Teología Dogmática

miércoles, 26 de julio de 2017

Tema 17 - LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

Escuela diocesana de Teología
Teología dogmática

Tema 17
LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS




LA IGLESIA MISTERIO DE COMUNIÓN
El primer fruto de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia es la comunión de los santos, que confesamos en el Credo Apostólico. El Catecismo Romano dirá que «la comunión de los santos es una nueva explicación del concepto mismo de la Iglesia una, santa y católica. La unidad del Espíritu, que anima y gobierna, hace que cuanto posee la Iglesia sea poseído comúnmente por cuantos la integran. El fruto de los sacramentos, sobre todo el bautismo y la Eucaristía, produce de modo especialísimo esa comunión».
Podemos decir que «la comunión en las cosas santas crea la comunión de los santos», la Iglesia como «congregación de los santos»:
La Iglesia, en su ser, es misterio de comunión. Y su existencia está marcada por la comunión. En la vida de cada comunidad eclesial, la comunión es la clave de su autenticidad y de su fecundidad misionera. Desde sus orígenes, la comunidad cristiana primitiva se ha distinguido porque «los creyentes eran constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la koinonía, en la fracción del pan y en las oraciones» (He 2,42)4. En la DIDAJE o Doctrina de los doce Apóstoles leemos en relación a la Eucaristía:
La comunión de los creyentes «en un mismo espíritu, en la alegría de la fe y sencillez de corazón» (He 2,46), se vive en la comunión de la mesa de la Palabra, de la mesa de la Eucaristía y de la mesa del pan compartido con alegría, «teniendo todo en común» (He 2,44). Es la comunión del Evangelio y de todos los bienes recibidos de Dios en Jesucristo, hallados en la comunidad eclesial.
Frente a las divisiones de los hombres -judío y gentil, bárbaro y romano, amo y esclavo, hombre y mujer-, la fe en Cristo hace surgir un hombre nuevo (Rom 10,12; 1 Cor 12,13; Gál 3,28), que vence las barreras de separación, experimentando la comunión gratuita en Cristo, es decir, viviendo la comunión eclesial, fruto de compartir con los hermanos la filiación de Dios, la fe, la Palabra y la Eucaristía.
La comunión de bienes es fruto del amor de Dios experimentado en el perdón de los pecados, en el don de su Palabra, en la unidad en el cuerpo y sangre de Cristo y en el amor entrañable del Espíritu Santo. Si no se da este amor «dar todos los bienes» no sirve de nada (1 Cor 13,3).
Esta comunión de los santos, este amor y unidad de los hermanos, en su visibilidad, hace a la Iglesia «sacramento, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, n. 1).
Esta comunión de santos penetra todos los aspectos de la vida de la Iglesia. Esta comunión de los fieles, que participan del misterio de Dios en una misma fe y una misma liturgia, es una comunión jerárquica, que une a toda la asamblea en torno a los apóstoles, que trasmiten la fe y presiden la celebración, presbíteros y obispos en comunión con el Papa.
Es una comunión temporal y escatológica: se funda en la fe recibida de los apóstoles, que se vive ya en la celebración y vida presente, abierta a la consumación en el Reino, donde cesará el signo, pero quedando la realidad de la comunión en la unidad y amor de los salvados con Cristo, en el Espíritu, cuando «Dios será todo en todo».

2. COMUNION EN LAS COSAS SANTAS
La comunión en lo santo, es lo primero que confiesa la fe del Símbolo Apostólico: la participación de los creyentes en las cosas santas, especialmente en la Palabra y en la Eucaristía.
Yahvéh, Dios de la historia, ha entrado en comunión con su Pueblo a través de la Palabra y de la Ley, con las que se comunica para sellar «su alianza» con el Pueblo. La comunión con Dios, el Santo, no es, pues, obra del hombre. No son sus ritos, ofrendas, magia, cosas o lugares sagrados los que alcanzan la comunión con Dios. Es el mismo Dios quien ha decidido romper la distancia que le separa del hombre y entrar en comunión con él, «participando, en Jesucristo, de la carne y de la sangre del hombre» (Heb 2,14).
Esta comunión de Dios, en Cristo, con nuestra carne y sangre humanas nos ha abierto el acceso a la comunión con Dios por medio de la «carne y sangre» de Jesucristo, pudiendo llegar a «ser partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4). Pues «en la fidelidad de Dios hemos sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1 Cor 1,9).
Esta koinonía con Cristo se expresa en la aceptación de su Palabra, en el seguimiento de su camino por la cruz hacia el Padre, incorporándonos a su muerte para participar de su resurrección y de su gloria. Toda la existencia cristiana es comunión de vida y de muerte, de camino y de esperanza con Cristo. La primera comunión en lo santo es, pues, «participación de la santidad de Dios», en Cristo Jesús.
La fe en Cristo nos lleva a la comunión con Cristo en la Iglesia. Cuando la fe languidece, Cristo se adormece y el cristiano, abandonado a sus fuerzas, corre el peligro de ser abatido por la tormentas de la vida, siendo arrastrado por la agitación de las tentaciones del mundo. Vivir la comunión con Cristo es no adormecerse ni dejarlo dormir.
La Iglesia se define, pues, por su culto litúrgico como participación en el banquete en torno al Resucitado que la congrega y la une en todo lugar.
Allí donde la comunidad se reúne y celebra a su Señor, los fieles, unidos entre sí, «comulgan con Cristo» y, al participar de vida y de su muerte, hacen pascua con Él hacia el Padre. Por ello los creyentes en Cristo, reunidos en asamblea, celebran siempre el memorial del misterio pascual de Cristo y, de este modo, lo actualizan, haciéndose partícipes de él, entrando en comunión con él. Así los cristianos viven el misterio de la comunión con Dios.
Esta koinonía con Dios es don y fruto del Espíritu Santo en la Iglesia.

