Teología Dogmática

miércoles, 8 de noviembre de 2017

EL SACRAMENTO DEL ORDEN - LOS MINISTROS DE JESUCRISTO


   VIII
EL SACRAMENTO DEL ORDEN
LOS MINISTROS DE JESUCRISTO









1. La misión de Jesucristo y de sus ministros


La misión de Jesucristo y de los apóstoles
Jesús presenta la pretensión de ser el enviado del Padre y de obrar con la autoridad misma de éste. Es el Hijo que ha recibido del Padre todo poder en el cielo y en la tierra (cfr. Mt 11, 27; 28, 18). Dispone de un mandato divino por el que enseña con autoridad, cura a los hombres de las enfermedades y perdona los pecados. Su misma doctrina es de Aquel que lo ha enviado y da testimonio de lo que ha visto (cfr. Jn 7, 16; 3, 11). El y el Padre constituyen una sola y misma realidad; su propio Yo no le pertenece y por sí mismo no puede hacer nada (cfr. Jn 17, 10.21; 19-20.30); realiza en todo la voluntad de Aquel que le ha enviado.
Como el Hijo ha sido enviado por el Padre, así envía Él, del mismo modo y a su vez, a los doce, tras haber llamado a los que quiso, para que «estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15). Hay, por tanto, al principio una iniciativa divina que precede, una llamada que puede ser seguida o no; a continuación, una vida de comunión con Jesús, una pertenencia del discípulo al maestro, una vida compartida. Y, por último, una misión que hará visible la presencia invisible del Señor, puesto que conserva la memoria de su doctrina y de sus acciones salvíficas. Con este procedimiento son enviados los doce a proseguir la misión divina, la realizada por Jesucristo en la tierra (cfr. Jn 20, 21; Mt 10, 40): Jesús los asocia a la misión recibida del Padre, tanto en la forma como en el contenido. De este modo, serán también los testigos de la resurrección y, dado que Cristo permanecerá con ellos hasta el fin del mundo, tendrán una misión continua y permanente, «puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir en todo tiempo es el principio de la vida para la Iglesia. Por lo cual los Apóstoles en esta sociedad jerárquicamente organizada tuvieron cuidado de establecer sucesores» (LG 20).
Jesús establece un paralelismo sorprendente e innegable entre su misión y la que da a los apóstoles: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10, 40; cfr. Jn 13, 20). Lo que hacen no proviene de sus fuerzas o decisiones, sino que tiene un valor sobrenatural, porque está realizado por mandato divino. Como el Hijo no puede hacer nada por sí mismo y lo recibe todo del Padre, tampoco los suyos, los enviados, pueden realizar nada sin El (cfr. Jn 15, 5), puesto que la misión apostólica no puede estar basada, también y sobre todo, más que en una relación de pertenencia y de obediencia a Jesucristo. De este modo, los apóstoles son los primeros llamados que están implicados y participan de la misión de Cristo.
Desarrollar este servicio en comunión y sobre la base del mandato divino constituye una modalidad salvífica, que ha sido descrita por J. Ratzinger del modo siguiente: «Este servicio en el que somos entregados al otro por completo, este dar que no procede de nosotros, recibe el nombre de sacramento en el lenguaje de la Iglesia... Sacramento quiere decir: doy lo que yo mismo no puedo dar; hago algo que no depende de mí; estoy en una misión y me he convertido en portador de lo que otro me ha transmitido. Por ese nadie puede llamarse sacerdote por sí mismo, del mismo modo que ninguna comunidad puede llamar a alguien por su propia iniciativa para esta tarea» 1.
Así pues, Jesús transmitió su misión a los apóstoles, confiándoles su propio mandato y asociándolos a su poder. Por tanto, la persona misma y la voluntad de Cristo constituyen el origen del ministerio de la Iglesia, como afirma también el concilio Vaticano II: «En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación» (LG 18).


La conciencia apostólica
Tras este fundamento cristológico, es preciso tomar nota de cómo se presenta la época apostólica. ¿Qué conciencia tuvieron los apóstoles de su misión y qué tipo de acciones desarrollaron? ¿Qué es lo que se derivó de la obra de Jesucristo y de la venida del Espíritu Santo? En este punto resulta fundamental lo que afirma B. Maggioni: «A pesar de las muchas incertidumbres que subsisten, podemos afirmar de inmediato que, en cualquier caso, quedan firmes dos datos preliminares... El primero es que no aparece que ninguna comunidad neotestamentaria haya estado privada por completo de todo tipo de ministerio. Esto vale asimismo para las comunidades joánicas. El segundo es que el panorama resulta variado en las formas, y fragmentario y discontinuo en su desarrollo» 2.
Señala aún que el ministerio, en su aparición y en su ejercicio, presenta siempre dos aspectos. Uno vertical, que consiste en el hecho de que los ministros son suscitados siempre por el Espíritu que actúa en la comunidad. El otro horizontal, por el que todos los ministros están unidos a la voluntad de Cristo y constituyen una modalidad de la misma que prosigue su obra salvífica. De todo esto se desprende, de manera clara, que la finalidad principal de la acción ministerial es la permanencia viva del acontecimiento de Jesucristo, por el cual aquel que es enviado obra de manera objetiva y auténtica en nombre de la persona del que lo envía y la hace presente.
San Pablo, que está presente de modo personal en sus comunidades con la autoridad de Cristo por medio de cartas y de enviados, es un testigo privilegiado de lo que decimos. El apóstol desea ser acogido cual ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios, por estar dotado de la autoridad requerida para desarrollar esas tareas (cfr. 1 Co 4, 1.21; 5, 3-5). Con Pablo actúan algunos ministros que se remiten a su autoridad (cfr. 1 Co 16, 10-12). La confianza que posee ante Dios se apoya en el hecho de que «nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida» (2 Co 3, 5-6). San Pablo se remite a los ministros de la antigua alianza y, por eso, se pone en continuidad con ellos, mas él es ministro de la nueva alianza de Cristo, que nos ha entregado el Espíritu dador de vida. Es el suyo un ministerio de vida y de santidad, que conduce a la gloria de Dios (cfr. 2 Co 3, 3-11). Por consiguiente, Pablo es ministro de Dios y obra con mucha firmeza, con el poder de Dios, sin escandalizar a nadie, para que no sea vituperado su ministerio (cfr. 2 Co 6, 3-7). Pablo da muestras de poseer una autoridad procedente de Cristo respecto a la comunidad.
Además de esto, Dios, que ha reconciliado consigo el mundo mediante Cristo, ha confiado al apóstol Pablo el ministerio de la reconciliación, fundando y confiándole la palabra de la reconciliación. De este modo, posee la función de enviado de Cristo y Dios exhorta y actúa a través de él. Es más, Dios trató como pecador a Aquel que no conocía el pecado en favor nuestro, de modo que Pablo ahora puede colaborar, puede exhortar y actuar, a fin de que los cristianos de Corinto no reciban en vano la gracia de Dios (cfr. 2 Co 5, 18-6, 1).


Tras el testimonio de san Pablo, del que se desprende que su apostolado es un ministerio específico y no simplemente una indicación de la vida cristiana, debemos preguntarnos si el ministerio apostólico tiene una sucesión, una prolongación y una continuidad, o bien su tarea es única y exclusiva, de suerte que acabaría con la era apostólica. En términos generales, puede decirse que la misión divina confiada por Cristo a los apóstoles durará hasta el final de los siglos (cfr. Mt 28, 20; LG 18.20), puesto que su servicio es principio de vida y de verdad, en todo tiempo y lugar, para toda la Iglesia. Por esos motivos los apóstoles se ocuparon de procurarse unos sucesores, aun cuando no pudieran comunicarles algunas características propias, como, por ejemplo, la de ser testigos directos de la muerte y resurrección del Jesucristo y la de haber recibido personalmente de El la misión de predicar el Evangelio y la potestad sagrada. Los apóstoles, una vez recibieron la luz y la fuerza del Espíritu Santo la noche de Pascua y el día de Pentecostés (cfr. Jn 20, 22; Hch 2, 1-4), confirieron a algunos discípulos, mediante la imposición de las manos, un ministerio de misión y responsabilidad en las comunidades cristianas en vistas al culto, a la unidad y a la auténtica doctrina. Ahora es necesario aclarar el significado de estos hechos con todas sus implicaciones.
En primer lugar, encontramos un pasaje en el que el grupo de los presbíteros, presente en las comunidades apostólicas y postapostólicas siguiendo las huellas de la tradición judía, es llamado a desarrollar la actividad de obispos de la grey: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que El se adquirió con la sangre de su Hijo» (Hch 20, 28) 3.
En este pasaje destaca de inmediato la obra del Espíritu Santo, que, en este caso, dispensa unos dones particulares: es El quien confía el ministerio de pastor, quien llama e introduce a los presbíteros en la responsabilidad de una acción de vigilancia y de gobierno, que es lo que significa la palabra episcopos. La tarea recibida por los presbíteros consiste en la participación en la actividad de pastor de Cristo. El testimonio del cuidado dispensado al rebaño por el Pastor supremo (cfr. 1 P 5, 4), a quien pertenecen realmente las ovejas, debe comunicar un celo ardiente a los responsables de la comunidad, que no se confunden nunca con el rebaño o no vuelven a identificarse con él. Jesucristo había confiado ya a Pedro la tarea de defender al rebaño y proseguir su obra de pastor (cfr. Jn 21, 15-19), llamándolo a un seguimiento inseparable del ministerio 4.
Pero a esa tarea no permanecen, ciertamente, extraños los otros apóstoles, que deben desarrollar una labor misionera y conducir a los hombres al redil de Cristo.
Es verdaderamente significativo el hecho de que en Hch 20, 28 hable san Pablo simplemente de Iglesia de Cristo en su globalidad y unidad. En consecuencia, a los presbíteros de Éfeso les ha sido confiado un ministerio que no es otra cosa que la participación en la guía de la única Iglesia, que Dios se adquirió con la sangre de su Hijo. Con respecto a ella, realizan el mismo servicio o diaconía de Pablo, aquel servicio que le fue confiado por el Señor Jesús de dar testimonio del mensaje de la gracia de Dios (cfr. Hch 20, 24). Deben vigilar y defender el rebaño, para que no sea dispersado por lobos rapaces y no se introduzcan doctrinas perversas (cfr. Hch 20, 29-31). Así pues, se puede afirmar de manera sintética: «Con la muerte de los primeros testigos y de los primeros misioneros de Cristo, con la desaparición progresiva de la guía extraordinaria del Espíritu Santo propia del período inicial, aparece en primer plano la obra de estos hombres, elegidos por el Espíritu y nombrados por vía jerárquica, que guían al rebaño de Cristo en su nombre» 5.
La misma visión teológica encontramos en 1 P 5, 1-5, como ha mostrado R. Schnackenburg 6.
Los presbíteros deben «apacentar el rebaño de Dios que les ha sido confiado», haciéndose modelos del rebaño, a la medida del pastor supremo, Jesucristo, que les dará la corona de la gloria. Así los presbíteros se convierten en pastores y deben desarrollar esa función. Pero además de esta entrega del rebaño a los presbíteros, que se vuelven así pastores, Pedro, «apóstol de Jesucristo» (1 P 1, 1), se declara «copresbítero», presbítero como ellos (cfr. 1 P 5, 1). Lo que constituye al apóstol es transferido así al presbiterado; el primero es análogo al segundo. Por último, el texto muestra una sucesión apostólica en acto: a Pedro, guía del rebaño, le suceden los presbíteros.
Como Cristo es «pastor y obispo de vuestras almas» (1 P 2, 25), así los pastores y obispos, con la fuerza del Espíritu Santo, participan en ese ministerio y desarrollan en la Iglesia la obra sagrada de apacentar la Iglesia de Dios.
Las cartas pastorales ofrecen una visión rica y articulada sobre el ministerio a través de las figuras de Pablo, de los discípulos Timoteo y Tito, a través de los grupos de presbíteros, de los obispos y de los diáconos 7. Pablo es el apóstol y maestro del evangelio (cfr. 1 Tm 2, 7; 2 Tm 1, 11), que da disposiciones en torno al servicio divino (cfr. 1 Tm 2, 1; 4, 13). Es la autoridad decisiva en las cuestiones de fe, de costumbres y de jerarquía (cfr. 1 Tm 2, 8-15). Prescribe que sean sometidos a prueba e indica las condiciones necesarias que debe reunir el que aspire a ser obispo o diácono, y ejerce la potestad de dar disposiciones sobre la penitencia (cfr. l Tm 3,1-10;1, 20).
San Pablo posee, en particular, la autoridad de enviar, de hacer que el poder y el servicio apostólicos permanezcan intactos y vivos en la comunidad. Así, el discípulo Timoteo es habilitado de manera total y permanente para esa misión. Para realizarla, recibe una gracia personal, que el vínculo con Pablo y la imposición de las manos hacen pública y objetivamente reconocible (cfr. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6). De este modo da comienzo el servicio de los discípulos de Pablo, que continúan la misión del apóstol. Tienen éstos autoridad para enseñar (cfr. Tt 2, 15), poder disciplinar sobre los presbíteros, potestad para instituir presbíteros en cada ciudad, pueden imponer las manos para conferir el carisma destinado a cumplir una determinada función en la Iglesia (cfr. 1 Tm 5, 19-22; Tt 1, 5). Reciben una tarea variada y extensa que tiene que ver con el culto, con la vida de fe y con la conducta de la comunidad, con la elección de los ministros. Y, sobre todo, la relación viva y obediente con el apóstol y la gracia recibida con la imposición de las manos hacen auténtico y objetivamente indiscutible el ejercicio de sus tareas. La fuerza viene del don permanente del Espíritu conferido con la imposición de las manos. Pero el don recibido no los une sólo al Espíritu, sino también a Cristo encarnado, crucificado y resucitado: el gran misterio de la piedad que el discípulo debe profesar y enseñar (cfr. 1 Tm 3, 14-16).
Como afirma, de manera sintética, H. Schlier, el ordenamiento de la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad (cfr. 1 Tm 3, 15), se funda, en primer lugar, en el oficio, en el poder espiritual de las personas encargadas, provistas de una gracia particular y llamadas a un determinado servicio de enseñanza y de gobierno8.
Estas personas son enviadas mediante la imposición de las manos. En segundo lugar, el oficio, que tiene su origen en la llamada y en la institución del apóstol por parte de Jesucristo para servicio del evangelio, se transmite y se desarrolla gracias a la comunicación del carisma del apóstol al discípulo, y de éste a los presbíteros, a los obispos locales. De este modo, del oficio se pasa a la sucesión, que lo transmite en determinados modos y grados.
Se puede afirmar aún, en pocas palabras, que a partir de la misión del Hijo de Dios y de la sucesión apostólica hay en la Iglesia ministros enviados a prestar un servicio, en primer lugar a Cristo, único Señor, con el objetivo de dar a los hombres su salvación.

