Escuela diocesana de Teología
Teología dogmática
Tema
Subió a los cielos
y está sentado a la derecha de Dios padre todopoderoso
La vida de Jesús en la tierra concluye con su Ascensión 1. La Iglesia
católica confiesa que Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la diestra
de Dios Padre. Se trata de un artículo de fe que encontramos en las más
antiguas formas del Símbolo.
Cristo resucitado tiene un cuerpo real, ciertamente glorificado y
transformado por el Espíritu, con la señal de su Sacrificio redentor (Cfr. Ap
5, 6), verdadero y en su sustancia última el mismo que nació de la Virgen
María, fue clavado en la Cruz y depositado en el sepulcro. Durante cuarenta
días fue visto por los discípulos: para que fuesen testigos de su Resurrección,
aunque no estaba ya con ellos ordinariamente, como antes, sino que se les
apareció en varias ocasiones como refieren los Evangelistas.
Es ese cuerpo, el que, ante los ojos de los Apóstoles, se elevó hacia
los cielos como describe San Lucas: «Y los sacó fuera hasta frente a Betania y,
alzando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue
elevado hacia el cielo. Ellos lo adoraron y se volvieron a Jerusalén con gran
gozo» (Lc 24, 50-51; cfr. Hch 1, 9). El texto de San Marcos apunta hacia el
sentido del misterio: «Y el Señor Jesús, después de hablarles, fue arrebatado
al cielo, y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19).
En numerosos lugares de la Sagrada Escritura encontramos referencias a
la dignidad, la gloria que Jesucristo mereció para sí y que recibió del Padre
desde el momento de su resurrección: «Subió al cielo y está a la diestra de
Dios, hallándose sujetos a Él ángeles, autoridades y poderes» (1 Pe 3, 22). Tal
como lo había profetizado el rey David:
«Oráculo de Yahvé a mi Señor: “Siéntate a mi diestra, hasta que Yo haga
de tus enemigos el escabel de tus pies”» (Sal 109, 1).
Esta misma doctrina se explicita aún más por San Pablo cuando expone que
Dios premió la obediencia de su Hijo:
«Le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre
de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los
infiernos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios
Padre» (cfr. Flp 2, 7-11).
En las apariciones a los discípulos, Cristo se hallaba ya en la plena
posesión de esa gloria, aunque a ellos no se la mostrase. La Ascensión
consistió en romper las relaciones sensibles con sus fieles para no tener otras
que las de la fe.
2. Jesucristo, sentado a la diestra del Padre
Los símbolos de fe al referirse al misterio de la Ascensión suelen usar
la fórmula «subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre».
«Estar sentado no significa aquí una situación o figura del cuerpo sino
que expresa la posesión firme y estable de la regia y suprema potestad y gloria
que (Cristo) recibió del Padre» 2. Santo Tomás dice que “el sentarse” significa
descanso o reposo y en este sentido, la expresión quiere decir que Jesucristo
“habita” junto al Padre compartiendo su bienaventuranza y significa también la
potestad regia o judicial y, en este sentido, Cristo reina junto al Padre y de
Él recibe el poder judicial sobre vivos y muertos.
«Varones de Galilea, ¿por qué quedáis aquí mirando al cielo? Este Jesús
que de en medio de vosotros ha sido recogido en el cielo, vendrá de la misma
manera que lo habéis visto ir al cielo» (Hch 1, 11). Y vendrá «para juzgar a
los vivos y a los muertos y su reino no tendrá fin», consoladora promesa que
explica la gran alegría con que ellos se quedaron. Y, en adelante, los
cristianos hemos de perseverar en la “bienaventurada esperanza” del segundo
advenimiento de Cristo en gloria y majestad (Tit. 2, 13; cfr. 1 Co. 7, 29; Fil.
4, 5; St. 5, 7 ss.; 1 Pe. 4, 7; Ap. 22, 12) 3.
