo juzga la doctrina de una Iglesia regida por
una autoridad de gobierno instituida por Jesucristo y la enseñanza sobre la
gracia conferida por los signos sacramentales. De aquí surge la tendencia a no
hablar de sacerdocio, sino sólo de ministerio u oficio.
El
concilio de Trento (cfr. DS 1763-1778), que ha tratado sólo algunos puntos, ha
confirmado la doctrina católica según la cual existe un sacerdocio visible y
externo, instituido por Jesucristo, que dio a los apóstoles y sus sucesores el
poder de consagrar, de ofrecer su Cuerpo y su Sangre y el de perdonar o retener
los pecados. Se accede a este poder sagrado y espiritual por medio del orden,
que es un verdadero y propio sacramento querido por Cristo en la última cena.
El sacerdocio posee un poder sacramental específico. En particular, el nuevo
sacerdocio instituido por Cristo se hace depender, en los decretos tridentinos,
del sacrificio visible de la eucaristía. Se recurre al mandato eucarístico
(«haced esto en memoria mía»), que corresponde al ministerio episcopal y presbiteral,
para confirmar la doctrina del sacerdocio.
En el
concilio Vaticano II encontramos una exposición más completa de esta doctrina
(cfr. LG 18-29; PO 1-11), aunque prevalecen algunos temas en perjuicio de
otros. Sobresalen, de manera particular, la sacramentalidad del episcopado, el
ministerio episcopal como forma fundamental del sacramento del orden y su
relación con la sucesión apostólica. De ahí deriva que el sacramento del orden
es una participación y posee un estrecho vínculo de fe y de vida con toda la
tradición eclesial. Por consiguiente, el sacramento de la imposición de las
manos expresa, aquí y ahora, los elementos esenciales y auténticos de la
Iglesia, que no admite interrupciones o rupturas 18.
Mas es
preciso presentar, aunque sea de manera breve, algunos elementos de la visión
conciliar que ofrezcan las líneas generales de la misma. En primer lugar, se
indica dos elementos constitutivos del ministerio. Con el primero se afirma que
Cristo Señor ha establecido en la Iglesia varios ministerios para el bien de
todo el cuerpo eclesial. Con ellos son revestidos los ministros de potestad o
poder sagrado, a fin de que los miembros del pueblo de Dios lleguen, libre y
ordenadamente, a la salvación (cfr. LG 18). De este modo, la Iglesia es una
sociedad ordenada jerárquicamente en la que los obispos, por ejemplo, rigen
también las Iglesias particulares con la autoridad y la sagrada potestad, de la
que se sirven para edificar el propio rebaño en la verdad y en la santidad,
acordándose de que quien sea el más grande debe comportarse como el más pequeño
(LG 20.27).
El
segundo elemento del ministerio es expresado de este modo: «Este encargo (munus) que
el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, y en la
Sagrada Escritura se llama muy significativamente "diakonía", o sea
ministerio (ministerium)» (LG 24) 19. El obispo debe
servir entregando su vida por las ovejas, ayudando a las que pecan por
ignorancia o error, dispuesto siempre a anunciar el evangelio a todos y a
exhortar a los fieles a la actividad misionera (cfr. LG 27).
Sin
embargo, el sacramento no es participado por todos los que reciben el
sacramento del orden del mismo modo: mientras que a los diáconos, por ejemplo,
se les impone las manos no para el sacerdocio sino para el ministerio (cfr. LG
29), «los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y en el
ejercicio de su potestad dependen de los Obispos, con todo están unidos con
ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, han
sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la
imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Hch 5, 1-10; 7, 24; 9, 11-28), para
predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino»
(LG 28). Así, tenemos un ministerio sacerdotal propio y exclusivo de los
presbíteros y de los obispos, y un ministerio no sacerdotal que sirve al pueblo
de Dios a través de la liturgia, la predicación y la caridad, en comunión con
el obispo y su presbiterio. Además de esto, enseña el Concilio que el único
sacerdocio de Cristo es participado de varios modos y precisamente o bien en la
forma ministerial o bien en la propia del pueblo de Dios. El sacerdocio común
de los fieles y el ministerial o jerárquico difieren no sólo en grado, sino también
de manera esencial (cfr. LG 10.62), aunque el Concilio no parece indicar con
exactitud en qué consiste esa diferencia esencial. Se limita a decir: «el
sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y
dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a
Dios en nombre de todo el pueblo: los fieles, en cambio, en virtud del
sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y
acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y
caridad operante» (LG 10). El ministerio que hace derivar el Concilio de la
recepción del sacramento del orden (LG 21-22), no es propio del pueblo de Dios,
que participa sólo del único sacerdocio de Cristo.
El
concilio Vaticano II dirige la atención al sacramento del orden deteniéndose,
sobre todo, en la sacramentalidad del episcopado y en la colegialidad. Éste es
la plenitud, el sumo sacerdocio, el ápice del sagrado ministerio (cfr. LG 21).
Los apóstoles fueron colmados del Espíritu Santo para desarrollar su munus, o
sea, la misión apostólica. La misma plenitud de dones se da a los sucesores.
Tanto los primeros como los segundos hicieron participar a su colaboradores,
los presbíteros, desde el comienzo y a lo largo de la historia, de los dones
espirituales recibidos. Los presbíteros, que no poseen la plenitud del
sacerdocio y dependen de los obispos, son, no obstante, verdaderos sacerdotes
de la nueva alianza, porque participan del único sacerdocio de Cristo en virtud
del sacramento del orden. Al margen de esto, no se precisa, al parecer, la
diferencia entre episcopado y presbiterado, ni si la diferencia esencial entre
ambos debe ser situada en los actos cultuales o sacramentales o en otra parte.
Tras el concilio Vaticano II se afirma lo siguiente respecto a los presbíteros:
«Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación
sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra;
renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente
con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de
sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y
conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los
presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la
edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su
nombre» 20.
La consagración y la
misión del ministro en el Vaticano II
El
Concilio emplea aún algunos términos que son fundamentales para comprender lo
que afirma sobre el sacramento del orden. En primer lugar, los munera, que
indican el don del Espíritu con el que los obispos, los presbíteros y los
diáconos son configurados con Cristo, de suerte que sean capaces desarrollar,
con la gracia y el carácter sacramentales, las funciones que les están
encomendadas. El ejercicio de tales funciones se desarrolla siempre en y para
la Iglesia y, por consiguiente, ni siquiera en el caso de los obispos puede
dejar de estar subordinado a la intervención de la autoridad jerárquica
suprema, esto es, al romano pontífice. Esta última admite e integra, con la
misión canónica, en la comunión jerárquica y hace miembros a todos los efectos
del colegio episcopal (cfr. LG, nota explicativa previa, 2). Tras la noción
de munera, es esencial la de poder o potestas, que
podemos precisar de este modo: «Los munera sacramentales
constituyen una realidad más amplia que la potestad, tanto
sacramental o de orden, como jerárquica o de jurisdicción. La primera potestad
es la capacidad de realizar actos estrictamente sacramentales; la segunda es la
capacidad de realizar actos jurídicos. Con respecto a su fin ambas potestades
tienen un origen diferente: la primera sacramental, la segunda jerárquico. Pero
la fuente de ambas es siempre una, Cristo, el cual obra en la Iglesia tanto por
medio de los sacramentos, como por medio del ministerio jerárquico» 21.
Viene,
a continuación, el término oficio, que es la determinación
jurídica del ámbito de ejercicio del munus, y que se establece
a través del acto de la misión canónica. Mas, para comprender bien todos estos
elementos, es preciso no olvidar que su unidad es esencial, so pena de que
pierdan su eficacia, y está constituida por la relación con el ministerio.
Si
queremos encontrar, en los documentos del Vaticano II, los conceptos claves que
especifican el acontecimiento sacramental del orden, parece que podemos
encontrarlos en los términos de consagración y misión (cfr. LG 28; PO 1.2.7)22.
Ambos
indican la asunción y la introducción en el sacramento del orden y el ser
enviado para cumplir, de manera activa, el mandato de comunicar la salvación.