De lo que hemos dicho y de los testimonios patrísticos en particular de san Clemente Romano, de san Ireneo de Lyon, de san Ignacio de Antioquía y de Tertuliano (que se encuentran sintetizados en LG 20), se desprende que los sucesores «junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad» (LG 20). Ahora tenemos que exponer cómo proclama la carta a los Hebreos que en la persona de Cristo Jesús ha encontrado su cumplimiento y compleción el antiguo sacerdocio: Jesucristo es el sumo sacerdote que se ha ofrecido a sí mismo por nosotros como sacrificio al Padre. Él, el Señor, el Enviado, el ministro del Padre, pastor y obispo de nuestras almas (cfr. 1 P 2, 25), es el sumo sacerdote para siempre. Y esta fe no supone un retorno injustificado y deplorable a los elementos ritualistas del A.T., sino que expresa de una manera clara y profunda el significado de la encarnación del Hijo y el don de la vida divina al hombre. Veremos aún cómo habiendo atribuido ya en N.T. a los bautizados y confirmados la dignidad sacerdotal, de lo que hemos hablado ya en la parte correspondiente a estos sacramentos, el sacerdocio es atribuido de una forma esencialmente distinta a aquellos que reciben el sacramento del orden; por tanto, consideraremos la existencia y la naturaleza del sacerdocio ministerial.


El único sacerdocio de Cristo
El sacerdocio de Jesucristo consiste en el don y en el reconocimiento del Padre, que, en cuanto el Verbo se hizo carne, le confirió la gloria de sumo sacerdote con una infinita complacencia y lo reconoció como sacerdote, mediador entre el cielo y la tierra. Jesús no se atribuyó a sí mismo este honor, sino que a través de la obediencia «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Hb 5, 9-10) 10.
La prerrogativa única y singular de su sacerdocio consiste en ser conjuntamente sacerdote, altar y víctima. Ofreció oraciones y súplicas, o sea, se ofreció a sí mismo al Padre, que lo liberó de la muerte y lo escuchó por su piedad. Es el homenaje perfecto, que glorifica a Dios, vuelve al Señor propicio a los hombres y les obtiene las gracias necesarias para la vida eterna. La finalidad de la vida de Jesús es su amor filial por el que se ofrece al Padre para expiar los pecados del pueblo, para llegar a ser un sumo sacerdote misericordioso y digno de fe, coronado de gloria en virtud de la muerte que sufrió. Jesús, a través de la pasión se perfeccionó, convirtiéndose en cabeza y guía, y llevó a muchos hijos a la gloria cfr. Hb 2, 9-10). Su sacerdocio no se basa en una pertenencia genealógica, separándose así, de una manera radical, de los sacerdotes antiguos y manifestando su superioridad.
Dos son las características que es oportuno recordar. En primer lugar, su sacerdocio es eterno: «Pero éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7, 24-25). Es un sacerdote elevado por encima de los cielos, es el sacerdote celeste. El sacrificio de la cruz seguirá siendo eternamente la oblación única. Cristo ejerce en el cielo el oficio de mediador e intercesor: resucitado y vivo, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros (cfr. Rm 8, 34), de este modo nos hace entrar tras él en el cielo.
En segundo lugar, el sacerdocio de Cristo se caracteriza por la unión de la naturaleza y la vida humanas con la vida divina. Esa unión es tan poderosa que supera la muerte y se manifiesta de manera gloriosa en la resurrección. De este modo, Jesucristo se revela como un sacerdote vivo que puede salvar al hombre en todo momento. En su estado de gloria y de vida sin límites, nos obtiene su Espíritu «que guía a la Iglesia hacia la verdad completa..., la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diferentes dones jerárquicos y carismáticos» (LG 4) e introduce al hombre en una esperanza mejor.
Hay además en el sacerdocio de Cristo dos aspectos singulares y fundamentales. El primero es el culto rendido a Dios por medio de la ofrenda del cuerpo, hecha de una vez para siempre. De este modo, se convierte en el único sacerdote en el sentido pleno del término. Ésa es la novedad de la vida cristiana recibida a través del sacrificio de Cristo y también por obra de sus ministros. El segundo aspecto consiste en el hecho de que «ha obtenido él un ministerio tanto mejor cuanto es Mediador de una mejor Alianza, como fundada en promesas mejores» (Hb 8, 6). Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres, que reconcilia y da la gracia divina. Tras haber entregado su vida por las ovejas y ser el único mediador, Dios «ha hecho volver de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, el gran Pastor de la ovejas en virtud de la sangre de una Alianza eterna...» (Hb 13, 20).
La afirmación del sentido sacrificial de la muerte de Jesús y de su sacerdocio se ha ido imponiendo cada vez más en la Iglesia, porque se revela como necesaria para expresar un aspecto central del acontecimiento salvífico cristiano. Así, no existe más que un solo sacerdote y un único mediador. Para llegar a una verdadera y real unión con el Dios vivo, se pasa, de hecho, y no es posible dejar de hacerlo, de un modo o de otro, a través del sacrificio del sacerdote eterno, Jesucristo. Quien se adhiere a Él, participa de su obra sacrificial y salvífica, porque encuentra en Él una pertenencia inmediata a la Trinidad.
Hacia una comprensión de la dimensión sacerdotal del pueblo de Dios conducen 1 P 2, 10; 5, 1-4; Ap 1, 6; 4, 5; 20, 6. Pero de esto hemos hablado ya 11.