3. COMUNION DE LOS SANTOS
La comunión en lo santo nos une a los creyentes en la comunión de los santos. La comunión en las cosas santas crea la comunión de los santos: las personas unidas y santificadas por el don santo de Dios. La Iglesia es, pues, la comunidad que vive la comunión de la mesa eucarística, la comunidad de fieles que experimenta la comunión entre ellos a raíz del banquete eucarístico.
En la comunión de los santos vivimos la comunión con Jesucristo (1 Cor 1,9), la comunión en el Espíritu Santo (Filp 2,1; 2 Cor 13,13), la comunión con el Padre y el Hijo (1 Jn 1,3.6), la comunión en el sufrimiento (Filp 3,10) y en el consuelo (2 Cor 1,5.7) y la comunión en la gloria futura (1 Pe 1,4; Heb 12,22-23). Esta comunión se manifiesta en la comunión de unos con otros (1 Jn 1,7).
El Don Santo de Dios -no tiene otro- es el Espíritu Santo. Con este Don nos colma de dones santos, pero todos para la edificación de la comunión entre los creyentes, para la edificación de la Iglesia. Todos los dones del Espíritu están destinados a crear la comunión eclesial en la comunidad de los creyentes (1 Cor 12-14).
El Espíritu Santo crea la comunión entre los cristianos, introduciéndolos en el misterio de la comunión del Padre y del Hijo, de la que Él es expresión. El Espíritu Santo es el misterio de la comunión divina y eterna del Padre y el Hijo. En esa comunión nos introduce el Espíritu Santo (1 Jn 1,3; Jn 10,30; 16,15; 17,11.21-23). Esta es la base y el fundamento de la comunión de los cristianos, de los santos.
Sólo porque Dios es comunión y, en Cristo, por el Espíritu Santo, entramos en comunión con El, podemos confesar nuestra fe en la comunión de los santos: «Si estamos en comunión con Dios... estamos en comunión unos con otros» (1 Jn 6-7). Sólo la comunión con Dios puede ofrecer un fundamento firme a la unión entre los cristianos. Los otros intentos de comunidad se quedan en intentos de comunión; en realidad dejan a cada miembro en soledad o lo reducen a parte anónima de la colectividad, a número o cosa. Comunión de amor en libertad personal es posible sólo en el Espíritu de Dios.
De esta comunión nacen los lazos del afecto entre los hermanos, «porque el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el Espíritu Santo que han recibido» (Rom 5,5); por ello «no se cansan de hacer el bien, especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10), «siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor y unos mismos sentimientos, considerando a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás» (Filp 2,1ss)... Este es el amor que han recibido de Cristo y el que, en Cristo, viven sus discípulos día a día en su fragilidad: «En cuanto a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos, como es nuestro amor para con vosotros, para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios, nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos los santos» (1 Tes 3,12-13). Quien ha sido amado puede, a su vez, amar: «Amemos, porque El nos amó primero» (1 Jn 4,19)16.
La comunión con Dios, en el amor de Cristo, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, se explicita en la comunidad de los creyentes, que celebra su fe y viven en el amor mutuo su existencia. El amor a Dios se explicita en el amor fraterno (1 Jn 4,20-21). La fe en Dios lleva a creerse los unos a los otros. Esperar en Dios significa también esperar y confiar en los otros, a quienes Dios ama y posibilita la conversión al amor (1 Cor 13,4-7).