3. La exaltación de la Humanidad de Cristo ha de reflejarse de alguna
manera en la salvación de los hombres. Por tres razones principales fue
beneficiosa para nosotros la Ascensión del Señor a los cielos:
Para aumentar nuestra Fe, que trata de cosas invisibles: «Porque me
has visto, has creído; dichosos los que no ven y creen» (Jn 20, 29); «Y aun a
Cristo, si le conocimos según la carne, ahora no lo conocemos así» (2 Cor 5,
16).
Para levantar nuestra Esperanza hacia las cosas del Cielo. Por eso
dice también Cristo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera
así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar» (Jn 14, 2). Pues siendo Él
nuestra Cabeza, es necesario que los miembros sigan allí hacia donde fue la
Cabeza. «Subiendo a las alturas, llevó cautiva la cautividad, repartió dones a
los hombres» (Ef 4, 8). Esto es: condujo consigo al cielo, como a lugar extraño
a la naturaleza humana, a los que habían sido retenidos cautivos por el diablo,
habiéndolos conquistado de la manera más gloriosa por la victoria que reportó
sobre el enemigo.
Para mover nuestra Caridad con el fuego del Espíritu Santo que nos
envió después de su Ascensión: «Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me
fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros» (Jn 16, 7).
*
«La Ascensión es la aceptación del Sacrificio de Cristo, su premio.
Uniéndonos a ese Sacrificio, poniendo nuestra parte, también lo nuestro será
grato al Padre a quien, después de la consagración, le pediremos hoy, según el
Canon Romano, que así como dispuso que los ángeles acompañaran la Ascensión de
su Hijo, de manera semejante envíe también un ángel a este altar de la tierra
para que el sacrificio de Cristo —y también nuestra parte— sea llevado “hasta
el altar del ciclo”. El ángel portador del sacrificio de Cristo, del sacrificio
total, el de la Cabeza ciertamente, pero también el de sus miembros, cuyo
aporte vale tanto cuanto se integre en el Sacrificio de la Víctima divina, se unirá
así a los ángeles innúmeros que acompañan al Señor en su Ascensión, y de ese
modo, participando en aquella solemne procesión vertical hacia el cielo,
“tengamos también parte en la plenitud de su Reino”» 4.
Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María y, junto
a Ella, esperan la llegada del Espíritu Santo (Hch 1, 14). Dispongámonos
nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés
unidos a nuestra Señora.
La Ascensión en la catequesis de Juan Pablo II
16 julio 2008
1. Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la
resurrección de Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos
evangélicos refieren que Jesús resucitado, después de haberse entretenido con
sus discípulos durante cuarenta días con varias apariciones y en lugares
diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del
espacio, para subir al cielo, completando así el «retorno al Padre» iniciado ya
con la resurrección de entre los muertos.
En esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al
Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días
pascuales y en los anteriores la Pascua.
2. Jesús, cuando encontró a la Magdalena después de la resurrección, le
dice: «No me toques, que todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis
hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios»
(Jn 20,17).
Ese mismo anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el
período pascual. Lo hizo especialmente durante la última Cena, «sabiendo Jesús
que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…, sabiendo que el
Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios
volvía» (Jn 13, 1-3). Jesús tenía, sin duda, en la mente su muerte ya cercana
y, sin embargo, miraba más allá y pronunciaba aquellas palabras en la
perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre mediante la ascensión
al cielo: «Me voy a aquel que me ha enviado» ( Jn 16, 5): « Me voy al Padre, y
ya no me veréis» (Jn 16, 10). Los discípulos no comprendieron bien, entonces,
qué tenía Jesús en mente, tanto menos cuanto que hablaba de forma misteriosa:
«Me voy y volveré a vosotros», e incluso añadía: «Si me amarais, os alegraríais
de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14, 28).
Tras la resurrección aquellas palabras se hicieron para los discípulos más
comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo.
3. Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios
transmitidos, podemos ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye
la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo. Hijo de Dios,
consubstancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta
última etapa permanece estrechamente conectada con la primera, es decir, con su
«descenso del cielo», ocurrido en la encarnación Cristo «salido del Padre» (Jn
16, 28) y venido al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de
su misión, «deja el mundo y va al Padre» (Cfr. Jn 16, 28). Es un modo único de
«subida» como lo fue el del «descenso» Solamente el que salió del Padre como
Cristo lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en
evidencia Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo,
sino el que bajó del cielo» (Jn 3, 13). Sólo Él posee la energía divina y el
derecho de «subir al cielo», nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a
sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa «casa del Padre» (Jn 14, 2), a la
participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al
hombre este acceso: Él, el Hijo que «bajó el cielo», que «salió del Padre»
precisamente para esto.
Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se
integra en el misterio de la Encarnación, y es su momento conclusivo.
4. La Ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la
«economía de la salvación», que se expresa en el misterio de la encarnación y,
sobre todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz Precisamente en el
coloquio ya citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico
y figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: «Como
Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado (es
decir, crucificado) el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él
vida eterna» (Jn 3, 14-1 5).
Y hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió
claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la «casa del
Padre» por medio de su cruz: «cuando sea levantado en la tierra, atraeré a
todos hacia mi» (Jn 12, 32). La «elevación» en la cruz es el signo particular y
el anuncio definitivo de otra «elevación» que tendrá lugar a través de la
ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta «exaltación» del Redentor ya
en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.
5. Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee
que Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, no penetró en
un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse
ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Heb 9, 24). Y entró «con
su propia sangre, consiguiendo una redención eterna: «penetró en el santuario
una vez para siempre» (Heb 9, 12). Entró, como Hijo «el cual, siendo resplandor
de su gloria (del Padre) e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con
su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se
sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1, 3)
Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn
3, 13) coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor
redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación,
en conexión con el principio fundamental ya puesto por Jesús «Nadie ha subido
al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13).
6. Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a
su muerte, pero en perspectiva de la ascensión: «Hijos míos, ya poco tiempo voy
a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y adonde yo voy (ahora) vosotros
no podéis venir» (Jn 13, 33). Sin embargo, dice en seguida: «En la casa de mi
Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos
un lugar» (Jn 14, 2).
Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá
de su grupo. Jesucristo va al Padre (a la casa del Padre) para «introducir» a
los hombres que «sin Él no podrían entrar». Sólo Él puede abrir su acceso a
todos: Él que «bajó del cielo» (Jn 3, 13), que «salió del Padre» (Jn 16, 28) y
ahora vuelve al Padre «con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna»
(Heb 9, 12). Él mismo afirma: «Yo soy el Camino; nadie va al Padre sino por mí»
(Jn 14, 6).
7. Por esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de
la pasión: «Os conviene que yo me vaya.» Sí, es conveniente, es necesario, es
indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo
explica hasta el final a los Apóstoles: «Os conviene que yo me vaya, porque si
no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré»
(Jn 16, 7). Sí. Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la presencia
visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo
invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador (Paráclito). Y
por ello prometió repetidamente: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 3. 28).
Nos encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna
o predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la
historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros
insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante el
Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo
obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia -verdad claramente
enseñada por Jesús- permanece envuelto en la niebla luminosa del misterio
trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.
8. La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia, también de
modo sacramental. En el centro de la Iglesia se así encuentra la Eucaristía.
Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos «se escandalizaron»
(Cfr. Jn 6, 61), ya que hablaba de «comer su Cuerpo y beber su Sangre». Pero
fue entonces cuando Jesús reafirmó: «¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al
Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da la vida,
la carne no sirve para nada» (Jn 6, 61-63).
Ya Jesús habla aquí de su ascensión al cielo cuando su Cuerpo terreno se
entregue a la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu «que da la vida».
Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el
Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de
Pentecostés, el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía
el memorial de la muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo
glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las
«moradas eternas», donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un
lugar en la «Casa del Padre» (Jn 14, 2).