Los ministros, sucesores de los apóstoles, participan también, evidentemente, como todos los fieles, del sacerdocio bautismal. Pero ¿están llamados a una relación sacerdotal específica con Jesucristo? El ministerio apostólico y pastoral, del que ya hemos tratado, ¿es sacerdotal, es decir, desarrolla asimismo una tarea y una mediación objetivas, que permiten al ministro celebrar el culto divino como verdadero sacerdote de la nueva alianza? ¿Existe una ordenación sacerdotal particular? ¿Está justificada la calificación de sacerdocio ministerial?
Aunque el N.T. no da ni a los apóstoles ni a los ministros que les sucedieron el título sacerdotal de manera explícita, sí nos pone en el camino, desarrollado después de manera constante y homogénea por la Iglesia, que conduce a una afirmación sacerdotal del ministerio, mejor aún, de un sacerdocio ministerial.
Los apóstoles realizan ya diversas acciones sacerdotales: reciben la misión y el poder de bautizar (cfr. Mt 28, 19), de perdonar o remitir los pecados de manera válida incluso en el cielo (cfr. Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20, 20-23). Tienen la obligación y el derecho de celebrar la cena en memoria de Cristo, que es la nueva alianza en su sangre, anunciando y haciendo participar a los hombre en la muerte del Señor hasta que Él venga (cfr. 1 Co 11, 23-26; Le 24, 47). Los presbíteros de la Iglesia tienen la tarea de orar sobre los enfermos y ungirlos con el óleo en nombre del Señor (cfr. St 5, 14). Tienen poder, además, sobre los espíritus impuros y están invitados a ungir a los enfermos (cfr. Mc 6, 7.12). A san Pablo le ha sido conferida la gracia, de parte de Dios, «de ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 16).
Por lo que se refiere al aspecto sacerdotal de los ministros y de los ministerios es preciso no olvidar lo que observa H. Vanhoye: «La ausencia de título sacerdotal manifiesta a buen seguro que, en el origen, los ministerios cristianos no fueron comprendidos como una continuación del sacerdocio antiguo. El primer aspecto percibido fue el de la diferencia, y este aspecto nunca debe ser olvidado ni perdido de vista. Por otra parte, no carece de significado el hecho de que el interés consagrado más tarde a la realización del sacerdocio no tuvo como consecuencia inmediata la adopción de títulos sacerdotales para los ministerios, sino sobre todo el desarrollo de una cristología sacerdotal (Carta a los Hebreos) y el esbozo de una eclesiología sacerdotal (Primera carta de Pedro). Esto revela un cambio profundo en el modo de entender el culto y el sacerdocio. En vez de poner en primer lugar la expresión ritual, se prestó atención antes que nada a las realizaciones existenciales. El sacerdocio de Cristo no se realizó en una ceremonia, sino en un acontecimiento: la ofrenda de su misma vida. El sacerdocio de la Iglesia no consiste en la celebración de ceremonias, sino en la transformación de la existencia real, abriéndola a la acción del Espíritu Santo y a los impulsos de la caridad divina» 12.
El concepto de sacerdocio indicado hace un momento, como tarea y mediación objetivas que transforman la existencia real abriéndola a la acción del Espíritu Santo y a los impulsos de la caridad divina, se encuentra presente en los ministros del N.T., que son instrumentos vivos de Cristo mediador y Salvador. En efecto, son ellos quienes deben desarrollar ahora la acción mediadora y sacerdotal de Cristo. La Primera carta de Pedro (5, 1-4), cuando presenta la acción de los presbíteros de apacentar el rebaño de Dios como continuación de la misión del Pastor supremo, se sitúa en la línea de una comprensión sacerdotal de su tarea, por ser Cristo mediador y sacerdote eterno. En efecto, actúan prosiguiendo toda su obra salvífica. El hecho de que los apóstoles, por gracia de Dios, sean ministros de la nueva alianza (cfr. 1 Co 11, 25; 2 Co 3, 6; Ef 3, 7; Col 1, 23-25), de aquella alianza de la que Cristo es sacerdote y mediador con su muerte para la redención de las culpas (cfr. Hb 9, 15), significa que deben asumir aquellas tareas que los hace partícipes y obradores del sacerdocio de Cristo. El texto de 2 Co 3, 6 no puede dejar de inducir a considerar a los ministros de la nueva alianza como partícipes del sacerdocio y de la mediación de Cristo, tal como se desprende del ejercicio del ministerio de reconciliación, en el que hacen las veces de embajadores de Cristo (cfr. 2 Co 5, 18-20). Un aspecto sacerdotal del ministerio apostólico lo proporciona el ser enviados a predicar el evangelio, esto es, la cruz de Cristo, a anunciar a Cristo crucificado, poder y sabiduría de Dios. En efecto, El es para nosotros santificación y redención (cfr. 1 Co 1, 17.24.30).
Podemos concluir, pues, que el ministerio apostólico tiene la tarea específica de hacer presente y operante a Cristo mediador y sacerdote, a fin de que se ofrezca a los creyentes, como cumplimiento de la voluntad institutora de Cristo, su gracia y sus méritos, capaces de transformar la existencia humana de manera objetiva. El ministerio apostólico es, por tanto, específicamente sacerdotal, porque la mediación sacerdotal de Cristo está representada por medio de El. De este modo se actualiza y se manifiesta, de manera sensible, la mediación sacerdotal de Cristo entre Dios y los hombres 13.

3. El ministerio y el sacerdocio ministerial 

conferidos con la consagración y la misión
Todo lo que se encuentra apenas indicado en el N.T. ha tenido una lenta maduración a lo largo de los siglos, aunque no siempre de manera lineal, sino de manera titubeante y con dificultades. Al final del proceso se ha alcanzado una visión que ha precisado la complejidad de las diferentes formas surgidas de la sucesión apostólica. El desarrollo ha tenido lugar de manera progresiva siguiendo las ocasiones que se han presentado en distintos lugares 14.
Al comienzo, por ejemplo, encontramos una literatura judeocristiana, que parte de la organización tradicional judía. Testigos de ella son el Pastor de Hermas y la Didaché. Las comunidades en que prevalecen los creyentes procedentes del paganismo representan un momento diferente, y presentan una estructura basada en el obispo y en el diácono. Pero de las cartas de Ignacio de Antioquía emergen ya dos hechos determinantes: la jerarquía tripartita (obispo, presbítero y diácono) está bien consolidada y las funciones están claramente delimitadas 15. Estos ministros dan forma y consistencia a la comunidad y ejercen una autoridad sin la cual la Iglesia estaría informe y dispersa. Precisa san Ignacio: «Del mismo modo, que todos respeten a los diáconos como a Jesucristo, así como también al obispo que es la imagen del Padre, a los presbíteros como el sanedrín de Dios y como el colegio de los apóstoles. Sin ellos no hay Iglesia. Estoy seguro de que pensáis del mismo modo sobre estas cosas» 16.


La enseñanza del magisterio
Las ocasiones que han llevado al magisterio a intervenir y definir la doctrina del ministerio han sido originadas, sobre todo, por la negación de lo que ya había adquirido la tradición. Esto sucedió en particular con los Reformadores 17.
Según la concepción de éstos no se da un verdadero y propio estado sacerdotal en el que se entra con el sacramento del orden. Esto emana, como es natural, de la negación de la eucaristía como verdadero sacrificio transmitido por Cristo a la Iglesia. El aspecto en que más insisten los Reformadores, y de modo especial Lutero, es la negación de la conexión entre sacerdocio y sacrificio. Esta conexión es considerada como un error fatal y deletéreo, como una vuelta a la antigua situación en la que prevalecía la ley y no el espíritu. En consecuencia, niegan que el ministerio pueda ser sacerdotal y que se pueda dar el sacramento correspondiente. Así pues, el sacerdote es un predicador de la palabra y de la gracia divinas: ésa es su función específica, que puede abandonar asimismo, mostrando de este modo la igualdad de todos los fieles. Lutero considera que el vínculo que une el orden con el sacramento y hace al sacerdote ministro de un sacrificio, es uno de los puntos más negativos de la Iglesia católica. Del mismo modo juzga la doctrina de una Iglesia regida por una autoridad de gobierno instituida por Jesucristo y la enseñanza sobre la gracia conferida por los signos sacramentales. De aquí surge la tendencia a no hablar de sacerdocio, sino sólo de ministerio u oficio.
El concilio de Trento (cfr. DS 1763-1778), que ha tratado sólo algunos puntos, ha confirmado la doctrina católica según la cual existe un sacerdocio visible y externo, instituido por Jesucristo, que dio a los apóstoles y sus sucesores el poder de consagrar, de ofrecer su Cuerpo y su Sangre y el de perdonar o retener los pecados. Se accede a este poder sagrado y espiritual por medio del orden, que es un verdadero y propio sacramento querido por Cristo en la última cena. El sacerdocio posee un poder sacramental específico. En particular, el nuevo sacerdocio instituido por Cristo se hace depender, en los decretos tridentinos, del sacrificio visible de la eucaristía. Se recurre al mandato eucarístico («haced esto en memoria mía»), que corresponde al ministerio episcopal y presbiteral, para confirmar la doctrina del sacerdocio.
En el concilio Vaticano II encontramos una exposición más completa de esta doctrina (cfr. LG 18-29; PO 1-11), aunque prevalecen algunos temas en perjuicio de otros. Sobresalen, de manera particular, la sacramentalidad del episcopado, el ministerio episcopal como forma fundamental del sacramento del orden y su relación con la sucesión apostólica. De ahí deriva que el sacramento del orden es una participación y posee un estrecho vínculo de fe y de vida con toda la tradición eclesial. Por consiguiente, el sacramento de la imposición de las manos expresa, aquí y ahora, los elementos esenciales y auténticos de la Iglesia, que no admite interrupciones o rupturas 18.
Mas es preciso presentar, aunque sea de manera breve, algunos elementos de la visión conciliar que ofrezcan las líneas generales de la misma. En primer lugar, se indica dos elementos constitutivos del ministerio. Con el primero se afirma que Cristo Señor ha establecido en la Iglesia varios ministerios para el bien de todo el cuerpo eclesial. Con ellos son revestidos los ministros de potestad o poder sagrado, a fin de que los miembros del pueblo de Dios lleguen, libre y ordenadamente, a la salvación (cfr. LG 18). De este modo, la Iglesia es una sociedad ordenada jerárquicamente en la que los obispos, por ejemplo, rigen también las Iglesias particulares con la autoridad y la sagrada potestad, de la que se sirven para edificar el propio rebaño en la verdad y en la santidad, acordándose de que quien sea el más grande debe comportarse como el más pequeño (LG 20.27).
El segundo elemento del ministerio es expresado de este modo: «Este encargo (munus) que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, y en la Sagrada Escritura se llama muy significativamente "diakonía", o sea ministerio (ministerium)» (LG 24) 19. El obispo debe servir entregando su vida por las ovejas, ayudando a las que pecan por ignorancia o error, dispuesto siempre a anunciar el evangelio a todos y a exhortar a los fieles a la actividad misionera (cfr. LG 27).
Sin embargo, el sacramento no es participado por todos los que reciben el sacramento del orden del mismo modo: mientras que a los diáconos, por ejemplo, se les impone las manos no para el sacerdocio sino para el ministerio (cfr. LG 29), «los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y en el ejercicio de su potestad dependen de los Obispos, con todo están unidos con ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Hch 5, 1-10; 7, 24; 9, 11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino» (LG 28). Así, tenemos un ministerio sacerdotal propio y exclusivo de los presbíteros y de los obispos, y un ministerio no sacerdotal que sirve al pueblo de Dios a través de la liturgia, la predicación y la caridad, en comunión con el obispo y su presbiterio. Además de esto, enseña el Concilio que el único sacerdocio de Cristo es participado de varios modos y precisamente o bien en la forma ministerial o bien en la propia del pueblo de Dios. El sacerdocio común de los fieles y el ministerial o jerárquico difieren no sólo en grado, sino también de manera esencial (cfr. LG 10.62), aunque el Concilio no parece indicar con exactitud en qué consiste esa diferencia esencial. Se limita a decir: «el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo: los fieles, en cambio, en virtud del sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante» (LG 10). El ministerio que hace derivar el Concilio de la recepción del sacramento del orden (LG 21-22), no es propio del pueblo de Dios, que participa sólo del único sacerdocio de Cristo.
El concilio Vaticano II dirige la atención al sacramento del orden deteniéndose, sobre todo, en la sacramentalidad del episcopado y en la colegialidad. Éste es la plenitud, el sumo sacerdocio, el ápice del sagrado ministerio (cfr. LG 21). Los apóstoles fueron colmados del Espíritu Santo para desarrollar su munus, o sea, la misión apostólica. La misma plenitud de dones se da a los sucesores. Tanto los primeros como los segundos hicieron participar a su colaboradores, los presbíteros, desde el comienzo y a lo largo de la historia, de los dones espirituales recibidos. Los presbíteros, que no poseen la plenitud del sacerdocio y dependen de los obispos, son, no obstante, verdaderos sacerdotes de la nueva alianza, porque participan del único sacerdocio de Cristo en virtud del sacramento del orden. Al margen de esto, no se precisa, al parecer, la diferencia entre episcopado y presbiterado, ni si la diferencia esencial entre ambos debe ser situada en los actos cultuales o sacramentales o en otra parte. Tras el concilio Vaticano II se afirma lo siguiente respecto a los presbíteros: «Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre» 20.


