5. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
5.2.1 Herejías opuestas
5.2.2 Doctrina del Magisterio
A. Institución del sacramento por Jesucristo
B. Universalidad del poder de perdonar los pecados
C. Potestad conferida a la Iglesia
D. La potestad de perdonar los pecados es judicial
5.2.2 Doctrina del Magisterio
A. Institución del sacramento por Jesucristo
B. Universalidad del poder de perdonar los pecados
C. Potestad conferida a la Iglesia
D. La potestad de perdonar los pecados es judicial
5.3.1 Los actos del penitente
A. Contrición
a. Características
b. El propósito
c. Contrición perfecta e imperfecta
B. Confesión
a. Sinceridad
b. Integridad
C. Satisfacción
5.3.2 La forma
A. El rito sacramental
B. La absolución colectiva
A. Contrición
a. Características
b. El propósito
c. Contrición perfecta e imperfecta
B. Confesión
a. Sinceridad
b. Integridad
C. Satisfacción
5.3.2 La forma
A. El rito sacramental
B. La absolución colectiva
5.4.1 Infusión de la gracia santificante
5.4.2 Perdona los pecados, la pena eterna y la pena temporal, en todo o en parte
5.4.3 Restituye las virtudes y los méritos
5.4.4 Confiere la gracia sacramental específica
5.4.5 Reconcilia con la Iglesia
5.4.2 Perdona los pecados, la pena eterna y la pena temporal, en todo o en parte
5.4.3 Restituye las virtudes y los méritos
5.4.4 Confiere la gracia sacramental específica
5.4.5 Reconcilia con la Iglesia
5.6.1 Requisitos para administrar el sacramento de
la penitencia
5.6.2 Lugar y sede para oír las confesiones
5.6.3 Obligaciones del confesor
A. Preparación necesaria
B. Obligación de oír confesiones
C. Actitudes al administrar el sacramento
D. El sigilo sacramental
5.6.4 Modo de actuar en algunos casos concretos
A. Los ocasionarios
B. Los habituados y los reincidentes
5.6.2 Lugar y sede para oír las confesiones
5.6.3 Obligaciones del confesor
A. Preparación necesaria
B. Obligación de oír confesiones
C. Actitudes al administrar el sacramento
D. El sigilo sacramental
5.6.4 Modo de actuar en algunos casos concretos
A. Los ocasionarios
B. Los habituados y los reincidentes
5. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
La grandeza de la misericordia de Dios se pone particularmente de
relieve ante la consideración de la negatividad insondable del pecado.
En efecto, la malicia que supone el quebranto de la Voluntad divina por parte
de la criatura, ofende a la Majestad de Dios y alcanza por ello gravedad
infinita. Sin embargo, es Dios mismo quien ofrece su perdón, porque
no desea la muerte del hombre sino que se convierta de su camino y viva (Ez.
33, 11). Su inagotable misericordia obra pacientemente con vosotros, no
queriendo que algunos perezcan sino que todos vengan a penitencia (I Pe.
3, 9).
Al ofrecer su perdón, Dios pide a cambio una conversión en el interior
del hombre, un cambio de vida un retornar de nuevo hacia El: y es precisamente
este requerimiento divino lo que engloba el concepto de penitencia.
5.1 NOCION DE PENITENCIA
Etimológicamente, penitencia viene del verbo latino poenitere =
tener pena, dolerse, arrepentirse. En teología se usa indistintamente el
término para designar tanto una virtud como un sacramento.
a) La penitencia,
virtud moral (cfr. Catecismo, nn. 1430-2).
Como virtud, la penitencia lleva al pecador:
a) a arrepentirse de los pecados cometidos,
b) a tener el propósito de no volver a cometerlos,
c) a imponerse por ellos el debido castigo o satisfacción.
b) a tener el propósito de no volver a cometerlos,
c) a imponerse por ellos el debido castigo o satisfacción.
En el lenguaje común, al decir que alguien hace penitencia suele
entenderse tan sólo la fase final de la virtud, es decir, el cumplimiento de
las obras costosas impuestas como castigo. Esos sacrificios, sin embargo, no se
entenderían al margen del motivo que los ocasiona: el arrepentimiento de
acciones pecaminosas, que incluyen implícitamente la enmienda. Así, pues, la
virtud de la penitencia en teología engloba causas y efectos, y no sólo las
obras penitenciales.
Lo propio de esta virtud es el dolor del alma que se
entristece por sus pecados, y que tiene como motivo saber que son
ofensas a Dios, y no, p. ej., los males que el pecado suele acarrear
(cfr. S. Th. III, q. 85, ad. 2, ad. 3). Por tanto, no sería virtud
la del ladrón que se arrepiente del hurto porque lo encarcelaron, o porque fue
golpeado, etc.
b) La penitencia como
sacramento
Como sacramento, la
penitencia o reconciliación es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley
instituidos por Nuestro Señor Jesucristo.
Es ésta una verdad de fe definida por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 911).
De acuerdo a esta segunda
acepción, el perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido
por un sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión,
de la penitencia o de la reconciliación (Catecismo, n. 1486).
El sacramento de la
penitencia se une íntimamente a la virtud de la penitencia, por dos razones:
lo. Porque el sacramento
de la penitencia requiere, como condición necesaria para que sea
válido, la virtud de la penitencia: no se daría el perdón de los
pecados en la confesión, si el pecador no estuviera arrepentido de haberlos
cometido.