La LG (n. 28) afirma, en efecto: «Cristo, a quien el Padre santificó y envió al
mundo (Jn 10, 36), ha hecho participantes de su consagración y de su misión a
los Obispos por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Ellos han
encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a
diversos sujetos en la Iglesia». La consagración y la misión indican, por tanto,
que el orden es una obra de Dios, que llama, hace suya y se apropia de toda la
persona, sin limitaciones y con la disponibilidad permanente para el servicio y
para comunicación de Jesucristo, vida para el hombre. El llamado es transferido
a una condición y a un lugar que pertenece a Dios, y se vuelve capaz de
representar a Jesucristo y, en cuanto tal, obra la salvación.
Los
ordenados son consagrados y enviados, a fin de que, en todo momento de la
historia humana, la acción salvífica de Dios en Cristo pueda llegar al hombre
como una realidad sensible y visible. Los actos se realizan de manera pública u
oficial (cfr. PO 2), es decir, en nombre de Cristo y de toda la Iglesia 23.
El
obrar salvífico de Cristo a través de los ordenados adquiere así tanto eficacia
salvífica, como visibilidad actual en un determinado tiempo y lugar. En efecto,
cada obispo constituye el principio visible y el fundamento de unidad en sus
Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, de la que el
romano pontífice, sucesor de Pedro, es el principio perpetuo y visible, y el
fundamento de la unidad tanto de los obispos como de todo el pueblo de Dios
(cfr. LG 23).
La consagración y la misión del ministro
Tras
haber dado cuenta de la enseñanza conciliar, podemos profundizar de modo
sistemático en cómo se confiere al ministro el sacramento del orden con la
consagración y la misión. Para comprender de manera justa ese otorgamiento, es
preciso recordar la novedad absoluta y singular de la «consagración» y de la
misión de Cristo. Él es el Hijo de Dios, el siervo de Yahvé venido para ofrecer
su vida por los hombres, en rescate por muchos (cfr. Mc 10, 45). De ahí se
sigue que: «Toda la vida de la Iglesia es, a través de los sacramentos, y en
particular de la eucaristía, comunión en el misterio del siervo obediente al
Padre, que lo consagró y envió al mundo (Jn 10, 36) para
dar la vida por este mundo (Jn 10, 17-18)» 24,
Además
de esto, el mismo Jesucristo pide al Padre por sus discípulos: «Conságralos en
la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también
los he enviado al mundo. Y por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos
también sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 17-19). Pide que los discípulos
sean puestos aparte, «consagrados» a Dios. Los discípulos, para su misión en el
mundo, deben ser consagrados por la verdad, es decir, por la muerte sacrificial
de Jesús. Esto tiene lugar, en la consagración del ministro, con el don del
Espíritu Santo, fuente de gracia interior y de pertenencia permanente a Cristo.
El Espíritu produce una transformación en profundidad, además de ser fuente de
la misión y de los poderes del ministro. El don del Espíritu hace a los
ordenados santos y separados para Jesucristo en todo su ser, los vuelve
personas reservadas, capaces de hacer presente al Autor mismo de la gracia,
Jesucristo. Eso es lo que sucede con Bernabé y Saulo: «Mientras estaban
celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo:
"Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he
llamado". Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las
manos y les enviaron» (Hch 13, 2-3).
Dado
que el ministerio es una consagración y una misión, y dado que otorga la
capacidad de hacer presente a Jesucristo 25 no puede dejar
de dar una gracia interior, no puede dejar de ser una transformación tal del
ordenado que lo convierta en fundamento ontológico, verdadero y operante en
todas las funciones ministeriales, sean éstas sacramentales, de enseñanza o
pastorales. Precisamente por esta transformación del ministro, afirma la
tradición cristiana que, en la acción ministerial, es Cristo en persona el que
está a la obra. Es éste un punto claro en la doctrina de san Agustín: «Así
pues, a fin de que no hubiera tantos bautismos como siervos que hubieran
bautizado en virtud del poder recibido del Señor, éste se reservó el poder de
bautizar, confiando a los siervos el ministerio. El siervo dice que bautiza, y
es verdad..., pero como ministro. Supongamos que uno de los que ha recibido el
ministerio sea malo. Puede suceder que los hombres no lo sepan, mas Dios lo
sabe. Pues bien, Dios permite que se bautice por medio de él, porque se ha
reservado para sí el poden> 26.
En el
fundamento de la acción ministerial existe, por tanto, un vínculo indeleble, que
expresa la total dependencia del ministro respecto a Cristo, de modo que todo
pueda ser reconducido, real y verdaderamente, a Él, incluso a falta de una
santidad personal. Ese vínculo específico y objetivo proviene de Cristo e
inviste, de una manera necesaria y definitiva, a la persona del ministro; de
otro modo, Cristo no podría obrar, no se haría presente a través de y en ella.
Entre
los ministros que reciben la consagración y la misión, según la tradición de la
Iglesia y las enseñanzas conciliares, son los obispos y los presbíteros quienes
deben desarrollar las funciones denominadas magisterial, sacerdotal y pastoral.
El concilio Vaticano II describe el oficio de enseñar, de santificar y de
guiar, refiriéndolos tanto a los obispos como a los presbíteros (cfr. LG 25-27;
PO 4-6). Por otra parte, presenta el ministerio episcopal y presbiteral como
esencialmente sacerdotal (cfr. LG 21.28). Para aclarar estas observaciones es
preciso que nos preguntemos: ¿que relación tienen entre sí las funciones
ministeriales señaladas? ¿Qué sentido tiene afirmar que el ministerio episcopal
y presbiteral es esencialmente sacerdotal, que tiene su culminación en su
aspecto sacerdotal?
Podemos
responder afirmando, en primer lugar, que las funciones magisterial y pastoral
indican exclusivamente, al menos en su primer sentido, el establecimiento de
una relación con los hombres querida por Dios. El ministro enseña y guía a los
miembros de la Iglesia por voluntad de Cristo y en representación suya. Puesto
que el verdadero maestro y pastor ha sido investido por Dios de tales
funciones, desarrolla desde luego la función de un vínculo religioso con Dios.
Mas éste consiste, substancialmente, en una relación que parte de Dios hacia
los hombres. La función sacerdotal tiene en todas las culturas un concepto más
completo de la unión entre Dios y el hombre. Tiene un valor religioso que
incluye tanto la comunicación de Dios al hombre, como el hecho de dirigirse el
hombre a Dios. El sacerdote es aquel que se presenta y se adhiere a Dios en
nombre de los hombres, y ofrece su sacrificio y su oración. Al mismo tiempo,
representa a Dios frente a los hombres, concediéndoles sus beneficios y
llamándolos de nuevo a El.
Apoyados
en estas precisiones, podemos afirmar ahora que: «El ministerio episcopal y
presbiteral es, por consiguiente, sacerdotal en el sentido de que hace presente
el servicio de Cristo a través del anuncio eficaz del mensaje evangélico, en la
reunión y en la guía de la comunidad cristiana, en la remisión de los pecados y
en la celebración eucarística, donde, de manera singular, se hace actual el
único sacrificio de Cristo» 27.
La
tradición cristiana, a partir de la enseñanza de la carta a los Hebreos sobre
la mediación sacerdotal del Señor, considera su sacerdocio como el centro de la
obra salvífica de Cristo, como ya hemos tenido ocasión de ver. Podemos añadir
aún que: «La connotación propia y omnicomprensiva que nos ayuda a penetrar en
el misterio de Cristo es, por consiguiente, su sacerdocio, único, perenne,
plenamente suficiente: todas las otras connotaciones, una vez comprendidas a
fondo, pueden ser reconducidas a esta» 28.
Esto lo
aclara santo Tomás cuando afirma justamente que: «El oficio propio del
sacerdote es ser mediador entre Dios y el pueblo, en cuanto transmite al pueblo
las cosas divinas y, por eso, sacerdote equivale a "dador de cosas
sagradas" [...] y, a continuación, en cuanto ofrece a Dios las oraciones
del pueblo y, en cierto modo, expía ante Dios por los pecados del pueblo» 29.