12-04-89.- El hecho de la Ascensión
1. Ya los «anuncios» de la ascensión, que hemos examinado en la
catequesis anterior, iluminan enormemente la verdad expresada por los más
antiguos símbolos de la fe con las concisas palabras «subió al cielo». Ya hemos
señalado que se trata de un «misterio», que es objeto de fe. Forma parte del
misterio mismo de la Encarnación y es el cumplimiento último de la misión
mesiánica del Hijo de Dios, que ha venido a la tierra para llevar a cabo
nuestra redención.
Sin embargo, se trata también de un «hecho» que podemos conocer a través
de los elementos biográficos e históricos de Jesús, que nos refieren los
Evangelios.
2. Acudamos a los textos de Lucas. Primeramente al que concluye su
Evangelio: «Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo.
Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al
cielo» (Lc 24, 50-51): lo cual significa que los Apóstoles tuvieron la
sensación de «movimiento» de toda la figura de Jesús, y de un acción de
«separación» de la tierra. El hecho de que Jesús bendiga en aquel momento a los
Apóstoles, indica el sentido salvífico de su partida, en la que, como en toda
su misión redentora, está contenida para el mundo toda clase de bienes
espirituales.
Deteniéndonos en este texto de Lucas, prescindiendo de los demás, se deduciría
que Jesús subió al cielo el mismo día de la resurrección, como conclusión de su
aparición a los Apóstoles (Cfr. Lc 24, 36-39). Pero si se lee bien toda la
página, se advierte que el Evangelista quiere sintetizar los acontecimientos
finales de la vida de Cristo, del que le urgía descubrir la misión salvífica,
concluida con su glorificación. Otros detalles de esos hechos conclusivos los
referirá en otro libro que es como el complemento de su Evangelio, el Libro de
los Hechos de los Apóstoles que reanuda la narración contenida en el Evangelio,
para proseguir la historia de los orígenes de la Iglesia.
3. En efecto, leemos al comienzo de los Hechos un texto de Lucas que
presenta las apariciones y la ascensión de manera más detallada: «A estos
mismos (es decir, a los Apóstoles), después de su pasión, se les presentó
dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y
hablándoles acerca de lo referente al reino de Dios» (Hech 1, 3). Por tanto, el
texto nos ofrece una indicación sobre la fecha de la ascensión: cuarenta días
después de la Resurrección. Un poco más tarde veremos que también nos da
información sobre el lugar.
Respecto al problema del tiempo, no se ve por qué razón podría negarse
que Jesús se haya aparecido a los suyos en repetidas ocasiones durante cuarenta
días, como afirman los Hechos. El simbolismo bíblico del número cuarenta, que
sirve para indicar una duración plenamente suficiente para alcanzar el fin
deseado, es aceptado por Jesús, que ya se había retirado durante cuarenta días
al desierto antes de comenzar su ministerio, y ahora durante cuarenta días
aparece sobre la tierra antes de subir definitivamente al cielo. Sin duda, el
tiempo de Jesús resucitado pertenece a un orden de medida distinto del nuestro.
El Resucitado está ya en el Ahora eterno, que no conoce sucesiones ni
variaciones. Pero, en cuanto que actúa todavía en el mundo, instruye a los
Apóstoles, pone en marcha la Iglesia, el Ahora trascendente se introduce en el
tiempo del mundo humano, adaptándose una vez más por amor. Así, el misterio de
la relación eternidad-tiempo se condensa en la permanencia de Cristo resucitado
en la tierra. Sin embargo, el misterio no anula su presencia en el tiempo y en
el espacio; antes bien ennoblece y eleva al nivel de los valores eternos lo que
El hace, dice, toca, instituye, dispone: en una palabra, la Iglesia. Por esto
de nuevo decimos: Creo, pero sin evadir la realidad de la que Lucas nos ha
hablado.
Ciertamente, cuando Cristo subió al cielo, esta coexistencia e
intersección entre el Ahora eterno y el tiempo terreno se disuelve, y queda el
tiempo de la Iglesia peregrina en la historia. La presencia de Cristo es ahora
invisible y «supratemporal» como la acción del Espíritu Santo, que actúa en los
corazones.
4. Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús «fue llevado al cielo» (Hech
1, 2) en el monte de los Olivos (Hech 1, 12): efectivamente, desde allí los
Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la ascensión. Pero antes que esto
sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, «les mandó que
no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre» (Hech
1, 4). Esta promesa del Padre consistía en la venida del Espíritu Santo:
«Seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Hech 1, 5); «Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hech 1, 8).
Y fue entonces cuando «dicho esto, fue levantado en presencia ellos, y una nube
le ocultó a sus ojos» (Hech 1 9).
El monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús
en Getsemaní, es, por tanto, el último punto de contacto entre el Resucitado y
el pequeño grupo de sus discípulos en el momento de la ascensión. Esto sucede
después que Jesús ha repetido el anuncio del envío del Espíritu, por cuya
acción aquel pequeño grupo se transformará en la Iglesia y será guiado por los
caminos de la historia. La Ascensión es por tanto, el acontecimiento conclusivo
de la vida y de la misión terrena de Cristo: Pentecostés será el primer día de
la vida y de la historia «de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 11). Este es el
sentido fundamental del hecho de la ascensión más allá de las circunstancias
particulares en las que ha acontecido y el cuadro de los simbolismos bíblicos
en los que puede ser considerado.
5. Según Lucas, Jesús «fue levantado en presencia de ellos, y una nube
le ocultó a sus ojos» (Hech 1, 9). En este texto hay que considerar dos momentos
esenciales: «fue levantado (la elevación-exaltación) y «una nube le ocultó»
(entrada en el claroscuro del misterio).
«Fue levantado»: con esta expresión, que responde a la experiencia
sensible y espiritual de los Apóstoles, se alude a un movimiento ascensional, a
un paso de la tierra al cielo, sobre todo como signo de otro «paso»: Cristo
pasa al estado de glorificación en Dios. El primer significado de la ascensión
es precisamente éste: revelar que el Resucitado ha entrado en la intimidad
celestial de Dios. Lo prueba «la nube» signo bíblico de «presencia divina».
Cristo desaparece de los ojos de sus discípulos, entrando en la esfera
trascendente de Dios invisible.
6. También esta última consideración confirma el significado del
misterio que es la ascensión de Jesucristo al cielo. El Hijo que «salió del
Padre y vino al mundo, ahora deja el mundo y va al Padre» (Cfr. Jn 16, 28). En
ese «retorno» al Padre halla su concreción la elevación «a la derecha del
Padre», verdad mesiánica ya anunciada en el Antiguo Testamento. Por tanto,
cuando el Evangelista Marcos nos dice que «el Señor Jesús fue elevado al cielo
y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19), sus palabras reevocan el «oráculo
del Señor» enunciado en el Salmo: «Oráculo de Yahvéh a mi Señor: Siéntate a mi
diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies» (109-110,
1). «Sentarse a la derecha de Dios» significa coparticipar en su poder real y
en su dignidad divina.
Lo había predicho Jesús: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra
del Poder y venir entre las nubes del cielo», leemos en el Evangelio de Marcos
(Mc 14, 62). Lucas a su vez, escribe (Lc 22, 69): «El Hijo de Dios estará
sentado a la diestra del poder de Dios». Del mismo modo el primer mártir
Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento su muerte: «Estoy
viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de
Dios» (Hech 7, 56). El concepto, pues, se había enraizado y difundido en las
primeras comunidades cristianas, como expresión de la realeza que Jesús había
conseguido con la ascensión al cielo.
7. También el Apóstol Pablo, escribiendo a los Romanos, expresa la misma
verdad sobre Jesucristo, «el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a
la diestra de Dios y que intercede por nosotros» (Rom 8, 34). En la Carta a los
Colosenses escribe: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1; cfr. Ef l,
20). En la Carta a los Hebreos leemos (Heb 1 3; 8, 1): «Tenemos un Sumo
Sacerdote tal que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los
cielos». Y de nuevo(Heb 10, 12 y Heb 12, 2): « soportó la cruz, sin miedo a la
ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios».