El Concilio emplea aún algunos términos que son fundamentales para comprender lo que afirma sobre el sacramento del orden. En primer lugar, los munera, que indican el don del Espíritu con el que los obispos, los presbíteros y los diáconos son configurados con Cristo, de suerte que sean capaces desarrollar, con la gracia y el carácter sacramentales, las funciones que les están encomendadas. El ejercicio de tales funciones se desarrolla siempre en y para la Iglesia y, por consiguiente, ni siquiera en el caso de los obispos puede dejar de estar subordinado a la intervención de la autoridad jerárquica suprema, esto es, al romano pontífice. Esta última admite e integra, con la misión canónica, en la comunión jerárquica y hace miembros a todos los efectos del colegio episcopal (cfr. LG, nota explicativa previa, 2). Tras la noción de munera, es esencial la de poder o potestas, que podemos precisar de este modo: «Los munera sacramentales constituyen una realidad más amplia que la potestad, tanto sacramental o de orden, como jerárquica o de jurisdicción. La primera potestad es la capacidad de realizar actos estrictamente sacramentales; la segunda es la capacidad de realizar actos jurídicos. Con respecto a su fin ambas potestades tienen un origen diferente: la primera sacramental, la segunda jerárquico. Pero la fuente de ambas es siempre una, Cristo, el cual obra en la Iglesia tanto por medio de los sacramentos, como por medio del ministerio jerárquico» 21.
Viene, a continuación, el término oficio, que es la determinación jurídica del ámbito de ejercicio del munus, y que se establece a través del acto de la misión canónica. Mas, para comprender bien todos estos elementos, es preciso no olvidar que su unidad es esencial, so pena de que pierdan su eficacia, y está constituida por la relación con el ministerio.
Si queremos encontrar, en los documentos del Vaticano II, los conceptos claves que especifican el acontecimiento sacramental del orden, parece que podemos encontrarlos en los términos de consagración y misión (cfr. LG 28; PO 1.2.7)22.
Ambos indican la asunción y la introducción en el sacramento del orden y el ser enviado para cumplir, de manera activa, el mandato de comunicar la salvación. La LG (n. 28) afirma, en efecto: «Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10, 36), ha hecho participantes de su consagración y de su misión a los Obispos por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia». La consagración y la misión indican, por tanto, que el orden es una obra de Dios, que llama, hace suya y se apropia de toda la persona, sin limitaciones y con la disponibilidad permanente para el servicio y para comunicación de Jesucristo, vida para el hombre. El llamado es transferido a una condición y a un lugar que pertenece a Dios, y se vuelve capaz de representar a Jesucristo y, en cuanto tal, obra la salvación.
Los ordenados son consagrados y enviados, a fin de que, en todo momento de la historia humana, la acción salvífica de Dios en Cristo pueda llegar al hombre como una realidad sensible y visible. Los actos se realizan de manera pública u oficial (cfr. PO 2), es decir, en nombre de Cristo y de toda la Iglesia 23.
El obrar salvífico de Cristo a través de los ordenados adquiere así tanto eficacia salvífica, como visibilidad actual en un determinado tiempo y lugar. En efecto, cada obispo constituye el principio visible y el fundamento de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, de la que el romano pontífice, sucesor de Pedro, es el principio perpetuo y visible, y el fundamento de la unidad tanto de los obispos como de todo el pueblo de Dios (cfr. LG 23).


La consagración y la misión del ministro
Tras haber dado cuenta de la enseñanza conciliar, podemos profundizar de modo sistemático en cómo se confiere al ministro el sacramento del orden con la consagración y la misión. Para comprender de manera justa ese otorgamiento, es preciso recordar la novedad absoluta y singular de la «consagración» y de la misión de Cristo. Él es el Hijo de Dios, el siervo de Yahvé venido para ofrecer su vida por los hombres, en rescate por muchos (cfr. Mc 10, 45). De ahí se sigue que: «Toda la vida de la Iglesia es, a través de los sacramentos, y en particular de la eucaristía, comunión en el misterio del siervo obediente al Padre, que lo consagró y envió al mundo (Jn 10, 36) para dar la vida por este mundo (Jn 10, 17-18)» 24,
Además de esto, el mismo Jesucristo pide al Padre por sus discípulos: «Conságralos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me consagro a mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 17-19). Pide que los discípulos sean puestos aparte, «consagrados» a Dios. Los discípulos, para su misión en el mundo, deben ser consagrados por la verdad, es decir, por la muerte sacrificial de Jesús. Esto tiene lugar, en la consagración del ministro, con el don del Espíritu Santo, fuente de gracia interior y de pertenencia permanente a Cristo. El Espíritu produce una transformación en profundidad, además de ser fuente de la misión y de los poderes del ministro. El don del Espíritu hace a los ordenados santos y separados para Jesucristo en todo su ser, los vuelve personas reservadas, capaces de hacer presente al Autor mismo de la gracia, Jesucristo. Eso es lo que sucede con Bernabé y Saulo: «Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: "Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado". Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les enviaron» (Hch 13, 2-3).
Dado que el ministerio es una consagración y una misión, y dado que otorga la capacidad de hacer presente a Jesucristo 25 no puede dejar de dar una gracia interior, no puede dejar de ser una transformación tal del ordenado que lo convierta en fundamento ontológico, verdadero y operante en todas las funciones ministeriales, sean éstas sacramentales, de enseñanza o pastorales. Precisamente por esta transformación del ministro, afirma la tradición cristiana que, en la acción ministerial, es Cristo en persona el que está a la obra. Es éste un punto claro en la doctrina de san Agustín: «Así pues, a fin de que no hubiera tantos bautismos como siervos que hubieran bautizado en virtud del poder recibido del Señor, éste se reservó el poder de bautizar, confiando a los siervos el ministerio. El siervo dice que bautiza, y es verdad..., pero como ministro. Supongamos que uno de los que ha recibido el ministerio sea malo. Puede suceder que los hombres no lo sepan, mas Dios lo sabe. Pues bien, Dios permite que se bautice por medio de él, porque se ha reservado para sí el poden> 26.
En el fundamento de la acción ministerial existe, por tanto, un vínculo indeleble, que expresa la total dependencia del ministro respecto a Cristo, de modo que todo pueda ser reconducido, real y verdaderamente, a Él, incluso a falta de una santidad personal. Ese vínculo específico y objetivo proviene de Cristo e inviste, de una manera necesaria y definitiva, a la persona del ministro; de otro modo, Cristo no podría obrar, no se haría presente a través de y en ella.


Entre los ministros que reciben la consagración y la misión, según la tradición de la Iglesia y las enseñanzas conciliares, son los obispos y los presbíteros quienes deben desarrollar las funciones denominadas magisterial, sacerdotal y pastoral. El concilio Vaticano II describe el oficio de enseñar, de santificar y de guiar, refiriéndolos tanto a los obispos como a los presbíteros (cfr. LG 25-27; PO 4-6). Por otra parte, presenta el ministerio episcopal y presbiteral como esencialmente sacerdotal (cfr. LG 21.28). Para aclarar estas observaciones es preciso que nos preguntemos: ¿que relación tienen entre sí las funciones ministeriales señaladas? ¿Qué sentido tiene afirmar que el ministerio episcopal y presbiteral es esencialmente sacerdotal, que tiene su culminación en su aspecto sacerdotal?
Podemos responder afirmando, en primer lugar, que las funciones magisterial y pastoral indican exclusivamente, al menos en su primer sentido, el establecimiento de una relación con los hombres querida por Dios. El ministro enseña y guía a los miembros de la Iglesia por voluntad de Cristo y en representación suya. Puesto que el verdadero maestro y pastor ha sido investido por Dios de tales funciones, desarrolla desde luego la función de un vínculo religioso con Dios. Mas éste consiste, substancialmente, en una relación que parte de Dios hacia los hombres. La función sacerdotal tiene en todas las culturas un concepto más completo de la unión entre Dios y el hombre. Tiene un valor religioso que incluye tanto la comunicación de Dios al hombre, como el hecho de dirigirse el hombre a Dios. El sacerdote es aquel que se presenta y se adhiere a Dios en nombre de los hombres, y ofrece su sacrificio y su oración. Al mismo tiempo, representa a Dios frente a los hombres, concediéndoles sus beneficios y llamándolos de nuevo a El.
Apoyados en estas precisiones, podemos afirmar ahora que: «El ministerio episcopal y presbiteral es, por consiguiente, sacerdotal en el sentido de que hace presente el servicio de Cristo a través del anuncio eficaz del mensaje evangélico, en la reunión y en la guía de la comunidad cristiana, en la remisión de los pecados y en la celebración eucarística, donde, de manera singular, se hace actual el único sacrificio de Cristo» 27.
La tradición cristiana, a partir de la enseñanza de la carta a los Hebreos sobre la mediación sacerdotal del Señor, considera su sacerdocio como el centro de la obra salvífica de Cristo, como ya hemos tenido ocasión de ver. Podemos añadir aún que: «La connotación propia y omnicomprensiva que nos ayuda a penetrar en el misterio de Cristo es, por consiguiente, su sacerdocio, único, perenne, plenamente suficiente: todas las otras connotaciones, una vez comprendidas a fondo, pueden ser reconducidas a esta» 28.
Esto lo aclara santo Tomás cuando afirma justamente que: «El oficio propio del sacerdote es ser mediador entre Dios y el pueblo, en cuanto transmite al pueblo las cosas divinas y, por eso, sacerdote equivale a "dador de cosas sagradas" [...] y, a continuación, en cuanto ofrece a Dios las oraciones del pueblo y, en cierto modo, expía ante Dios por los pecados del pueblo» 29.
La noción de sacerdocio es, por tanto, doble. Expresa la mediación que ofrece el anhelo humano a Dios y, al mismo tiempo, transmite a los hombres los dones divinos. En eso consiste la peculiaridad de la función sacerdotal y la posibilidad de reconducir a ella las funciones salvíficas. De ahí se sigue también que la noción de sacerdocio no es simplemente cultual-sacrificial; el sacerdote no es sólo el hombre del culto.
El concilio Vaticano II enseña que el misterio cristiano se ofrece a la humanidad por el único Mediador entre Dios y los hombres. Los sacerdotes ordenados ejercen la función de mediar o hacer presente a Cristo glorioso, que sigue liberando al hombre aquí y ahora. Así, los presbíteros, «participando, en el grado propio de su ministerio del oficio de Cristo, único Mediador (1 Tm 2, 5), anuncian a todos la divina palabra» (LG 28). Siempre como ministros, prosigue el texto conciliar, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su cabeza, celebran el sacrificio de la eucaristía, ejercen el ministerio de la reconciliación y del alivio. En consecuencia, el sacerdote, ministro de Cristo y de la Iglesia, es quien hace presente a Cristo, vida y resurrección. Así pues, en la tradición cristiana, el sacerdote es aquel que, en total dependencia de Cristo y en plena solidaridad con los hombres, tiene el poder espiritual de hacer presente, de hacer estar presente a Jesucristo maestro, dador de vida y pastor. Con otras palabras, podemos afirmar que la tarea del sacerdote de la nueva y eterna alianza es hacer presente el sacrificio de Cristo, esto es, la eucaristía, como don de su Cuerpo y Sangre para la humanidad. La eucaristía, a su vez, suscita toda la vida de la comunidad cristiana, como la evangelización y la recapitulación en Cristo. El ministerio cristiano es, pues, un sacerdocio absolutamente original. Existe, en efecto, un aspecto ritual central que propone de nuevo el sacrificio de Cristo, junto con los aspectos magisterial y pastoral. Todos estos aspectos, juntos, edifican la Iglesia.
En este punto de nuestro estudio, podemos afirmar que Jesucristo, mediador y sacerdote, estableció que los discípulos elegidos y tomados por El están llamados asimismo a tomar parte en toda la misión 30.
Están así «consagrados» y puestos en una relación imprescindible con Cristo. En efecto: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (Jn 20, 21; cfr. Lc 10, 16). Como Jesús es el enviado del Padre, así también aquellos a quienes El envía representan y obran lo que El es y realiza. De la misión y de la mediación de Jesucristo se pasa a la misión del apóstol y, después, a la de los obispos, presbíteros y diáconos, es decir, a los ministerios que la Iglesia irá precisando, progresivamente, tanto en su naturaleza, como en sus funciones propias. De este modo, sus discípulos y sus sucesores participan en la misión de mediador y sacerdote de Cristo. Todos ellos, al participar en la misión de Cristo, son insertados en el servicio del mismo Jesucristo. Los apóstoles y sus sucesores son ministros o siervos que concretizan la obra del mediador y sacerdote Jesucristo.