La
noción de sacerdocio es, por tanto, doble. Expresa la mediación que ofrece el
anhelo humano a Dios y, al mismo tiempo, transmite a los hombres los dones
divinos. En eso consiste la peculiaridad de la función sacerdotal y la
posibilidad de reconducir a ella las funciones salvíficas. De ahí se sigue
también que la noción de sacerdocio no es simplemente cultual-sacrificial; el
sacerdote no es sólo el hombre del culto.
El
concilio Vaticano II enseña que el misterio cristiano se ofrece a la humanidad
por el único Mediador entre Dios y los hombres. Los sacerdotes ordenados
ejercen la función de mediar o hacer presente a Cristo glorioso, que sigue
liberando al hombre aquí y ahora. Así, los presbíteros, «participando, en el
grado propio de su ministerio del oficio de Cristo, único Mediador (1 Tm 2, 5),
anuncian a todos la divina palabra» (LG 28). Siempre como ministros, prosigue
el texto conciliar, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su
cabeza, celebran el sacrificio de la eucaristía, ejercen el ministerio de la
reconciliación y del alivio. En consecuencia, el sacerdote, ministro de Cristo
y de la Iglesia, es quien hace presente a Cristo, vida y resurrección. Así
pues, en la tradición cristiana, el sacerdote es aquel que, en total
dependencia de Cristo y en plena solidaridad con los hombres, tiene el poder
espiritual de hacer presente, de hacer estar presente a Jesucristo maestro,
dador de vida y pastor. Con otras palabras, podemos afirmar que la tarea del
sacerdote de la nueva y eterna alianza es hacer presente el sacrificio de
Cristo, esto es, la eucaristía, como don de su Cuerpo y Sangre para la
humanidad. La eucaristía, a su vez, suscita toda la vida de la comunidad
cristiana, como la evangelización y la recapitulación en Cristo. El ministerio
cristiano es, pues, un sacerdocio absolutamente original. Existe, en efecto, un
aspecto ritual central que propone de nuevo el sacrificio de Cristo, junto con
los aspectos magisterial y pastoral. Todos estos aspectos, juntos, edifican la
Iglesia.
En este
punto de nuestro estudio, podemos afirmar que Jesucristo, mediador y sacerdote,
estableció que los discípulos elegidos y tomados por El están llamados
asimismo a tomar parte en toda la misión 30.
Están
así «consagrados» y puestos en una relación imprescindible con Cristo. En
efecto: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (Jn 20, 21;
cfr. Lc 10, 16). Como Jesús es el enviado del Padre, así también aquellos a
quienes El envía representan y obran lo que El es y realiza. De la misión y de
la mediación de Jesucristo se pasa a la misión del apóstol y, después, a la de
los obispos, presbíteros y diáconos, es decir, a los ministerios que la Iglesia
irá precisando, progresivamente, tanto en su naturaleza, como en sus funciones
propias. De este modo, sus discípulos y sus sucesores participan en la misión
de mediador y sacerdote de Cristo. Todos ellos, al participar en la misión de
Cristo, son insertados en el servicio del mismo Jesucristo. Los apóstoles y sus
sucesores son ministros o siervos que concretizan la obra del mediador y
sacerdote Jesucristo.
4. El signo sacramental
La institución del sacramento del orden
Afirma
el concilio de Trento que la Sagrada Escritura muestra y la tradición de la
Iglesia enseña la institución de un nuevo sacerdocio visible y externo por
parte del Señor, que dio, a los apóstoles y a sus sucesores en el sacerdocio,
el poder de consagrar, ofrecer y distribuir su Cuerpo y su Sangre, junto con el
poder de perdonar y retener los pecados (DS 1764). Añade asimismo que Jesús, en
la última cena, constituyó, a los apóstoles y a sus sucesores, sacerdotes de la
nueva alianza al ofrecerles comer su Cuerpo y su Sangre y mandarles ofrecerlos
y hacer memoria de ello a su vez (cfr. DS 1740.1752). De este modo, Cristo hace
a los apóstoles sacerdotes y les da el poder espiritual de representar el
acontecimiento salvífico de su sacrificio en la cruz (cfr. 1 Co 11, 26).
El
concilio Vaticano II, que no trata directamente de la institución del
sacramento, sino sólo de la constitución jerárquica de la Iglesia, se detiene
de manera particular en la misión. Jesucristo envía a los apóstoles, como Él
mismo fue enviado por el Padre. En la misión está puesta la institución, la
perpetuidad, el valor y la naturaleza del ministerio de los doce y del romano
pontífice en orden a regir la casa del Dios vivo (cfr. LG 18-19). Añade, por
otra parte, el Concilio: «En esta misión fueron confirmados plenamente el día
de Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-26), según la promesa del Señor: "Recibiréis
la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos
así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la
tierra" (Hch 1, 8)» (LG 19). La misión divina de los apóstoles constituye
para la Iglesia el principio de toda su vida en todos los tiempos (cfr. LG 20).
Dos son los elementos del Vaticano II que parecen completar la enseñanza tridentina.
En primer lugar, el mandato de hacer memoria, conferido en la última cena, no
sólo constituye ministros a los apóstoles, dando comienzo al nuevo sacerdocio y
al sacramento del orden, sino que, de un modo más amplio y completo, tiene
presente también la misión confiada a los apóstoles (cfr. Lc 10, 16; Jn 17, 18;
20, 21). En efecto, no se trata de una misión genérica, sino orientada a unos
fines precisos y delimitados, que depende y toma su valor de la misión de
Cristo. Así, el sacramento del orden no está restringido al ámbito
cultual-litúrgico, sino que está referido a toda la vida de la Iglesia y de
toda la humanidad 31.
En
segundo lugar, es preciso señalar que el concilio Vaticano II sitúa el
ministerio apostólico bajo la guía del Espíritu Santo. Afirma: «Uno mismo es el
Espíritu que distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia, según
sus riquezas y la diversidad de los ministerios (cfr. 1 Co 12, 1-11). Entre
todos estos dones sobresale la gracia de los apóstoles, a cuya autoridad
subordina el mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cfr. 1 Co 14)» (LG 7).
De este modo, el Espíritu de Cristo guía a la Iglesia, la unifica en la
comunión y en el ministerio, la renueva y la conduce a la perfecta unión con su
Esposo. Con la fuerza y el discernimiento del Espíritu, ha encontrado la
Iglesia a lo largo de la historia los modos adecuados en los que se expresa la
sucesión apostólica y la colaboración de que tenía necesidad. Con la fuerza del
Espíritu logra la Iglesia vivificar, transmitir la vida divina a través de la
institución, los ministerios y los sacramentos. Sólo así se vuelve el gesto
ministerial y sacramental una experiencia del don de la salvación adquirida en
la cruz y del encuentro que nos ofrece el gusto y la alegría de la unión con la
Trinidad.
Resumiendo,
la Iglesia ha tomado conciencia de que la misión y la obra redentora de
Jesucristo han sido transmitidas a los doce, cuando El los asoció a sí
eligiendo a los que quiso y los hizo objeto de una creación particular, a fin
de que estuvieran con Él, para enviarlos después a predicar con el poder de
expulsar los demonios (cfr. Mc 3, 13-19). A estos mismos discípulos les dio,
entre otros, el poder de perdonar los pecados y de hacer memoria de Él con el
gesto de la última cena. La obra de Cristo prosigue en el colegio apostólico
reunido en torno a Pedro por un segundo hecho inseparable del primero: Cristo
envió sobre los doce el don del Espíritu Santo la noche de la pascua (cfr. Jn
20, 20-23) y en pentecostés (Hch 2, 1-4).