A su vez, Pedro proclama que Cristo «habiendo ido al cielo está a la
diestra de Dios y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las
Potestades» (1 Ped 3, 22).
8. El mismo Apóstol Pedro, tomando la palabra en el primer discurso
después de Pentecostés, dirá de Cristo que «exaltado por la diestra Dios, ha
recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros
veis y oís» (Hech 2 33; cfr. también Hech 5, 31). Aquí se inserta en la verdad
de la ascensión y de la realeza de Cristo un elemento nuevo, referido al Espíritu
Santo.
Reflexionemos sobre ello un momento. En el Símbolo de los Apóstoles, la
ascensión al cielo se asocia la elevación del Mesías al reino del Padre: «Subió
al cielo, está sentado a la derecha del Padre». Esto significa la inauguración
del reino del Mesías, en el que encuentra cumplimiento la visión profética del
Libro de Daniel sobre el hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y
reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un
imperio eterno, que nunca pasará, y su reino nunca será destruido jamás» (Dn 7,
13-14).
El discurso de Pentecostés, que tuvo Pedro, nos hace saber que a los
ojos de los Apóstoles, en el contexto del Nuevo Testamento, esa elevación de
Cristo a la derecha del Padre está ligada, sobre todo, con la venida del
Espíritu Santo. Las palabras de Pedro testimonian la convicción de los
Apóstoles de que sólo con la ascensión Jesús «ha recibido el Espíritu Santo del
Padre» para derramarlo como lo había prometido.
9. El discurso de Pedro testimonia también que, con la venida del
Espíritu Santo, en la conciencia de los Apóstoles maduró definitivamente la
visión de ese reino que Cristo había anunciado desde el principio y del que
había hablado también tras la resurrección (Cfr. Hech 1, 3). Hasta entonces los
oyentes le habían interrogado sobre la restauración del reino de Israel (Cfr.
Hech 1, 6), tan enraizada en su interpretación temporal de la misión mesiánica.
Sólo después de haber reconocido «la potencia» del Espíritu de verdad, «se
convirtieron en testigos» de Cristo y de ese reino mesiánico, que se actuó de
modo definitivo cuando Cristo glorificado «se sentó a la derecha del Padre». En
la economía salvífica de Dios hay, por tanto, una estrecha relación entre la elevación
de Cristo y la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Desde ese momento
los Apóstoles se convierten en testigos del reino que no tendrá fin. En esta
perspectiva adquieren también pleno significado las palabras que oyeron después
de la ascensión de Cristo: «Este Jesús que os ha sido llevado, este mismo
Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo» (Hech 1,11). Anuncio
de una plenitud final y definitiva que se tendrá cuando en la potencia del
Espíritu de Cristo, todo el designio divino alcance su cumplimiento en la
historia.
19-04-89. – La Ascensión manifiesta que Jesús es el Señor
1. El anuncio de Pedro en el primer discurso pentecostal en Jerusalén es
elocuente y solemne: «A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros
somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios ha recibido del Padre el
Espíritu Santo prometido y lo ha derramando» (Hech 2, 32-33). «Sepa, pues, con
certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este
Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hech 2 36). Estas palabras
(dirigidas a la multitud compuesta por los habitantes de aquella ciudad y por
los peregrinos que habían llegado de diversas partes para la fiesta) proclaman
la elevación de Cristo (crucificado y resucitado) «a la derecha de Dios». La
«elevación», o sea, la ascensión al cielo, significa la participación de Cristo
hombre en el poder y autoridad de Dios mismo. Tal participación en el poder y
autoridad de Dios Uno y Trino se manifiesta en el «envío» del Consolador,
Espíritu de la verdad, el cual «recibiendo» (Cfr. Jn 16, 14) de la redención
llevada a cabo por Cristo, realiza la conversión de los corazones humanos.
Tanto es así, que ya aquel día, en Jerusalén, «al oír esto sintieron el corazón
compungido» (Hech 2, 37). Y es sabido que en pocos días se produjeron miles de
conversiones.