4. El signo sacramental


La institución del sacramento del orden
Afirma el concilio de Trento que la Sagrada Escritura muestra y la tradición de la Iglesia enseña la institución de un nuevo sacerdocio visible y externo por parte del Señor, que dio, a los apóstoles y a sus sucesores en el sacerdocio, el poder de consagrar, ofrecer y distribuir su Cuerpo y su Sangre, junto con el poder de perdonar y retener los pecados (DS 1764). Añade asimismo que Jesús, en la última cena, constituyó, a los apóstoles y a sus sucesores, sacerdotes de la nueva alianza al ofrecerles comer su Cuerpo y su Sangre y mandarles ofrecerlos y hacer memoria de ello a su vez (cfr. DS 1740.1752). De este modo, Cristo hace a los apóstoles sacerdotes y les da el poder espiritual de representar el acontecimiento salvífico de su sacrificio en la cruz (cfr. 1 Co 11, 26).
El concilio Vaticano II, que no trata directamente de la institución del sacramento, sino sólo de la constitución jerárquica de la Iglesia, se detiene de manera particular en la misión. Jesucristo envía a los apóstoles, como Él mismo fue enviado por el Padre. En la misión está puesta la institución, la perpetuidad, el valor y la naturaleza del ministerio de los doce y del romano pontífice en orden a regir la casa del Dios vivo (cfr. LG 18-19). Añade, por otra parte, el Concilio: «En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-26), según la promesa del Señor: "Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la tierra" (Hch 1, 8)» (LG 19). La misión divina de los apóstoles constituye para la Iglesia el principio de toda su vida en todos los tiempos (cfr. LG 20). Dos son los elementos del Vaticano II que parecen completar la enseñanza tridentina. En primer lugar, el mandato de hacer memoria, conferido en la última cena, no sólo constituye ministros a los apóstoles, dando comienzo al nuevo sacerdocio y al sacramento del orden, sino que, de un modo más amplio y completo, tiene presente también la misión confiada a los apóstoles (cfr. Lc 10, 16; Jn 17, 18; 20, 21). En efecto, no se trata de una misión genérica, sino orientada a unos fines precisos y delimitados, que depende y toma su valor de la misión de Cristo. Así, el sacramento del orden no está restringido al ámbito cultual-litúrgico, sino que está referido a toda la vida de la Iglesia y de toda la humanidad 31.
En segundo lugar, es preciso señalar que el concilio Vaticano II sitúa el ministerio apostólico bajo la guía del Espíritu Santo. Afirma: «Uno mismo es el Espíritu que distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia, según sus riquezas y la diversidad de los ministerios (cfr. 1 Co 12, 1-11). Entre todos estos dones sobresale la gracia de los apóstoles, a cuya autoridad subordina el mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cfr. 1 Co 14)» (LG 7). De este modo, el Espíritu de Cristo guía a la Iglesia, la unifica en la comunión y en el ministerio, la renueva y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Con la fuerza y el discernimiento del Espíritu, ha encontrado la Iglesia a lo largo de la historia los modos adecuados en los que se expresa la sucesión apostólica y la colaboración de que tenía necesidad. Con la fuerza del Espíritu logra la Iglesia vivificar, transmitir la vida divina a través de la institución, los ministerios y los sacramentos. Sólo así se vuelve el gesto ministerial y sacramental una experiencia del don de la salvación adquirida en la cruz y del encuentro que nos ofrece el gusto y la alegría de la unión con la Trinidad.
Resumiendo, la Iglesia ha tomado conciencia de que la misión y la obra redentora de Jesucristo han sido transmitidas a los doce, cuando El los asoció a sí eligiendo a los que quiso y los hizo objeto de una creación particular, a fin de que estuvieran con Él, para enviarlos después a predicar con el poder de expulsar los demonios (cfr. Mc 3, 13-19). A estos mismos discípulos les dio, entre otros, el poder de perdonar los pecados y de hacer memoria de Él con el gesto de la última cena. La obra de Cristo prosigue en el colegio apostólico reunido en torno a Pedro por un segundo hecho inseparable del primero: Cristo envió sobre los doce el don del Espíritu Santo la noche de la pascua (cfr. Jn 20, 20-23) y en pentecostés (Hch 2, 1-4).


El concilio de Florencia enseña que el ministro ordinario del orden es el obispo (cfr. DS 1326), mientras que el Código de Derecho Canónico afirma simplemente que es el ministro, sin aclaraciones ulteriores. El concilio de Trento afirma, de un modo igualmente general, que los obispos son superiores a los presbíteros y poseen el poder de confirmar y conferir las órdenes. Ese poder no les viene del consenso o de la elección del pueblo o del poder secular, ni pueden enviar a otros para desarrollar tales ministerios en su puesto. Ellos son, además, los ministros legítimos de la palabra y de los sacramentos (cfr. DS 1777). El concilio Vaticano II, aunque no apunta a ningún carácter exclusivo, afirma: «Es propio de los Obispos el admitir, por medio del Sacramento del Orden, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal» (LG 21). Por eso, los obispos válidamente ordenados en la línea de la sucesión apostólica ordenan de manera válida a su vez, confiriendo los tres grados del orden.
Con respecto al ministro del sacramento del orden existen cuestiones históricas complejas, para las cuales es preciso remitir a los ámbitos competentes, y problemas irresolutos, cuya solución no se puede alcanzar sin tener presente una elaboración doctrinal satisfactoria. Sólo pacientes y profundas investigaciones podrán orientar o dar con las soluciones requeridas, que, como es evidente, no deben ser consideradas como secundarias.
Por lo que se refiere al episcopado y al presbiterado, el receptor debe ser un hombre de sexo masculino bautizado. En efecto, la ordenación sacerdotal de la Iglesia católica ha estado reservada, desde el principio, exclusivamente a los hombres. Esa práctica forma parte de la tradición y del magisterio ordinario, que son conjuntamente normas de fe en la Iglesia católica 32.
En la Edad Media, en la que se dio una larga discusión, se llegó a la conclusión de, no sólo prohibir, sino declarar inválidas las ordenaciones de mujeres 33.
Esto se debe, por tanto, a la naturaleza del sacramento tal como fue establecida por Jesucristo y no por ley humana.
Juan Pablo II, en la conclusión de la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis del 24 de mayo de 1994, afirma: «Por lo tanto, a fin de despejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la divina constitución de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal y que esta sentencia debe ser considerada de modo definitivo por todos los fieles de la Iglesia».
De cuanto hemos dicho, de manera resumida, se puede afirmar también que es una auténtica visión de fe, como la que se manifiesta a lo largo de los siglos, lo que nos hace conocer lo establecido por Cristo, y no los estudios socio-psicológicos o las reflexiones teóricas sobre los fundamentos de la naturaleza humana o la confrontación con las Iglesias o comunidades cristianas, a pesar de las más que legítimas y obligadas atenciones ecuménicas. Un verdadero conocimiento y conciencia de fe no han de estar determinados nunca por factores humanos, sino por elementos que tengan su origen en el acontecimiento revelador de Cristo.


El gesto sacramental
Respecto al gesto sensible del orden hay dos corrientes tradicionales consideradas como válidas: la de la entrega de los instrumentos, que ha prevalecido en determinados momentos en la Iglesia occidental, y la imposición de las manos, que siempre ha estado presente en el rito griego. En el concilio de Florencia no se impuso a los griegos el cambio de su rito; del mismo modo que la Iglesia romana conservaba como elemento esencial la entrega de los instrumentos. Pío XII, queriendo retomar la tradición que conecta con la Sagrada Escritura, y para significar de una manera más adecuada el carácter y la gracia conferidos, establece en la constitución apostólica Sacramentum ordinis «Que la materia única de las sagradas órdenes del diaconado, presbiterado y episcopado es la imposición de las manos, y la forma, igualmente única, son las palabras que determinan la aplicación de esta materia, por las que unívocamente se significan los efectos sacramentales –es decir, la potestad de orden y la gracia del Espíritu Santo– y que por la Iglesia son recibidas y usadas como tales» (DS 3859). La misma constitución precisa de qué imposición de las manos –siempre llevada a cabo por el obispo–se trata, en caso de que haya más de una, y cuáles son las palabras esenciales requeridas para la validez en el orden diaconal, presbiteral y episcopal, respectivamente (cfr. DS 3860). Las fórmulas tienen una forma deprecatoria: son una oración con la que se suplica y se pide el don del Espíritu Santo, a fin de que el ordenado sea fortalecido por la gracia y obtenga el oficio que edifica la Iglesia.
Con ellas se llama al ordenado a la adscripción y dependencia de Cristo. Recibe el poder sagrado y la gracia, que indican, sobre todo, una singular relación personal del ministro con Cristo y no una investidura jurídica. La fórmula excluye además, de manera clara, que sea la comunidad quien se cree por sí misma un ministerio. Este no existe ni a partir ni por una iniciativa de la Iglesia, aunque se obre siempre por medio de ella y siempre a su servicio. Por último, esas fórmulas consagratorias piden a los fieles a que pongan su esperanza de salvación sólo en Cristo y no en el ministro, aunque a través de él.