El
concilio de Florencia enseña que el ministro ordinario del orden es el obispo
(cfr. DS 1326), mientras que el Código de Derecho Canónico afirma simplemente
que es el ministro, sin aclaraciones ulteriores. El concilio de Trento afirma,
de un modo igualmente general, que los obispos son superiores a los presbíteros
y poseen el poder de confirmar y conferir las órdenes. Ese poder no les viene
del consenso o de la elección del pueblo o del poder secular, ni pueden enviar
a otros para desarrollar tales ministerios en su puesto. Ellos son, además, los
ministros legítimos de la palabra y de los sacramentos (cfr. DS 1777). El
concilio Vaticano II, aunque no apunta a ningún carácter exclusivo, afirma: «Es
propio de los Obispos el admitir, por medio del Sacramento del Orden, nuevos
elegidos en el cuerpo episcopal» (LG 21). Por eso, los obispos válidamente
ordenados en la línea de la sucesión apostólica ordenan de manera válida a su
vez, confiriendo los tres grados del orden.
Con
respecto al ministro del sacramento del orden existen cuestiones históricas
complejas, para las cuales es preciso remitir a los ámbitos competentes, y
problemas irresolutos, cuya solución no se puede alcanzar sin tener presente
una elaboración doctrinal satisfactoria. Sólo pacientes y profundas
investigaciones podrán orientar o dar con las soluciones requeridas, que, como
es evidente, no deben ser consideradas como secundarias.
Por lo
que se refiere al episcopado y al presbiterado, el receptor debe ser un hombre
de sexo masculino bautizado. En efecto, la ordenación sacerdotal de la Iglesia
católica ha estado reservada, desde el principio, exclusivamente a los hombres.
Esa práctica forma parte de la tradición y del magisterio ordinario, que son
conjuntamente normas de fe en la Iglesia católica 32.
En la
Edad Media, en la que se dio una larga discusión, se llegó a la conclusión de,
no sólo prohibir, sino declarar inválidas las ordenaciones de mujeres 33.
Esto se
debe, por tanto, a la naturaleza del sacramento tal como fue establecida por
Jesucristo y no por ley humana.
Juan
Pablo II, en la conclusión de la carta apostólica Ordinatio
Sacerdotalis del 24 de mayo de 1994, afirma: «Por lo tanto, a fin de
despejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la
divina constitución de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar a
los hermanos (cfr. Lc 22, 32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno
la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal y que esta
sentencia debe ser considerada de modo definitivo por todos los fieles de la
Iglesia».
De
cuanto hemos dicho, de manera resumida, se puede afirmar también que es una
auténtica visión de fe, como la que se manifiesta a lo largo de los siglos, lo
que nos hace conocer lo establecido por Cristo, y no los estudios
socio-psicológicos o las reflexiones teóricas sobre los fundamentos de la
naturaleza humana o la confrontación con las Iglesias o comunidades cristianas,
a pesar de las más que legítimas y obligadas atenciones ecuménicas. Un
verdadero conocimiento y conciencia de fe no han de estar determinados nunca
por factores humanos, sino por elementos que tengan su origen en el
acontecimiento revelador de Cristo.
El gesto sacramental
Respecto
al gesto sensible del orden hay dos corrientes tradicionales consideradas como
válidas: la de la entrega de los instrumentos, que ha prevalecido en
determinados momentos en la Iglesia occidental, y la imposición de las manos,
que siempre ha estado presente en el rito griego. En el concilio de Florencia
no se impuso a los griegos el cambio de su rito; del mismo modo que la Iglesia
romana conservaba como elemento esencial la entrega de los instrumentos. Pío
XII, queriendo retomar la tradición que conecta con la Sagrada Escritura, y
para significar de una manera más adecuada el carácter y la gracia conferidos,
establece en la constitución apostólica Sacramentum ordinis «Que
la materia única de las sagradas órdenes del diaconado, presbiterado y
episcopado es la imposición de las manos, y la forma, igualmente única, son las
palabras que determinan la aplicación de esta materia, por las que unívocamente
se significan los efectos sacramentales –es decir, la potestad de orden y la
gracia del Espíritu Santo– y que por la Iglesia son recibidas y usadas como
tales» (DS 3859). La misma constitución precisa de qué imposición de las manos
–siempre llevada a cabo por el obispo–se trata, en caso de que haya más de una,
y cuáles son las palabras esenciales requeridas para la validez en el orden
diaconal, presbiteral y episcopal, respectivamente (cfr. DS 3860). Las fórmulas
tienen una forma deprecatoria: son una oración con la que se suplica y se pide
el don del Espíritu Santo, a fin de que el ordenado sea fortalecido por la
gracia y obtenga el oficio que edifica la Iglesia.
Con
ellas se llama al ordenado a la adscripción y dependencia de Cristo. Recibe el
poder sagrado y la gracia, que indican, sobre todo, una singular relación
personal del ministro con Cristo y no una investidura jurídica. La fórmula
excluye además, de manera clara, que sea la comunidad quien se cree por sí
misma un ministerio. Este no existe ni a partir ni por una iniciativa de la
Iglesia, aunque se obre siempre por medio de ella y siempre a su servicio. Por
último, esas fórmulas consagratorias piden a los fieles a que pongan su esperanza
de salvación sólo en Cristo y no en el ministro, aunque a través de él.
5. Los efectos del
orden
El carácter del ministro ordenado
El
concilio de Trento afirma que el sacramento del orden, como el bautismo y la
confirmación, imprime carácter, por el cual los sacerdotes de la nueva alianza
adquieren un poder espiritual diferente al de los laicos, no temporal (cfr. DS
1767;1774) 34.
El
concilio Vaticano II confirma la misma doctrina (cfr. LG 21; PO 2). Dice además
que los presbíteros reciben una nueva consagración después de haber recibido la
del bautismo, de suerte que son «elevados a la condición de instrumentos vivos
de Cristo, Sacerdote Eterno, para poder proseguir, a través del tiempo, su obra
admirable» (PO 12). Son consagrados por Dios mediante el obispo, «por la unción
del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura
con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza»
(PO 2), y participan de la autoridad con que el mismo Cristo hace crecer,
santifica y gobierna su propio cuerpo. La enseñanza conciliar ha de ser
insertada y unida a todo lo que ya hemos dicho sobre la consagración y misión
del ministro.
Esta
doctrina de fe no fue introducida por san Agustín y desarrollada sistemáticamente
durante los siglos XII y XIII, como afirman algunos. Al contrario, constituía
ya antes una pacífica posesión de la Iglesia, como don definitivo del Espíritu
Santo conferido a los ordenados. Por medio de la imposición de las manos y de
la oración que la acompaña se produce un cambio, se lleva a cabo una
transformación en el ordenado. La ordenación es un verdadero sacramento y da
una gracia que marca al receptor para siempre, de modo indeleble 35.
En
consecuencia, el carácter no puede ser concebido como una actitud puramente
funcional o como un estar en situación. Es funcional en orden al bien de la
Iglesia y al poder de hacer presente el sacrificio de Cristo, pero en la
persona que lo recibe es antes que nada una nueva consagración; y, como afirma
PO 2, tiene un valor ontológico. Con él Dios «toma posesión» del ordenado, se
inscribe en su ser para hacerlo capaz de participar y colaborar con Jesucristo
en el plano de la salvación, de modo que pueda dar lo que ha recibido. Se trata
de una consagración que afecta al ser, a la vida misma del ordenado; es un
nuevo modo de ser respecto al bautismo. Así se hace posible que Cristo esté
presente «en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los
sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz» (SC 7). Tal es el
significado de la expresión referida al ministro cuando se dice que obra in
persona Christi, esto es, en la persona de Cristo.
Tras el
Vaticano II, por encima de las diferentes escuelas como, por ejemplo, la que
defiende el concepto de carácter como poder espiritual sobre todo o la posición
que presenta el carácter como cualidad, dos son, al parecer, los aspectos
admitidos comúnmente en el concepto del carácter del ministro ordenado.