2. Con el conjunto de los sucesos pascuales, a los que se refiere el
Apóstol Pedro en el discurso de Pentecostés, Jesús se reveló definitivamente
como Mesías enviado por el Padre y como Señor.
La conciencia de que Él era «el Señor», había entrado ya de alguna
manera en el ámbito de los Apóstoles durante la actividad prepascual de Cristo.
El mismo alude a este hecho en la última Cena: «Vosotros me llamáis el Maestro
y el Señor, y decís bien porque lo soy» (Jn 13,17). Esto explica porque los
Evangelistas hablan de Cristo «Señor» como de un dato admitido comúnmente en
las comunidades cristianas. En particular, Lucas pone ya ese término en boca
del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús a los pastores: «Os ha nacido un
salvador que es el Cristo Señor» (Lc 2, 11 ) . En muchos otros lugares usa el
mismo apelativo (Cfr. Lc 1, 13; 10, 1; 10, 41; 11, 39; 12, 42; 13, 15; 17, 6;
22, 61). Pero es cierto que el conjunto de los sucesos pascuales ha consolidado
definitivamente esta conciencia. A la luz de estos sucesos es necesario leer la
palabra «Señor» referida también a la vida y actividad anterior del Mesías. Sin
embargo, es necesario profundizar sobre todo el contenido y el significado que
la palabra tiene en el contexto de la elevación y de la glorificación de Cristo
resucitado, en su ascensión al cielo.
3. Una de las afirmaciones más repetidas en las Cartas paulinas es que
Cristo es el Señor. Es conocido el pasaje de la Primera Carta a los Corintios
donde Pablo proclama: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del
cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor,
Jesucristo, por quien son todas las cosa y por el cual somos nosotros» (1 Cor
8,6; cfr. 16, 22; Rom 10, 9; Col 2, 6). Y el de la Carta a los Filipenses,
donde Pablo presenta como Señor a Cristo, que humillado hasta la muerte, ha
sido también exaltado «para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los
cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús
es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10)11). Pero Pablo subraya que
«nadie puede decir: "Jesús es Señor»» sino bajo la acción del Espíritu
Santo» (1 Cor 12, 3). Por tanto «bajo la acción del Espíritu Santo» también el
Apóstol Tomás dice a Cristo, que se le apareció después de la resurrección:
«Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Y lo mismo se debe decir del diácono
Esteban, que durante la lapidación ora: «Señor Jesús, recibe mi espíritu no les
tengas en cuenta este pecado» (Hech 7, 59)60).
Finalmente, el Apocalipsis concluye el ciclo de la historia sagrada y de
la revelación con la invocación de la Esposa y del Espíritu: «Ven, Señor Jesús»
(Ap 22, 20).
Es el misterio de la acción del Espíritu Santo «vivificante» que introduce
continuamente en los corazones la luz para reconocer a Cristo, la gracia para
interiorizar en nosotros su vida, la fuerza para proclamar que Él (y sólo Él)
es «el Señor».
4. Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder «en los
cielos y sobre la tierra». Es el poder real «por encima de todo Principado,
Potestad, Virtud, Dominación Bajo sus pies sometió todas las cosas» (Ef 1,
2122). Al mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla ampliamente
la Carta los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4: «Tú eres
sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec» (Heb 5, 6). Este eterno
sacerdocio de Cristo comporta el poder de santificación de modo que Cristo «se
convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,
9). «De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él se llegan a
Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Heb 7, 25).
Asimismo, en la Carta a los Romanos leemos que Cristo «está a la diestra de
Dios e intercede por nosotros» (Rom 8, 34). Y finalmente, San Juan nos asegura:
«Si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el
Justo» (1 Jn 2, 1).
5. Como Señor, Cristo es la Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo. Es
la idea central de San Pablo en el gran cuadro cósmico-histórico-sotereológico,
con que describe el contenido del designio eterno de Dios en los primeros
capítulos de las Carta a los Efesios y a los Colosenses: «Bajo sus pies sometió
todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia que es su Cuerpo,
la Plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22). «Pues Dios tuvo a bien
hacer residir en El toda la Plenitud» (Col 1, 19): en Él en el cual «reside
toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9).