5. Los efectos del orden


El carácter del ministro ordenado
El concilio de Trento afirma que el sacramento del orden, como el bautismo y la confirmación, imprime carácter, por el cual los sacerdotes de la nueva alianza adquieren un poder espiritual diferente al de los laicos, no temporal (cfr. DS 1767;1774) 34.
El concilio Vaticano II confirma la misma doctrina (cfr. LG 21; PO 2). Dice además que los presbíteros reciben una nueva consagración después de haber recibido la del bautismo, de suerte que son «elevados a la condición de instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote Eterno, para poder proseguir, a través del tiempo, su obra admirable» (PO 12). Son consagrados por Dios mediante el obispo, «por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza» (PO 2), y participan de la autoridad con que el mismo Cristo hace crecer, santifica y gobierna su propio cuerpo. La enseñanza conciliar ha de ser insertada y unida a todo lo que ya hemos dicho sobre la consagración y misión del ministro.
Esta doctrina de fe no fue introducida por san Agustín y desarrollada sistemáticamente durante los siglos XII y XIII, como afirman algunos. Al contrario, constituía ya antes una pacífica posesión de la Iglesia, como don definitivo del Espíritu Santo conferido a los ordenados. Por medio de la imposición de las manos y de la oración que la acompaña se produce un cambio, se lleva a cabo una transformación en el ordenado. La ordenación es un verdadero sacramento y da una gracia que marca al receptor para siempre, de modo indeleble 35.
En consecuencia, el carácter no puede ser concebido como una actitud puramente funcional o como un estar en situación. Es funcional en orden al bien de la Iglesia y al poder de hacer presente el sacrificio de Cristo, pero en la persona que lo recibe es antes que nada una nueva consagración; y, como afirma PO 2, tiene un valor ontológico. Con él Dios «toma posesión» del ordenado, se inscribe en su ser para hacerlo capaz de participar y colaborar con Jesucristo en el plano de la salvación, de modo que pueda dar lo que ha recibido. Se trata de una consagración que afecta al ser, a la vida misma del ordenado; es un nuevo modo de ser respecto al bautismo. Así se hace posible que Cristo esté presente «en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz» (SC 7). Tal es el significado de la expresión referida al ministro cuando se dice que obra in persona Christi, esto es, en la persona de Cristo.
Tras el Vaticano II, por encima de las diferentes escuelas como, por ejemplo, la que defiende el concepto de carácter como poder espiritual sobre todo o la posición que presenta el carácter como cualidad, dos son, al parecer, los aspectos admitidos comúnmente en el concepto del carácter del ministro ordenado.
En primer lugar, los ministros ordenados de la nueva alianza, elegidos por Dios Padre y ungidos por el Espíritu Santo, han sido consagrados y configurados con Cristo hasta el punto de ser instrumentos vivos del mismo. Dedicados y asimilados a Cristo, hacen presente su autodonación en la cruz con el sacramento de la eucaristía. Reciben el poder de realizar las acciones sacramentales, representa a Cristo de modo sacramental en la celebración cultual, de manera que la acción salvífica de Cristo se extienda a todos los tiempos y a todos los hombres de manera visible. En este sentido es como el ministro de la acción sacramental ha sido designado, consagrado y configurado con Cristo. Es constituido en tal por un sacramento especial, cuyo efecto perdura, más allá de la acción, en su persona, de manera permanente y transformadora. Sin esta transformación y consagración, el gesto sacramental sería una ficción sin visibilidad y fuerza sacramentales. La autoridad santificadora en la Iglesia viene de Cristo, que, con el orden, fija a los que son sus depositarios de manera pública y al mismo tiempo los constituye en su tarea.
El segundo aspecto del carácter lo proporciona la tarea que el ordenado desarrolla para con el cuerpo eclesial. Se convierte en siervo de Jesucristo, en apóstol y enviado a anunciar el evangelio, como san Pablo (cfr. Rm 1, 1). Los ordenados permanecen en el mundo como continuación y al servicio de la misión apostólica. Están llamados a celebrar la autodonación de Cristo a través del anuncio y a través de los sacramentos, a fin de constituir el pueblo de Dios ya en la tierra. De este modo se da e inicia la vida de la Iglesia como cuerpo misterioso de Cristo, que se prolonga en el tiempo y en el espacio. Los presbíteros, por ejemplo, son ministros de Cristo precisamente en cuanto testigos y dispensadores de una vida diferente de la terrena. De este modo, es a través de ellos como Jesucristo mismo educa, instruye, santifica y gobierna su propio cuerpo.
A través de la consagración y de la misión es como los ordenados son hechos dignos de participar en el ministerio de Cristo, por medio del cual se edifica la Iglesia aquí en la tierra, incesantemente, como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo.


El reconocimiento de que la imposición de las manos confiere la gracia en el orden, ha sido, tanto en la tradición de la Iglesia como en el magisterio conciliar, el punto de partida y el motivo por el que se ha afirmado la sacramentalidad del episcopado y del presbiterado. El concilio de Trento afirma que, por desprenderse de la Sagrada Escritura, de la tradición apostólica y del consenso de los Padres, la certeza de que la sagrada ordenación confiere la gracia, no se puede dudar de que el orden es verdaderamente uno de los siete sacramentos de la Iglesia (cfr. DS 1766). El otorgamiento de la gracia a través de los signos sensibles ha sido uno de los modos de discernir, no sólo la modalidad sacramental de la gracia otorgada por Jesucristo, sino también el criterio para discernir la existencia de cada uno de los sacramentos. El mismo procedimiento ha propuesto el concilio Vaticano II al afirmar que los apóstoles, colmados por una especial efusión del Espíritu Santo, con la imposición de las manos dieron, a su vez, este don espiritual a sus colaboradores, don que se ha transmitido hasta nosotros por la consagración episcopal (cfr. LG 21). Por eso también los diáconos han sido sostenidos por la gracia sacramental en su ministerio de servicio al pueblo de Dios (cfr. LG 29). Tanto los presbíteros como los diáconos participan en la gracia del oficio de los obispos, de tal modo que pueden abundar en los bienes espirituales y dar un testimonio vivo de Dios en el ejercicio diario de su propio oficio. Con esa gracia deben crecer en la caridad para con Dios y para con el prójimo. Así, por servir a los misterios de Dios y de la Iglesia, deben mantenerse puros de todo vicio y complacer a Dios y buscar la realización de todo tipo de obras buenas delante de los hombres (cfr. LG 41).
El sacramento del orden, por ser un servicio destinado a la edificación de la Iglesia, no puede dejar de incluir asimismo la santificación personal del ministro. El ejercicio del ministerio es un acto humano, más aún, es un acto salvífico de una especial importancia que no puede dejar de consagrar también a la persona y, sobre todo, en el ejercicio de sus propios actos. Cuando Cristo consagra a una persona para que le represente de manera sacramental en la tierra, siempre lo lleva a cabo santificando también a la persona misma que obra en su nombre. Así, el ministro ordenado recibe la gracia sacramental que lo santifica personalmente y lo hace idóneo para otorgar la santidad de Dios al hombre. También la finalidad del carácter es siempre conseguir la santificación del pueblo cristiano, tanto de los ministros como de los fieles. La gracia sacramental, por su parte, hace al ministro ordenado realmente santo y, así, digno (no sólo capaz) de celebrar y de servir, y lo que realiza resulta así igualmente completo en todos sus aspectos. La gracia sacramental se entrega para aumentar la unión personal del ministro con Jesucristo precisamente en su actividad ministerial. En la ordenación se concede una gracia que corresponde a las tareas a las que los ordenados están llamados, para ser ministros santos y dadores de santidad.
La gracia sacramental es, por tanto, una efusión del Espíritu Santo en el ordenado, a fin de que sea santificado a través de una relación personal con Cristo en la celebración de los sacramentos y en el desarrollo de su propio ministerio. El ministro ordenado, siervo y apóstol de Jesucristo, se santifica con el anuncio del Evangelio y con el don de la vida divina transmitida al hombre. Esta santificación es un don precioso que ha de ser reavivado, un don que puede disminuir o que se puede perder, pero que también puede crecer, como un talento que debe fructificar. Con la santificación el ordenado recibe el espíritu de fortaleza, de caridad y de sabiduría que le hace capaz de no avergonzarse al dar testimonio del Señor y sufrir por el Evangelio ayudado por la fuerza de Dios (cfr. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6-8).

El concilio Vaticano II afirma que los obispos han confiado legítimamente en diferente grado el oficio de su ministerio a distintos sujetos en la Iglesia. Y añade: «Así, el ministerio eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas categorías por aquellos que ya desde antiguo se llamaron Obispos, presbíteros, diáconos» (LG 28). La doctrina católica reconoce así que «existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a servirles. Por eso, el término "sacerdos" designa, en el uso actual, a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos. Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado "ordenación", es decir, por el sacramento del Orden» 36. Existe, por consiguiente, un único sacramento que es comunicado en diversos grados, una diferencia de grado, de amplitud, pero no de naturaleza.


El concilio Vaticano II afirma que, con la consagración episcopal, se confiere la plenitud del sacramento del orden, que la liturgia y los Padres de la Iglesia llaman supremo sacerdocio cumbre del ministerio sagrado (cfr. LG 21). Afirma, además, el Concilio que los oficios de santificar, enseñar y gobernar que esa consagración confiere sólo pueden ser ejercidos, por su propia naturaleza, en comunión jerárquica con el obispo de Roma y con el colegio episcopal. Eso muestra su naturaleza colegial el hecho de ser punto de referencia objetivo (antes que operativo) de toda la vida de la Iglesia. Por consiguiente, el obispo, una vez establecida la comunión con el pastor supremo de la Iglesia y con los pastores de las Iglesias particulares, ejerce con el poder que le da el sacramento y con la autoridad legítima, de modo soberano, todos los actos que edifican la Iglesia, en la porción del pueblo de Dios que le ha sido confiada. Así pues, con la ordenación, recibe el obispo el poder del Espíritu Santo, con el que rige y guía a la comunidad cristiana. Es condición visible objetiva de la realización verdadera fructuosa del evangelio de la eucaristía. Todos los carismas los ministerios ordenados, y hasta los mismos bautizados, le están sometidos y deben referirse a él para la realización de la comunión jerárquica indispensable a la naturaleza de la Iglesia.
Otro aspecto constitutivo del orden de los obispos consiste en ser los únicos señalados como sucesores de los apóstoles en sentido pleno, de suerte que «conservan la sucesión de la semilla apostólica primera» (LG 20). De este modo, se comunica y se custodia la tradición apostólica en todo el mundo. Los obispos, como sucesores de los apóstoles, pueden deben presidir el rebaño como pastores y quien a ellos escucha, escucha a Cristo, quien ellos desprecia es a Cristo y a quien le envió a quien desprecia (cfr. Lc 10, 16) 37.
Nada hay, al parecer, que pueda clarificar mejor la naturaleza del episcopado que la oración consagratoria de Hipólito de Roma, que uno de los obispos presentes pronuncia en nombre de todos imponiendo las manos sobre aquel que recibe la ordenación episcopal: «[...1 derrama ahora ese poder que viene de ti, el Espíritu soberano que diste a tu amado Hijo Jesucristo y que El derramó sobre tus santos apóstoles, que establecieron la Iglesia en el lugar de tu santuario para la gloria y la alabanza incesante de tu nombre. Tú, Padre, que conoces los corazones, otorga a este siervo tuyo que Tú has escogido para el episcopado el poder de alimentar a tu rebaño, de ejercer tu sacerdocio soberano sin reproche, sirviéndote de día y de noche, para que él pueda tener propicio tu semblante y ofrecerte los dones de tu santa Iglesia, para que en virtud del espíritu del sacerdocio soberano, tenga poder de perdonar los pecados de acuerdo con tu mandamiento, para distribuir los cargos según tu precepto, para desatar todo lazo en virtud del poder que Tú diste a los apóstoles y para que él pueda serte agradable por la mansedumbre y pureza de su corazón, ofreciéndote un olor de suavidad por tu Hijo Jesucristo [...]» 38.
Así pues, podemos afirmar, en síntesis, que el episcopado es la plenitud o el grado sumo de participación en el ministerio y en el sacerdocio de Cristo a través de los apóstoles en la Iglesia. El don del Espíritu Santo en el obispo conduce a su consumación y a su compleción la participación bautismal en el sacerdocio y en la misión de Cristo, haciendo los presentes y operantes de modo visible en la tierra, y proyectando a los bautizados hacia la bienaventuranza eterna.