En
primer lugar, los ministros ordenados de la nueva alianza, elegidos por Dios
Padre y ungidos por el Espíritu Santo, han sido consagrados y configurados con
Cristo hasta el punto de ser instrumentos vivos del mismo. Dedicados y
asimilados a Cristo, hacen presente su autodonación en la cruz con el sacramento
de la eucaristía. Reciben el poder de realizar las acciones sacramentales,
representa a Cristo de modo sacramental en la celebración cultual, de manera
que la acción salvífica de Cristo se extienda a todos los tiempos y a todos los
hombres de manera visible. En este sentido es como el ministro de la acción
sacramental ha sido designado, consagrado y configurado con Cristo. Es
constituido en tal por un sacramento especial, cuyo efecto perdura, más allá de
la acción, en su persona, de manera permanente y transformadora. Sin esta
transformación y consagración, el gesto sacramental sería una ficción sin
visibilidad y fuerza sacramentales. La autoridad santificadora en la Iglesia
viene de Cristo, que, con el orden, fija a los que son sus depositarios de
manera pública y al mismo tiempo los constituye en su tarea.
El
segundo aspecto del carácter lo proporciona la tarea que el ordenado desarrolla
para con el cuerpo eclesial. Se convierte en siervo de Jesucristo, en apóstol y
enviado a anunciar el evangelio, como san Pablo (cfr. Rm 1, 1). Los ordenados
permanecen en el mundo como continuación y al servicio de la misión apostólica.
Están llamados a celebrar la autodonación de Cristo a través del anuncio y a
través de los sacramentos, a fin de constituir el pueblo de Dios ya en la
tierra. De este modo se da e inicia la vida de la Iglesia como cuerpo
misterioso de Cristo, que se prolonga en el tiempo y en el espacio. Los
presbíteros, por ejemplo, son ministros de Cristo precisamente en cuanto
testigos y dispensadores de una vida diferente de la terrena. De este modo, es
a través de ellos como Jesucristo mismo educa, instruye, santifica y gobierna
su propio cuerpo.
A
través de la consagración y de la misión es como los ordenados son hechos
dignos de participar en el ministerio de Cristo, por medio del cual se edifica
la Iglesia aquí en la tierra, incesantemente, como pueblo de Dios, cuerpo de
Cristo y templo del Espíritu Santo.
El
reconocimiento de que la imposición de las manos confiere la gracia en el
orden, ha sido, tanto en la tradición de la Iglesia como en el magisterio
conciliar, el punto de partida y el motivo por el que se ha afirmado la
sacramentalidad del episcopado y del presbiterado. El concilio de Trento afirma
que, por desprenderse de la Sagrada Escritura, de la tradición apostólica y del
consenso de los Padres, la certeza de que la sagrada ordenación confiere la
gracia, no se puede dudar de que el orden es verdaderamente uno de los siete
sacramentos de la Iglesia (cfr. DS 1766). El otorgamiento de la gracia a través
de los signos sensibles ha sido uno de los modos de discernir, no sólo la
modalidad sacramental de la gracia otorgada por Jesucristo, sino también el
criterio para discernir la existencia de cada uno de los sacramentos. El mismo
procedimiento ha propuesto el concilio Vaticano II al afirmar que los
apóstoles, colmados por una especial efusión del Espíritu Santo, con la
imposición de las manos dieron, a su vez, este don espiritual a sus
colaboradores, don que se ha transmitido hasta nosotros por la consagración
episcopal (cfr. LG 21). Por eso también los diáconos han sido sostenidos por la
gracia sacramental en su ministerio de servicio al pueblo de Dios (cfr. LG 29).
Tanto los presbíteros como los diáconos participan en la gracia del oficio de
los obispos, de tal modo que pueden abundar en los bienes espirituales y dar un
testimonio vivo de Dios en el ejercicio diario de su propio oficio. Con esa
gracia deben crecer en la caridad para con Dios y para con el prójimo. Así, por
servir a los misterios de Dios y de la Iglesia, deben mantenerse puros de todo
vicio y complacer a Dios y buscar la realización de todo tipo de obras buenas
delante de los hombres (cfr. LG 41).
El
sacramento del orden, por ser un servicio destinado a la edificación de la
Iglesia, no puede dejar de incluir asimismo la santificación personal del
ministro. El ejercicio del ministerio es un acto humano, más aún, es un acto
salvífico de una especial importancia que no puede dejar de consagrar también a
la persona y, sobre todo, en el ejercicio de sus propios actos. Cuando Cristo
consagra a una persona para que le represente de manera sacramental en la
tierra, siempre lo lleva a cabo santificando también a la persona misma que
obra en su nombre. Así, el ministro ordenado recibe la gracia sacramental que
lo santifica personalmente y lo hace idóneo para otorgar la santidad de Dios al
hombre. También la finalidad del carácter es siempre conseguir la santificación
del pueblo cristiano, tanto de los ministros como de los fieles. La gracia
sacramental, por su parte, hace al ministro ordenado realmente santo y, así,
digno (no sólo capaz) de celebrar y de servir, y lo que realiza resulta así
igualmente completo en todos sus aspectos. La gracia sacramental se entrega
para aumentar la unión personal del ministro con Jesucristo precisamente en su
actividad ministerial. En la ordenación se concede una gracia que corresponde a
las tareas a las que los ordenados están llamados, para ser ministros santos y
dadores de santidad.
La
gracia sacramental es, por tanto, una efusión del Espíritu Santo en el
ordenado, a fin de que sea santificado a través de una relación personal con
Cristo en la celebración de los sacramentos y en el desarrollo de su propio
ministerio. El ministro ordenado, siervo y apóstol de Jesucristo, se santifica
con el anuncio del Evangelio y con el don de la vida divina transmitida al
hombre. Esta santificación es un don precioso que ha de ser reavivado, un don
que puede disminuir o que se puede perder, pero que también puede crecer, como
un talento que debe fructificar. Con la santificación el ordenado recibe el
espíritu de fortaleza, de caridad y de sabiduría que le hace capaz de no
avergonzarse al dar testimonio del Señor y sufrir por el Evangelio ayudado por
la fuerza de Dios (cfr. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6-8).
El
concilio Vaticano II afirma que los obispos han confiado legítimamente en
diferente grado el oficio de su ministerio a distintos sujetos en la Iglesia. Y
añade: «Así, el ministerio eclesiástico de divina institución es ejercitado en
diversas categorías por aquellos que ya desde antiguo se llamaron Obispos,
presbíteros, diáconos» (LG 28). La doctrina católica reconoce así que «existen
dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el
episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a
servirles. Por eso, el término "sacerdos" designa, en el uso actual,
a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos. Sin embargo, la
doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado
y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por
un acto sacramental llamado "ordenación", es decir, por el sacramento
del Orden» 36. Existe, por consiguiente, un
único sacramento que es comunicado en diversos grados, una diferencia de grado,
de amplitud, pero no de naturaleza.
El episcopado
El
concilio Vaticano II afirma que, con la consagración
episcopal, se confiere la plenitud del sacramento del orden, que la
liturgia y los Padres de la Iglesia llaman supremo
sacerdocio o cumbre del ministerio sagrado (cfr.
LG 21). Afirma, además, el Concilio que los oficios de
santificar, enseñar y gobernar que esa
consagración confiere sólo pueden ser ejercidos, por su propia
naturaleza, en comunión jerárquica con el
obispo de Roma y con el colegio episcopal. Eso muestra su naturaleza
colegial y el hecho de ser punto de referencia objetivo (antes
que operativo) de toda la vida de la Iglesia. Por consiguiente,
el obispo, una vez establecida la comunión con el pastor supremo
de la Iglesia y con los pastores de las
Iglesias particulares, ejerce con el poder que le da el
sacramento y con la autoridad legítima, de modo
soberano, todos los actos que edifican la Iglesia, en la
porción del pueblo de Dios que le ha
sido confiada. Así pues, con la ordenación,
recibe el obispo el poder del Espíritu Santo, con el que
rige y guía a la comunidad cristiana. Es condición visible y objetiva
de la realización verdadera y fructuosa del evangelio y de la eucaristía.
Todos los carismas y los ministerios ordenados, y
hasta los mismos bautizados, le están sometidos y
deben referirse a él para la realización de la
comunión jerárquica indispensable a la naturaleza de la
Iglesia.