4. COMUNION CON LA IGLESIA CELESTE
La comunión de los santos supera las distancias de lugar y de tiempo. En la profesión de fe confesamos la comunión con los creyentes esparcidos por todo el orbe, la comunión de las Iglesias en comunión con el Papa. Pero confesamos también que la comunión de los santos supera los límites de la muerte y del tiempo, uniendo a quienes han recibido en todos los tiempos el Espíritu y su poder único y vivificante: une la Iglesia peregrina con la Iglesia triunfante en el Reino de los cielos.
Es en la liturgia donde vivimos plenamente la comunión con la Iglesia celeste, porque en ella, junto con todos los ángeles y santos, celebramos la alabanza de la gloria de Dios y nuestra salvación (SC, n. 104)
Por Jesús, el Salvador, en quien se cumplen las promesas del Padre, y mediante el Espíritu que actualiza e impulsa en la historia la salvación a su plenitud final, la Iglesia supera todas las distancias. Allí donde los cristianos celebran su salvación en Eucaristía exultante se hacen presentes todos los fieles del mundo, los vivos y «los que nos precedieron en la fe y se durmieron en la esperanza de la resurrección», los santos del cielo, que gozan del Señor: «María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y los mártires, y todos los santos, por cuya intercesión confiamos compartir la vida eterna y cantar las alabanzas del Señor», en «su Reino donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de su gloria», «junto con toda la creación libre ya del pecado y de la muerte». (Plegarias Eucarísticas).
La comunión de los santos la vivimos más allá de la muerte también con los hermanos que aún están purificándose, por quienes intercedemos ante el Padre. La comunión eclesial se prolonga más allá de la muerte, continuando la purificación de sus fieles, «en camino hacia el juez» (Mt 25,26), como defiende San Cipriano contra los rigoristas. La unión eclesial de cada cristiano no se interrumpe en el umbral de la muerte. Los miembros de un mismo Cuerpo siguen «sufriendo los unos por los otros y recibiendo los unos de los otros, preocupándose los unos de los otros» (1 Cor 12,25-26).
El límite de división no es la muerte, sino el estar con Cristo o contra Cristo (Filp 1,21). Los santos interceden por sus hermanos que viven aún en la tierra y los vivos interceden por sus hermanos que se purifican en el PurgatorioEl fundamento de nuestra comunión es Cristo, en la construcción de la Iglesia y en la vida de cada cristiano:
El purgatorio adquiere su sentido estrictamente cristiano, si se entiende que el mismo Señor Jesucristo es el fuego purificador, que cambia al hombre, haciéndolo «conforme» a su cuerpo glorificado (Rom 8,29; Filp 3,21). Él es la fuerza purificadora, que acrisola nuestro corazón cerrado, para que pueda insertarse en su Cuerpo resucitado. El corazón del hombre, al adentrarse en el fuego del Señor, sale de sí mismo, siendo purificado para que Cristo le presente al Padre.
El purgatorio es el proceso necesario de transformación del hombre para poder unirse totalmente a Cristo y entrar en la presencia o visión de Dios -«sólo los limpios de corazón gozan de la bienaventuranza de la visión de Dios» (Mt 5,8)-. El purgatorio es, pues, el triunfo de la gracia por encima de los límites de la muerte. Es la gracia, fuego devorador del amor de Dios, que quema «el heno, la madera y la paja» de las obras de nuestra débil fe. El encuentro con el Señor es precisamente esa transformación, el fuego que acrisola al hombre hasta hacerlo imagen suya en todo semejante a El, libre de toda escoria. Así Jesucristo puede presentar al Padre la «comunión de los santos», su Cuerpo glorioso, la «Iglesia resplandeciente sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada» (Ef 5,27; 2 Cor 11,2; Col 1,22), «engalanada con vestiduras de lino, que son las buenas acciones de los santos» (Ap 19,8;21, 2.9-11):
Participando todos de la misma salvación del único Salvador y del único Espíritu, que obra todo en todos, los fieles se transmiten mutuamente santidad y vida eterna. A través de la plegaria se establece, por tanto, un misterioso intercambio de vida entre todos.
Vivir la comunión de los santos es vivir la existencia como don de Dios, el amor como fruto del Espíritu Santo en el cuerpo eclesial de Cristo. Es, pues, salir del círculo cerrado del egoísmo, que traza el miedo a la muerte, y vivir con los demás y para los demás. Vivir es convivir, recibiendo vida de los otros y dando la vida por los demás. Se gana la vida dándola y se pierde guardándola para uno mismo (Mc 8,35).

Taller 17

1.   Investigue que es la DIDACHE (Didajé) y leer su contenido.
2.   Investigue acerca del credo de san Atanasio y reflexionar su contenido.
3.   Realice una apreciación personal a cerca de la importancia del tema de la Iglesia para el cristiano de hoy.


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