Los presbíteros participan, junto con los obispos, del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, de suerte que se da también una unidad de consagración y misión (cfr. PO 7). Podemos añadir que la misma naturaleza del presbiterado está basada en la participación en el sacerdocio de Cristo, cuya suma expresión es el episcopado. De este modo, los presbíteros, gracias al don del Espíritu Santo, que se les concede con la ordenación, se convierten en colaboradores y consejeros en la función de instruir, santificar y gobernar al pueblo de Dios (cfr. LG 28; PO 2; 7; 12). Están marcados, en efecto, con un especial carácter sacramental que los configura con Cristo sacerdote, de modo que puedan actuar en su nombre. Por eso se convierten en ministros de Jesucristo, dado que poseen una participación en la función de los apóstoles y están constituidos a semejanza del orden de los obispos (cfr. LG 41). Participan de la autoridad con que Cristo hace crecer, santifica y gobierna su propio cuerpo. En efecto: «Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor. A este sacrificio se ordena y en él culmina el ministerio de los presbíteros. Porque su servicio, que comienza con el mensaje del Evangelio, saca su fuerza y poder del sacrificio de Cristo y busca que "todo el pueblo redimido, es decir, la congregación y sociedad de los santos, ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la pasión para que fuéramos el cuerpo de tal sublime Cabeza"» (PO 2) 39.
El ministerio presbiteral alcanza su cumbre y su plena realización en la celebración de la eucaristía y en el ejercicio del poder sacerdotal sacramental. Pero el ministerio sacerdotal de los presbíteros es diferente del episcopal. En efecto, el primero no sólo no posee la cumbre del sacerdocio, sino que recibe el sacerdocio en un grado subordinado y depende del segundo en el ejercicio de su poder. Pueden santificar y gobernar la porción del rebaño del Señor a ellos confiada bajo la autoridad del obispo, proporcionando así una contribución esencial a la edificación de todo el cuerpo de Cristo. La oración consagratoria actual de la ordenación presbiteral dice: «Te pedimos, Padre Todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de ti el sacerdocio de segundo grado y sean con su conducta ejemplo de vida».
Los presbíteros son, por tanto, colaboradores del ministerio apostólico de los obispos y les ayudan en el ejercicio de su oficio. Ya la Tradición apostólica de Hipólito ora a fin de que se infunda a los presbíteros el Espíritu de gracia y de sabiduría sacerdotal, para ayudar y gobernar al pueblo con corazón puro 40.
El texto cita de manera significativa Nm 11, 16-17, donde el Señor ordena a Moisés que tome a setenta hombres entre los ancianos (presbíteros) y los lleve a la tienda del encuentro. Añade el Señor: «Yo bajaré a hablar contigo; tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo» (Nm 11, 17; cfr. asimismo Nm 11, 24-30). Este hecho, recordado a menudo en la tradición posterior, expresa con claridad la gracia y la misión del presbítero como cooperador del orden episcopal. El presbítero, al colaborar con el ministerio apostólico de los obispos, participa en las tareas de maestro, sacerdote y pastor, que tienen su origen en Jesucristo, en Aquel de quien proviene toda autoridad en la Iglesia. Representando la obra salvífica del Señor, participa en la misión universal confiada por El a los apóstoles.
Los presbíteros no tienen sólo una relación con el colegio episcopal, sino también con el pueblo de Dios. El ejercicio del ministerio sacerdotal deberá consistir, en este segundo aspecto, en «manifestar frente a los fieles una auténtica autoridad y recibir de ellos a cambio una obediencia genuina, pero debe entender y presentar tal autoridad auténtica como la de Jesucristo, comportándose simplemente como "siervo".
La autoridad de Cristo se funda en su oficio, que coincide con el amor absoluto y que, por consiguiente, se manifiesta en la Iglesia igualmente de un modo directo como amor a los hermanos. Por eso, la autoridad del sacerdote debe ser vivida de forma ejemplar, de suerte que remita, al mismo tiempo, al amor de Cristo y haga visible, a través de la conducta del sacerdote, el amor a los hermanos» 41.
Podemos precisar aún que el presbiterado es una forma eclesial de la presencia de Cristo y, precisamente, la memoria sacramental de su pasión y de su resurrección, que derrama gracias eficaces en su cuerpo. Todo ello es servicio, pero de Cristo mediador, que, obedeciendo al Padre, pide ser seguido con igual disponibilidad. Y a esto se añade, de manera esencial, el precepto de Cristo y, por consiguiente, el encargo de servirle en su comunidad con la autoridad de enseñar, santificar y guiar.


La diaconía o servicio constituye el contexto u horizonte general del ministerio en el N.T. Más aún, con este término se indica el mismo ministerio. En efecto, Judas había tenido la misma diaconía y el mismo ministerio que los otros once (cfr. Hch 1, 17.20.24-26). Esto tiene su raíz en el hecho de que Jesucristo vino a servir y no a ser servido, quiso vivir entre sus discípulos como un siervo, se hizo siervo al lavar los pies a los apóstoles (cfr. Mt 20, 28; Lc 22, 27; Jn 13, 3-16). Pedro afirma ante el pueblo que el Dios de los Padres ha glorificado a su siervo Jesús, que fue entregado y renegado ante Pilato (cfr. Hch 3, 14). La misión de Jesucristo es considerada asimismo como una diaconía (cfr. Rm 15, 8), pero Jesús se convierte enseguida en la persona a quien sus enviados deben servir (cfr. 2 Co 11, 23). Seguir y servir a Jesucristo es la tarea de todo apóstol que quiera complacer a Dios (cfr. Rm 1, 1; Flp 1, 1; Ga 1, 10), una tarea que se ejercita a través del servicio, de la asistencia a los necesitados, a través de la participación manifestada en las colectas o en dones varios (cfr. Rm 15, 31; 2 Co 8, 3-4).
En el interior de este marco general encontramos ya en el N.T. personas que reciben el nombre de diáconos, y posiblemente sean consideradas incluso como ministros eclesiásticos (cfr. Flp 1, 1: 1 Tm 3, 8-10). Estos, por formar parte del pueblo de Dios, son llamados por su oficio, distinto de los otros 42.
Según Hipólito de Roma, el diácono recibe la imposición de las manos de su propio obispo y es ordenado, no para el sacerdocio, sino al servicio del obispo, con la tarea de seguir sus órdenes 43.
Es ordenado para llevar a cabo todo lo que el obispo le mande, que no está limitado ni sólo al servicio de la caridad ni sólo a la ayuda del ministerio episcopal.
Los documentos posteriores, prosiguiendo en la línea de Hipólito, presentan al diácono como el corazón y el alma del obispo, como su mensajero y profeta. El concilio Vaticano II afirma que los diáconos, colaboradores del obispo, no son sacerdotes, sino ministros, y participan de la misión y de la gracia del supremo ministerio (cfr. LG 20.29.41). No existe ninguna afirmación explícita sobre la sacramentalidad del diaconado, aunque sí se indica que están sostenidos por una gracia sacramental y que constituyen el grado inferior de la jerarquía (cfr. LG 29). El Concilio evita toda referencia directa y exclusiva al ministerio del obispo y se detiene en precisar que los diáconos «confortados con la gracia sacramental en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad» (LG 29). El ministerio diaconal, que ya no es referido directamente a lo que mande el obispo, está vinculado al servicio de la Iglesia.
Pablo VI ha procedido, tras el concilio Vaticano II, a clarificar la naturaleza propia de este grado del sacramento del orden, en cuanto no es considerado ya como un puro y simple acceso al sacerdocio. Quien es ordenado diácono recibe la marca de un carácter indeleble y de una gracia particular propia, siendo enriquecido de este modo para poder dedicarse de manera estable a los misterios de Cristo y de la Iglesia 44.
Por ser el diaconado un grado del sacramento del orden, estable y permanente, unido al episcopado y al presbiterado, y que no puede estar sujeto a las variaciones temporales o locales, debe tener una razón de ser propia y específica. Ciertamente, puede haber razones relativas a su existencia ligadas a las dificultades a las que han de hacer frente los sacerdotes en el cumplimiento de su ministerio: no consiguen llevar a cabo todo lo que se requiere de ellos, como, por ejemplo, la cura de almas de las comunidades alejadas. Se puede señalar también la importancia de que una verdadera diaconía sea enriquecida por el carácter y por la gracia sacramentales con la imposición de las manos y, así, esté más unida a los sacerdotes (cfr. AG 16). Pero estas motivaciones no son resolutivas, en la medida en que sugieren una simple utilidad o necesidad moral. ¿Cuál puede ser, entonces, la causa propia y específica del diaconado? Evidentemente y sobre todo, la conciencia de que la institución del diaconado corresponde a la realización plena de la voluntad de Jesucristo sobre el sacramento del orden. Los apóstoles y sus sucesores no podían establecer el grado sacramental del diaconado sin tener una conciencia clara al respecto, surgida y corroborada por obra y con la efusión del Espíritu Santo. Pero ¿en qué términos han expresado esa conciencia y qué elementos presentan como esenciales para la naturaleza del diaconado la Sagrada Escritura, la tradición y el magisterio? Quizás sólo sea posible indicar una respuesta precisando lo que sigue. Así como los presbíteros están llamados por los obispos para ejercer el sacerdocio de Cristo en dependencia de ellos, como cooperadores en este aspecto particular, los diáconos son ordenados para el ministerio, es decir, para colaborar de modo particular en la obediencia al ministerio episcopal, que posee muchos aspectos: el litúrgico, el caritativo, el educativo... El diácono, aunque no puede hacer aquello a lo que está llamado el sacerdote, se distingue del laico en cuanto ha sido ordenado y posee un poder ministerial específico. Realiza el servicio, el ministerio, en la Iglesia como un hecho objetivo y estable, que da testimonio de manera concreta del siervo Jesucristo. Así como es necesario un sacerdocio visible y tangible que haga presente la autodonación de Cristo en la cruz, también es necesario un ministerio visible y permanente que haga presente y detectable el servicio a Jesucristo en los miembros del cuerpo de Cristo.