Otro
aspecto constitutivo
del orden de los obispos consiste en ser los únicos
señalados como sucesores de los apóstoles en sentido pleno, de suerte
que «conservan la sucesión de la semilla
apostólica primera» (LG 20). De este modo, se
comunica y se custodia la tradición apostólica en todo el
mundo. Los obispos, como sucesores de los apóstoles,
pueden y deben presidir el rebaño
como pastores y quien a ellos escucha, escucha
a Cristo, quien a ellos desprecia es a Cristo
y a quien le envió a quien desprecia (cfr. Lc 10, 16)
37.
Nada hay, al
parecer, que pueda clarificar mejor la naturaleza del
episcopado que la oración consagratoria de
Hipólito de Roma, que uno de los
obispos presentes pronuncia en nombre de
todos imponiendo las manos sobre aquel que recibe la
ordenación episcopal: «[...1 derrama ahora ese poder que viene de ti,
el Espíritu soberano que diste a tu amado Hijo
Jesucristo y que El derramó sobre tus santos apóstoles, que
establecieron la Iglesia en el lugar de tu santuario para
la gloria y la alabanza incesante de tu nombre. Tú,
Padre, que conoces los corazones, otorga a este siervo
tuyo que Tú has escogido para el
episcopado el poder de alimentar a tu rebaño, de
ejercer tu sacerdocio soberano sin reproche, sirviéndote de día
y de noche, para que él pueda tener propicio tu
semblante y ofrecerte los dones de tu santa Iglesia, y para
que en virtud del espíritu del sacerdocio soberano,
tenga poder de perdonar los pecados de acuerdo con
tu mandamiento, para distribuir los cargos según tu precepto, para
desatar todo lazo en virtud del poder que Tú diste a los apóstoles y para que
él pueda serte agradable por la mansedumbre y pureza de su corazón,
ofreciéndote un olor de suavidad por tu Hijo Jesucristo [...]» 38.
Así
pues, podemos afirmar, en síntesis, que el episcopado es la plenitud o el grado
sumo de participación en el ministerio y en el sacerdocio de Cristo a través de
los apóstoles en la Iglesia. El don del Espíritu Santo en el obispo conduce a
su consumación y a su compleción la participación bautismal en el sacerdocio y
en la misión de Cristo, haciendo los presentes y operantes de modo visible en
la tierra, y proyectando a los bautizados hacia la bienaventuranza eterna.
El presbiterado
Los
presbíteros participan, junto con los obispos, del mismo y único sacerdocio y
ministerio de Cristo, de suerte que se da también una unidad de consagración y
misión (cfr. PO 7). Podemos añadir que la misma naturaleza del presbiterado
está basada en la participación en el sacerdocio de Cristo, cuya suma expresión
es el episcopado. De este modo, los presbíteros, gracias al don del Espíritu
Santo, que se les concede con la ordenación, se convierten en colaboradores y
consejeros en la función de instruir, santificar y gobernar al pueblo de Dios
(cfr. LG 28; PO 2; 7; 12). Están marcados, en efecto, con un especial carácter
sacramental que los configura con Cristo sacerdote, de modo que puedan actuar
en su nombre. Por eso se convierten en ministros de Jesucristo, dado que poseen
una participación en la función de los apóstoles y están constituidos a
semejanza del orden de los obispos (cfr. LG 41). Participan de la autoridad con
que Cristo hace crecer, santifica y gobierna su propio cuerpo. En efecto: «Por
el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los
fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus
manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la
Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor. A este sacrificio se ordena y en él
culmina el ministerio de los presbíteros. Porque su servicio, que comienza con
el mensaje del Evangelio, saca su fuerza y poder del sacrificio de Cristo y
busca que "todo el pueblo redimido, es decir, la congregación y sociedad
de los santos, ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran
Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la pasión para que
fuéramos el cuerpo de tal sublime Cabeza"» (PO 2) 39.
El
ministerio presbiteral alcanza su cumbre y su plena realización en la
celebración de la eucaristía y en el ejercicio del poder sacerdotal
sacramental. Pero el ministerio sacerdotal de los presbíteros es diferente del
episcopal. En efecto, el primero no sólo no posee la cumbre del sacerdocio,
sino que recibe el sacerdocio en un grado subordinado y depende del segundo en
el ejercicio de su poder. Pueden santificar y gobernar la porción del rebaño
del Señor a ellos confiada bajo la autoridad del obispo, proporcionando así una
contribución esencial a la edificación de todo el cuerpo de Cristo. La oración
consagratoria actual de la ordenación presbiteral dice: «Te pedimos, Padre
Todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado;
renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de ti el sacerdocio
de segundo grado y sean con su conducta ejemplo de vida».
Los
presbíteros son, por tanto, colaboradores del ministerio apostólico de los
obispos y les ayudan en el ejercicio de su oficio. Ya la Tradición
apostólica de Hipólito ora a fin de que se infunda a los presbíteros
el Espíritu de gracia y de sabiduría sacerdotal, para ayudar y gobernar al
pueblo con corazón puro 40.
El
texto cita de manera significativa Nm 11, 16-17, donde el Señor ordena a Moisés
que tome a setenta hombres entre los ancianos (presbíteros) y los lleve a la
tienda del encuentro. Añade el Señor: «Yo bajaré a hablar contigo; tomaré parte
del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la
carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo» (Nm 11, 17; cfr. asimismo
Nm 11, 24-30). Este hecho, recordado a menudo en la tradición posterior,
expresa con claridad la gracia y la misión del presbítero como cooperador del
orden episcopal. El presbítero, al colaborar con el ministerio apostólico de
los obispos, participa en las tareas de maestro, sacerdote y pastor, que tienen
su origen en Jesucristo, en Aquel de quien proviene toda autoridad en la
Iglesia. Representando la obra salvífica del Señor, participa en la misión
universal confiada por El a los apóstoles.
Los
presbíteros no tienen sólo una relación con el colegio episcopal, sino también
con el pueblo de Dios. El ejercicio del ministerio sacerdotal deberá consistir,
en este segundo aspecto, en «manifestar frente a los fieles una auténtica
autoridad y recibir de ellos a cambio una obediencia genuina, pero debe
entender y presentar tal autoridad auténtica como la de Jesucristo,
comportándose simplemente como "siervo".
La
autoridad de Cristo se funda en su oficio, que coincide con el amor absoluto y
que, por consiguiente, se manifiesta en la Iglesia igualmente de un modo
directo como amor a los hermanos. Por eso, la autoridad del sacerdote debe ser
vivida de forma ejemplar, de suerte que remita, al mismo tiempo, al amor de
Cristo y haga visible, a través de la conducta del sacerdote, el amor a los hermanos» 41.
Podemos
precisar aún que el presbiterado es una forma eclesial de la presencia de
Cristo y, precisamente, la memoria sacramental de su pasión y de su
resurrección, que derrama gracias eficaces en su cuerpo. Todo ello es servicio,
pero de Cristo mediador, que, obedeciendo al Padre, pide ser seguido con igual
disponibilidad. Y a esto se añade, de manera esencial, el precepto de Cristo y,
por consiguiente, el encargo de servirle en su comunidad con la autoridad de
enseñar, santificar y guiar.
El diaconado
La
diaconía o servicio constituye el contexto u horizonte general del ministerio
en el N.T. Más aún, con este término se indica el mismo ministerio. En efecto,
Judas había tenido la misma diaconía y el mismo ministerio que los otros once
(cfr. Hch 1, 17.20.24-26). Esto tiene su raíz en el hecho de que Jesucristo
vino a servir y no a ser servido, quiso vivir entre sus discípulos como un
siervo, se hizo siervo al lavar los pies a los apóstoles (cfr. Mt 20, 28; Lc
22, 27; Jn 13, 3-16). Pedro afirma ante el pueblo que el Dios de los Padres ha
glorificado a su siervo Jesús, que fue entregado y renegado ante Pilato (cfr.