Los Hechos nos dicen que Cristo «se ha adquirido» la Iglesia «con su
sangre» (Hech 20, 28; cfr. 1 Cor 6, 20). También Jesús cuando al irse al Padre
decía a los discípulos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo» (Mt 28 20), en realidad anunciaba el misterio de este Cuerpo que de él
saca constantemente las energías vivificantes de la redención. Y la redención
continúa actuando como efecto de la glorificación de Cristo.
Es verdad que Cristo siempre ha sido el «Señor», desde el primer momento
de la encarnación, como Hijo de Dios consubstancial al Padre, hecho hombre por
nosotros. Pero sin duda ha llegado a ser Señor en plenitud por el hecho de
«haberse humillado» «se despojó de sí mismo haciéndose obediente hasta la
muerte y muerte en cruz» (Cfr. Flp 2, 8). Exaltado, elevado al cielo y
glorificado, habiendo cumplido así toda su misión, permanece en el Cuerpo de su
Iglesia sobre la tierra por medio de la redención operada en cada uno y en toda
la sociedad por obra del Espíritu Santo. La redención es la fuente de la
autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia,
como leemos en la Carta a los Efesios: «El mismo "dio" a unos el ser
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros,
para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del
ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo. . . a la madurez de la
plenitud de Cristo» (Ef 4, 11-13).
6. En la expansión de la realeza que se le concedió sobre toda la
economía de la salvación, Cristo es el Señor de todo el cosmos. Nos lo dice
otro gran cuadro de la Carta a los Efesios: «Este que bajó es el mismo que
subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Ef 4, 10). En la
Primera Carta a los Corintios San Pablo añade que todo se le ha sometido
«porque todo (Dios) lo puso bajo sus pies» (con referencia l Sal 8, 5). «Cuando
diga que ¡todo está sometido!, es evidente que se excluye a Aquél que ha
sometido a El todas las cosas» (1 Cor 15, 27). Y el Apóstol desarrolla ulteriormente
este pensamiento, escribiendo: «Cuando hayan sido sometidas a Él todas las
cosas, entonces también el Hijo se someterá que el que ha sometido a El todas
las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28). «Luego, el fin,
cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo
Principado, Dominación y Potestad» (1 Cor 15, 24).
7. La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II ha vuelto a
tomar este tema fascinante, escribiendo que «El Señor es el fin de la historia
humana, ¡el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización!, el
centro del género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus
aspiraciones» (n. 45). Podemos resumir diciendo que Cristo es el Señor de la
historia. En Él la historia del hombre, y puede decirse de toda la creación,
encuentra su cumplimiento trascendente. Es lo que en tradición se llamaba
recapitulación «»recapitulatio», en griego: «auacefalawsiz» Es una concepción
que encuentra su fundamento en la Carta a los Efesios en donde se describe el
eterno designio de Dios «para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer
que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en
la tierra» (Ef 1,10).
8. Debemos añadir, por último, que Cristo es el Señor de la Vida eterna.
A Él pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de Mateo: «Cuando
el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces
se sentará en su trono de gloria Entonces dirá el Rey a los de su derecha:
Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para
vosotros desde la creación del mundo!» (Mt 25, 31. 34).
El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras de los hombres y
conciencias humanas, pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. El, en
efecto, «adquirió» este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre «todo juicio
lo ha entregado al Hijo» (Jn 5, 22). Sin embargo el Hijo no ha venido sobretodo
para juzgar, sino para salvar. Para otorgar la vida divina que está en El.
«Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo
tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del
hombre» (Jn 5, 26)27).
Un poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su
corazón desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre
«propter nos homines et propter nostram salutem». Cristo crucificado y
resucitado, Cristo que «subió a los cielos y está sentado a la derecha del
Padre». Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el
mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de gloria,
pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la
vida eterna.
Lección del 7 de junio del 2017
Taller No
Hacer una investigación acerca del cielo