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1. J. Ratzinger, La Chiesa. Una commnitá sempre in cammino, Cinisello Balsamo, 1991. p. 82 (edición española: La Iglesia, San Pablo, 1994).
2. B. Maggioni, Teologia del ministerio e ricerca neotestamentaria, en: AA.VV., II prete. Mentirá del ministro e oggetivitá della fede, Milano, 1990, p. 163. Véase también del mismo autor La vira delle prime comunitá cristiane, Roma, 1983.
3. Cfr. sobre todo R. Schnackenburg. L'episcopo e la funzione di pastore. At 20, 28, en La Chiesa nel Nuovo Testamento,Milano, 1973. pp. 79-96.
4. Cfr. H.U. von Balthasar, Seque/a e ministero, en: Sponsa Verbi, Brescia, 1969, pp. 73-137 (edición española: Ensayos teológicos. 11. Sponsa Verbi, Guadarrama, Madrid, 1964).
5. R. Schnackenburg, o.c., p. 95.
6.  Ibid., pp. 94-95.
7. Sobre este tema, cfr. en particular H. Schlier, La gerarchia della Chiesa secondo le lettere pastorali, en: Il ternpo della Chiesa, Bologna, 1965. pp. 206-235.
8. H. Schlier, o.c., pp. 233-234. También las comunidades joánicas reconocen el ministerio, aunque ponen en primer lugar al Espíritu y buscan apoyo en su fuerza. Basta con recordar el puesto reservado en el Evangelio de Juan a Pedro, la importancia que se otorga a los apóstoles y el encargo de la misión, de la remisión de los pecados a ellos confiada... Se recuerda asimismo la figura del presbítero en 2 Jn y 3 Jn. Cfr. B. Maggioni, Alcune comuuitá cristiane del Nuovo Testamento, en: «La Scuola Cattolica» 113 (1985), pp. 404-431.
9. Cfr. lo que, de una manera sintética, pero eficaz, escribe A.G. Hamman, Il sacerdote nel secando secolo, en: «Communio» (ed. it.) 59 (1981), pp. 15-24. Para una exposición amplia que recoge muchos textos. cfr. A. Michel, Ordre. Ordination, en: DThC, XI.2, Paris, 1932, cols. 1193-1405. Véase también L. Ott, Das Weihesakrament, Freiburg. 1969.
10. Sobre el sacerdocio de Jesucristo debe tenerse presente, sobre todo, la obra fundamental de A. Vanhoye. Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el NT. Sígueme (1992). Véase también J. Lecuyer, ll sacerdozio di Cristo e della Chiesa. Esegesi e tradizione, Bologna, 1964; C. Marmion, Cristo ideale del sacerdote, Milano, 19594.
11. Remitimos a la exposición sobre los sacramentos del bautismo y de la confirmación, y a A. Vanhoye, o.c., pp. 188-237.
12. A. Vanhoye, o.c., pp. 241-242.
13. Para la «cualidad» sacerdotal del ministerio cristiano, además de la obra ya citada de A. Vanhoye, cfr. J.-M. Tillard, La «qualité sacerdotale» du ntinistére chrétieu, en: NRT 5 (1973), pp. 481-514; J: G. Pagé, Qui est 1'Église, Le peuple de Dieu, III, Montreal, 1979, pp. 288-295. Pagé afirma justamente: «Es cierto que se constata en el N.T. la ausencia de una designación sacerdotal del ministerio cristiano, pero los Padres han explicitado, por así decirlo, el contenido y el sentido principal y estructurador de que habla el N.T. Y lo hicieron a la luz de un principio escriturístico: el cumplimiento y la unidad del designio divino. Eso nos conduce al problema de las relaciones entre la Sagrada Escritura y la tradición: la "sacerdotalización" de los ministerios se nos presenta, en efecto, como un caso típico de la creatividad de la comunidad, que va más allá de la letra de la Escritura, sin traicionar, no obstante, el Espíritu de Cristo» a.c., p. 294.
14. Véase la bibliografía citada en la nota 9.
15. Cfr. A.-G. Hamman, a.c., pp. 19-20.
16. San Ignacio de Antioquía, los tralianos, III, 1-2; cfr. también II, 1-3.
17. Para la doctrina de los Reformadores, véase el capítulo primero de la primera parte. Con respecto al diálogo ecuménico actual, véase: Grupo mixto de trabajo entre la Iglesia Católica y el Consejo ecuménico de las Iglesias, Terzo rapporto ufficiale, appendice 111(1971); Comisión mixta de teólogos católicos y ortodoxos, Rilessioni sui ministeri, Chambesy, 15 Diciembre 1977; Comisión conjunta Católica romana, Evangélica, Luterana. II rninistero pastorale pella Chiesa, Lantana, Florida, 13 Marzo 1981; Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Battesi,no, Eucaristia, Ministero, Lima, 1982. Cfr. Enchiridion Oecumenicwn, vol. I, Bologna. 1986. pp. 395ss., 702ss., 1043ss.. 1391ss.
18. Cfr. J. Ratzinger, 11 sacramento dell 'ordine come espressione sacramentale del principio di tradizione, en: Elenzenti du teologia fondamentale. Saggi sulla fede e sul ministero, Brescia, 1986, pp. 147-160.
19. Sobre la enseñanza conciliar en tomo al ministerio, el sacerdocio y el sacramento del orden, cfr. G. Ghirlanda, «Hierarchica Connnunio». Significato della formula nella Lumen Gentium, Roma, 1980; Idem, Episcopato e presbiterato pella Lumen Gentium, en: «Communio» (ed. italiana), 59 (1981), pp. 53-70; P.J. Cordes, brniati a servire. «Presbyterorum Ordinis». Storia, esegesi, semi, sistematica, Casale Monferrato, 1990.
20. Exhortación apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, del 25-3-1992, n. 15.
21. G. Ghirlanda, a.c., pp. 67-68.
22. Cfr. PJ. Cordes, a.c., pp. 233-243. Esto sigue siendo válido, desde luego, aun cuando el decreto PO, sometido a un atento análisis, manifieste límites en las expresiones y en la visión de conjunto, como ha mostrado passini el estudio de PJ. Cordes que acabamos de citar.
23. !bid., pp. 214-219.
24. Comisión Teológica Internacional, 11 sacerdocio ministeriale. Ricerca storica e rii lessione teologica, Bologna, 1972, p. 90 (edición española en: CTI, Documentos 1970-1979, CETE, 1983).
25. Sobre el significado de repraesentare a Jesucristo por parte del ministro en el decreto PO, véase las justas observaciones de P. J. Cordes, o.c., pp. 183-194.
26. San Agustín, hl lo. Ev. 5, 7.
27. Comisión Teológica Internacional, 11 sacerdocio niinisteriale..., p. 148.
28. G. Biffi, lo credo, Milano, 1980. p. 149. Recientemente se han realizado intentos de concebir el ministerio de una manera distinta a cuanto llevamos dicho. K. Rahner, Saggi sui sacramenti e sulla'escatologia, Roma, 1965, pp. 265-305. presenta el elemento profético, el anuncio de la palabra eficaz como el principio específico de las funciones del ministerio sacerdotal. El ministro, el sacerdote, se vuelve el hombre de la palabra, de la evangelización. Otro autor acentúa el principio unificador sobre la función pastoral o de gobierno, éste es el caso, por ejemplo, de W. Kasper, Nuovi accenti Mella concezione dogmatica del ministerio sacerdotale, en: «Concilium» 3 (1969). pp. 39-53.
29. S. Th., III, 22, 1. A pesar de algunas críticas también recientes (cfr. R. Salaüm-É. Marcus, Che cos 'é un prete, Roma. 1966). la noción de mediador y sacerdote es esencial en la tradición cristiana.
30. Cfr. J. Ratzinger. Elementi di teologia..., o.c., pp. 181-201.
31. J. Lecuyer, Ji sacerdozio di Cristo e della Chiesa. Esegesi e tradizione. Bologna. 1964, pp. 257-312 (edición española: El sacerdocio en el Misterio de Cristo, 1960), examina a fondo la cuestión de la institución del sacerdocio de los apóstoles y la hace consistir en tres momentos sucesivos: última cena. don del Espíritu en la noche de la pascua (cfr. Jn 20. 20ss.) y Pentecostés. Estos tres elementos no están bien descritos ni bien relacionados entre sí en los documentos conciliares.
32. Cfr. Juan Pablo II, Mulieres Dignitatein, 26-27; Congregación para la doctrina de la fe, Leer insigniores, en: AAS 69 (1977), pp. 98-116.
33. Cfr. S. Th., Supl. 39, 1.
34. Cfr. J. Galot, Le caractére sacerdotal selon le concile de Trence, en: NRT 93 (1971), pp. 923-946.
35. Cfr. J. Lecuyer, Le sacrenient de l'ordination. Recherche historique et théologique, París, 1983; J.-M. Garrigues, M: J. Le Guillou, A. Riou, Le caractére sacerdotal dans la tradition des Péres Grecs, en: NRT 93 (1971), pp. 801-820.
36. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1554.
37. Cfr. el pasaje fundamental de Ireneo de Lyon, Contra las herejías III, 2, 2-4, 2.
38. Hipólito de Roma, Tradición apostólica 3.
39. La última parte es una cita de san Agustín, La ciudad de Dios 10, 6. Las afirmaciones del decreto PO que hemos citado son fundamentales asimismo para comprender de manera justa y adecuada la importancia atribuida al servicio de la palabra en el mismo decreto. Cfr. P.J. Cordes, Inviati a servire..., pp. 138ss. y 146ss.
40. Hipólito de Roma. Tradición apostólica 7.
41. H.U. von Balthasar, Esistenza sacerdotale, en: Sponsa Verbi, Brescia, 1969, p. 384 (edición española en Guadarrama, Madrid, 1964).
42. Dejamos de lado Hch 6, 1-7, dada la conocida discusión en torno a si los siete deben ser considerados o no como diáconos. Existe una tradición antigua que responde de manera afirmativa a partir de san Ireneo de Lyon, Contra las herejías. 1, 26, 3, acogida en textos litúrgicos. Con todo, debemos seña-lar que el concilio Vaticano II no cita nunca Hch 6, 1-7 cuando habla de los diáconos.
43. Hipólito de Roma, Tradición apostólica 8.
44. Pablo VI, Carta apostólica Sacrum Diaconatos Ordineun, del 18-6-1967, introducción. Con respecto al significado teológico del diaconado y a las cuestiones conexas con él, cfr. J.-G. Pagé, o.c., pp. 381-406.

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