Hch 3, 14). La misión de Jesucristo es considerada asimismo como una diaconía
(cfr. Rm 15, 8), pero Jesús se convierte enseguida en la persona a quien sus
enviados deben servir (cfr. 2 Co 11, 23). Seguir y servir a Jesucristo es la
tarea de todo apóstol que quiera complacer a Dios (cfr. Rm 1, 1; Flp 1, 1; Ga
1, 10), una tarea que se ejercita a través del servicio, de la asistencia a los
necesitados, a través de la participación manifestada en las colectas o en
dones varios (cfr. Rm 15, 31; 2 Co 8, 3-4).
En el
interior de este marco general encontramos ya en el N.T. personas que reciben
el nombre de diáconos, y posiblemente sean consideradas incluso como ministros
eclesiásticos (cfr. Flp 1, 1: 1 Tm 3, 8-10). Estos, por formar parte del pueblo
de Dios, son llamados por su oficio, distinto de los otros 42.
Según
Hipólito de Roma, el diácono recibe la imposición de las manos de su propio
obispo y es ordenado, no para el sacerdocio, sino al servicio del obispo, con
la tarea de seguir sus órdenes 43.
Es
ordenado para llevar a cabo todo lo que el obispo le mande, que no está
limitado ni sólo al servicio de la caridad ni sólo a la ayuda del ministerio
episcopal.
Los
documentos posteriores, prosiguiendo en la línea de Hipólito, presentan al
diácono como el corazón y el alma del obispo, como su mensajero y profeta. El
concilio Vaticano II afirma que los diáconos, colaboradores del obispo, no son
sacerdotes, sino ministros, y participan de la misión y de la gracia del
supremo ministerio (cfr. LG 20.29.41). No existe ninguna afirmación explícita
sobre la sacramentalidad del diaconado, aunque sí se indica que están
sostenidos por una gracia sacramental y que constituyen el grado inferior de la
jerarquía (cfr. LG 29). El Concilio evita toda referencia directa y exclusiva
al ministerio del obispo y se detiene en precisar que los diáconos «confortados
con la gracia sacramental en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al
Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad»
(LG 29). El ministerio diaconal, que ya no es referido directamente a lo que
mande el obispo, está vinculado al servicio de la Iglesia.
Pablo
VI ha procedido, tras el concilio Vaticano II, a clarificar la naturaleza
propia de este grado del sacramento del orden, en cuanto no es considerado ya
como un puro y simple acceso al sacerdocio. Quien es ordenado diácono recibe la
marca de un carácter indeleble y de una gracia particular propia, siendo
enriquecido de este modo para poder dedicarse de manera estable a los misterios
de Cristo y de la Iglesia 44.
Por ser
el diaconado un grado del sacramento del orden, estable y permanente, unido al
episcopado y al presbiterado, y que no puede estar sujeto a las variaciones
temporales o locales, debe tener una razón de ser propia y específica.
Ciertamente, puede haber razones relativas a su existencia ligadas a las
dificultades a las que han de hacer frente los sacerdotes en el cumplimiento de
su ministerio: no consiguen llevar a cabo todo lo que se requiere de ellos,
como, por ejemplo, la cura de almas de las comunidades alejadas. Se puede
señalar también la importancia de que una verdadera diaconía sea enriquecida
por el carácter y por la gracia sacramentales con la imposición de las manos y,
así, esté más unida a los sacerdotes (cfr. AG 16). Pero estas motivaciones no
son resolutivas, en la medida en que sugieren una simple utilidad o necesidad
moral. ¿Cuál puede ser, entonces, la causa propia y específica del diaconado?
Evidentemente y sobre todo, la conciencia de que la institución del diaconado
corresponde a la realización plena de la voluntad de Jesucristo sobre el
sacramento del orden. Los apóstoles y sus sucesores no podían establecer el
grado sacramental del diaconado sin tener una conciencia clara al respecto,
surgida y corroborada por obra y con la efusión del Espíritu Santo. Pero ¿en
qué términos han expresado esa conciencia y qué elementos presentan como
esenciales para la naturaleza del diaconado la Sagrada Escritura, la tradición
y el magisterio? Quizás sólo sea posible indicar una respuesta precisando lo
que sigue. Así como los presbíteros están llamados por los obispos para ejercer
el sacerdocio de Cristo en dependencia de ellos, como cooperadores en este
aspecto particular, los diáconos son ordenados para el ministerio, es decir,
para colaborar de modo particular en la obediencia al ministerio episcopal, que
posee muchos aspectos: el litúrgico, el caritativo, el educativo... El diácono,
aunque no puede hacer aquello a lo que está llamado el sacerdote, se distingue
del laico en cuanto ha sido ordenado y posee un poder ministerial específico.
Realiza el servicio, el ministerio, en la Iglesia como un hecho objetivo y estable,
que da testimonio de manera concreta del siervo Jesucristo. Así como es
necesario un sacerdocio visible y tangible que haga presente la autodonación de
Cristo en la cruz, también es necesario un ministerio visible y permanente que
haga presente y detectable el servicio a Jesucristo en los miembros del cuerpo
de Cristo.
________________________
1. J.
Ratzinger, La Chiesa. Una commnitá sempre in cammino, Cinisello
Balsamo, 1991. p. 82 (edición española: La Iglesia, San Pablo,
1994).
2. B.
Maggioni, Teologia del ministerio e ricerca neotestamentaria, en: AA.VV., II
prete. Mentirá del ministro e oggetivitá della fede, Milano, 1990, p.
163. Véase también del mismo autor La vira delle prime comunitá
cristiane, Roma, 1983.
3. Cfr.
sobre todo R. Schnackenburg. L'episcopo e
la funzione di pastore. At 20, 28, en La Chiesa nel Nuovo
Testamento,Milano, 1973. pp. 79-96.
4.
Cfr. H.U. von Balthasar, Seque/a e ministero, en: Sponsa
Verbi, Brescia, 1969, pp. 73-137 (edición española: Ensayos
teológicos. 11. Sponsa Verbi, Guadarrama, Madrid, 1964).
5. R.
Schnackenburg, o.c., p. 95.
6. Ibid., pp. 94-95.
7.
Sobre este tema, cfr. en particular H. Schlier, La
gerarchia della Chiesa secondo le lettere pastorali, en: Il
ternpo della Chiesa, Bologna, 1965. pp. 206-235.
8. H.
Schlier, o.c., pp. 233-234. También las comunidades joánicas reconocen
el ministerio, aunque ponen en primer lugar al Espíritu y buscan apoyo en su
fuerza. Basta con recordar el puesto reservado en el Evangelio de Juan a Pedro,
la importancia que se otorga a los apóstoles y el encargo de la misión, de la
remisión de los pecados a ellos confiada... Se recuerda asimismo la figura del
presbítero en 2 Jn y 3 Jn. Cfr. B. Maggioni, Alcune
comuuitá cristiane del Nuovo Testamento, en: «La Scuola Cattolica» 113
(1985), pp. 404-431.
9. Cfr.
lo que, de una manera sintética, pero eficaz, escribe A.G. Hamman, Il
sacerdote nel secando secolo, en: «Communio» (ed. it.) 59 (1981), pp.
15-24. Para una exposición amplia que recoge muchos textos. cfr. A. Michel, Ordre.
Ordination, en: DThC, XI.2, Paris, 1932, cols. 1193-1405. Véase
también L. Ott, Das Weihesakrament, Freiburg. 1969.
10.
Sobre el sacerdocio de Jesucristo debe tenerse presente, sobre todo, la obra
fundamental de A. Vanhoye. Sacerdotes antiguos, sacerdote
nuevo según el NT. Sígueme (1992). Véase también J.
Lecuyer, ll sacerdozio di Cristo e della Chiesa. Esegesi e
tradizione, Bologna, 1964; C. Marmion, Cristo
ideale del sacerdote, Milano, 19594.
11.
Remitimos a la exposición sobre los sacramentos del bautismo y de la
confirmación, y a A. Vanhoye, o.c., pp. 188-237.
12.
A. Vanhoye, o.c., pp. 241-242.
13.
Para la «cualidad» sacerdotal del ministerio cristiano, además de la obra ya
citada de A. Vanhoye, cfr. J.-M. Tillard, La «qualité
sacerdotale» du ntinistére chrétieu, en: NRT 5 (1973), pp. 481-514; J:
G. Pagé, Qui est 1'Église, Le peuple de Dieu, III,
Montreal, 1979, pp. 288-295. Pagé afirma justamente: «Es
cierto que se constata en el N.T. la ausencia de una designación sacerdotal del
ministerio cristiano, pero los Padres han explicitado, por así decirlo, el
contenido y el sentido principal y estructurador de que habla el N.T. Y lo
hicieron a la luz de un principio escriturístico: el cumplimiento y la unidad
del designio divino. Eso nos conduce al problema de las relaciones entre la
Sagrada Escritura y la tradición: la "sacerdotalización" de los
ministerios se nos presenta, en efecto, como un caso típico de la creatividad
de la comunidad, que va más allá de la letra de la Escritura, sin traicionar,
no obstante, el Espíritu de Cristo» a.c., p. 294.
14.
Véase la bibliografía citada en la nota 9.
15.
Cfr. A.-G. Hamman, a.c., pp. 19-20.
16. San
Ignacio de Antioquía, A los tralianos, III, 1-2; cfr.
también II, 1-3.
17.
Para la doctrina de los Reformadores, véase el capítulo primero de la primera
parte. Con respecto al diálogo ecuménico actual, véase: Grupo mixto de
trabajo entre la Iglesia Católica y el Consejo ecuménico de las Iglesias, Terzo
rapporto ufficiale, appendice 111(1971); Comisión mixta de
teólogos católicos y ortodoxos, Rilessioni sui ministeri, Chambesy,
15 Diciembre 1977; Comisión conjunta Católica romana, Evangélica,
Luterana. II rninistero pastorale pella
Chiesa, Lantana, Florida, 13 Marzo 1981; Comisión Fe y
Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Battesi,no,
Eucaristia, Ministero, Lima, 1982. Cfr. Enchiridion
Oecumenicwn, vol. I, Bologna. 1986. pp. 395ss.,
702ss., 1043ss.. 1391ss.
18.
Cfr. J. Ratzinger, 11 sacramento dell 'ordine come
espressione sacramentale del principio di tradizione, en: Elenzenti
du teologia fondamentale. Saggi sulla fede e sul ministero, Brescia,
1986, pp. 147-160.
19.
Sobre la enseñanza conciliar en tomo al ministerio, el sacerdocio y el
sacramento del orden, cfr. G. Ghirlanda, «Hierarchica
Connnunio». Significato della formula nella Lumen Gentium, Roma,
1980; Idem, Episcopato e presbiterato pella
Lumen Gentium, en: «Communio» (ed. italiana), 59 (1981), pp.
53-70; P.J. Cordes, brniati a servire. «Presbyterorum
Ordinis». Storia, esegesi, semi, sistematica, Casale Monferrato, 1990.
20. Exhortación
apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, del 25-3-1992,
n. 15.
21. G.
Ghirlanda, a.c., pp. 67-68.
22.
Cfr. PJ. Cordes, a.c., pp. 233-243. Esto sigue siendo válido,
desde luego, aun cuando el decreto PO, sometido a un atento análisis,
manifieste límites en las expresiones y en la visión de conjunto, como ha
mostrado passini el estudio de PJ. Cordes que
acabamos de citar.
23. !bid.,
pp. 214-219.
24. Comisión
Teológica Internacional, 11 sacerdocio ministeriale. Ricerca
storica e rii lessione teologica, Bologna, 1972, p. 90 (edición
española en: CTI, Documentos 1970-1979, CETE, 1983).
25.
Sobre el significado de repraesentare a Jesucristo por parte
del ministro en el decreto PO, véase las justas observaciones de P. J.
Cordes, o.c., pp. 183-194.
26. San
Agustín, hl lo. Ev. 5, 7.
27. Comisión
Teológica Internacional, 11 sacerdocio niinisteriale..., p.
148.
28. G. Biffi, lo
credo, Milano, 1980. p. 149. Recientemente se han realizado intentos
de concebir el ministerio de una manera distinta a cuanto llevamos dicho.
K. Rahner, Saggi sui sacramenti e
sulla'escatologia, Roma, 1965, pp. 265-305. presenta el elemento
profético, el anuncio de la palabra eficaz como el principio específico de las
funciones del ministerio sacerdotal. El ministro, el sacerdote, se vuelve el
hombre de la palabra, de la evangelización. Otro autor acentúa el principio
unificador sobre la función pastoral o de gobierno, éste es el caso, por
ejemplo, de W. Kasper, Nuovi accenti Mella concezione
dogmatica del ministerio sacerdotale, en: «Concilium» 3 (1969). pp.
39-53.
29. S.
Th., III, 22, 1. A pesar de algunas críticas también recientes (cfr. R.
Salaüm-É. Marcus, Che cos 'é un prete, Roma. 1966). la
noción de mediador y sacerdote es esencial en la tradición cristiana.
30.
Cfr. J. Ratzinger. Elementi di teologia..., o.c., pp. 181-201.
31. J.
Lecuyer, Ji sacerdozio di Cristo e della Chiesa. Esegesi e
tradizione. Bologna. 1964, pp. 257-312 (edición española: El
sacerdocio en el Misterio de Cristo, 1960), examina a fondo la
cuestión de la institución del sacerdocio de los apóstoles y la hace consistir
en tres momentos sucesivos: última cena. don del Espíritu en la noche de la
pascua (cfr. Jn 20. 20ss.) y Pentecostés. Estos tres elementos no están bien
descritos ni bien relacionados entre sí en los documentos conciliares.
32.
Cfr. Juan Pablo II, Mulieres Dignitatein,
26-27; Congregación para la doctrina de la fe, Leer insigniores, en:
AAS 69 (1977), pp. 98-116.
33.
Cfr. S. Th., Supl. 39, 1.
34.
Cfr. J. Galot, Le caractére sacerdotal selon le
concile de Trence, en: NRT 93 (1971), pp. 923-946.
35.
Cfr. J. Lecuyer, Le sacrenient de l'ordination. Recherche
historique et théologique, París, 1983; J.-M. Garrigues, M: J.
Le Guillou, A. Riou, Le caractére sacerdotal dans la tradition des
Péres Grecs, en: NRT 93 (1971), pp. 801-820.
36.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1554.
37.
Cfr. el pasaje fundamental de Ireneo de Lyon, Contra las
herejías III, 2, 2-4, 2.
38. Hipólito de
Roma, Tradición
apostólica 3.
39. La
última parte es una cita de san Agustín, La ciudad de Dios 10, 6. Las
afirmaciones del decreto PO que hemos citado son fundamentales asimismo para
comprender de manera justa y adecuada la importancia atribuida al servicio de
la palabra en el mismo decreto. Cfr. P.J. Cordes, Inviati a
servire..., pp. 138ss. y 146ss.
40. Hipólito
de Roma. Tradición apostólica 7.
41. H.U.
von Balthasar, Esistenza sacerdotale, en: Sponsa
Verbi, Brescia, 1969, p. 384 (edición española en Guadarrama, Madrid,
1964).
42.
Dejamos de lado Hch 6, 1-7, dada la conocida discusión en torno a si los siete
deben ser considerados o no como diáconos. Existe una tradición antigua que
responde de manera afirmativa a partir de san Ireneo de Lyon, Contra
las herejías. 1, 26, 3, acogida en textos litúrgicos. Con todo,
debemos seña-lar que el concilio Vaticano II no cita nunca Hch 6, 1-7 cuando
habla de los diáconos.
43. Hipólito
de Roma, Tradición apostólica 8.
44. Pablo
VI, Carta apostólica Sacrum Diaconatos Ordineun, del
18-6-1967, introducción. Con respecto al significado teológico del diaconado y
a las cuestiones conexas con él, cfr. J.-G. Pagé, o.c., pp.
381-406.
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