2o. Porque el verdadero
arrepentimiento de los pecados conlleva el deseo de confesarlos: se dudaría del
dolor de haber ofendido a Dios si no se pusieran en práctica los medios fijados
por Dios mismo para perdonar pecados.
5.2 LA PENITENCIA, SACRAMENTO DE LA NUEVA LEY
La penitencia es un verdadero sacramento, pues en ella se
dan los elementos esenciales de todo sacramento:
a) el signo sensible,
que está constituido por los actos del penitente: contrición, confesión y
satisfacción (cfr. Catecismo Romano, II, cap. V, n. 13; Concilio de Trento,
sess. XIV, caps. 3-4), y las palabras de la absolución;
b) la institución por
Cristo, de la que se habla con toda claridad en la Sagrada Escritura:
Recibid al Espíritu Santo dijo Jesús a los Apóstoles; a quienes perdonareis los
pecados les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos
(Jn. 20, 22);
c) la producción de
la gracia, tanto la santificante que se infunde al ser remitidos los
pecados, como la sacramental específica, que da la fuerza para no volver a
cometer los pecados acusados.
5.2.1 Herejías opuestas
Para contrastar la riqueza de la doctrina católica sobre este
sacramento, resulta útil detenerse en las interpretaciones equivocadas que se
han suscitado en la historia de la Iglesia:
a) La herejía llamada de los montanistas (siglo II),
limitaba el poder de la Iglesia para perdonar los pecados, diciendo que había
algunos -la idolatría, el adulterio y el homicidio- que no podrían ser
perdonados.
b) Los novacianos (siglo III) afirmaban que la Iglesia
debía estar formada sólo por hombres puros, y negaban la reconciliación a todos
aquellos que hubieran cometido pecado mortal. Lo mismo afirmaron los donatistas (siglo
IV).
c) Abelardo (siglo XII) afirmó que Cristo confirió a
sus Apóstoles la potestad de atar y de desatar, pero esa potestad no la
concedió a los sucesores de ellos (cfr. Dz. 379).
d) Las sectas espiritualistas (valdenses y cátaros) así
como los seguidores de Wicleff y de Hus, rechazaron la jerarquía
eclesiástica y, en consecuencia, defendían la tesis de que todos los cristianos
buenos y piadosos tienen sin distinción el poder de absolver los pecados.
e) Los reformadores protestantes negaron totalmente el
poder de la Iglesia para perdonar los pecados. Aunque al principio admitieron
la penitencia como sacramento (junto al bautismo y a la ‘cena’; cfr.
Lutero), Apol. Conf. Aug., art. 13), su concepto de
justificación les llevó necesariamente a negar todo poder real de perdonar los
pecados.
En efecto, si la justificación no es, según ellos, verdadera y real
extinción del pecado, sino una mera no imputación externa o cubrimiento de los
pecados por la fe fiducial. entonces la absolución no es verdadera remisión del
pecado, pues los pecados permanecen a pesar de todo.
Contra los protestantes, el Concilio de Trento declaró que Cristo
comunica a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores, la potestad de perdonar
realmente los pecados (cfr. Dz. 894 y 913).
f) En la ‚poca actual, el error consiste en la desacralización del
sacramento, al grado de ser equiparado a técnicas puramente humanas o
psicológicas, como si se tratara de relaciones interpersonales, perdiéndose de
vista que la confesión es el medio para obtener la realidad sobrenatural de la
gracia santificante.
5.2.2 Doctrina del Magisterio
Sobre los puntos atacados por los herejes, la Iglesia se ha visto
obligada a predicar la doctrina católica.
A. Institución del sacramento por Jesucristo
La primera y radical conversión del hombre tiene lugar en el sacramento
del bautismo: por él se nos perdona el pecado original, nos convertirnos en
hijos de Dios, y entramos a formar parte de la Iglesia. Sin embargo, como
el hombre a lo largo de su vida puede descaminarse no una, sino innumerables
veces, quiso Dios darnos un camino por el que pudiéramos llegar a El.
Como era tan sorprendente la
divina misericordia dispuesta a perdonar, el Señor fue preparando a
sus Apóstoles y a sus discípulos, perdonando El mismo los pecados al
paralítico de Cafarnaúm (cfr. Lc. 5, 18-26), a la mujer pecadora (cfr. Lc. 7,
37-50), etc., y prometiendo, además, a los Apóstoles, la potestad
de perdonar o de retener los pecados: "En verdad os digo: todo cuanto
atareis en la tierra ser atado en el cielo, y cuanto desatareis en la
tierra, será desatado en los cielos" (cfr. Mt. 18, 18).
Para que no hubiera duda de
que los poderes que había prometido a San Pedro personalmente (cfr. Mt. 16,
19) y a los demás Apóstoles con él (cfr. Mt. 18, 18), incluían
el de perdonar los pecados, en la tarde del primer día de la resurrección,
apareciéndose Jesús a sus Apóstoles, los saluda y les muestra sus manos y su
costado diciendo: recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonareis los
pecados, les serán perdonados; a quiénes se los retuviereis, les serán
retenidos (Jn. 20, 21 ss.). De otra manera, si la Iglesia no
tuviera esa potestad, no podría explicarse la voluntad salvífica de Dios.
B. Universalidad del poder de perdonar los pecados
La potestad de perdonar se extiende absolutamente a todos los
pecados. Consta por la amplitud ilimitada de las palabras de Cristo a los
Apóstoles: Todo lo que desatareis... (Mt. 18, 18), y por la práctica universal
de la Iglesia que, aun en las épocas de máximo rigor disciplinar, absolvía los
pecados más aborrecibles -llamados ad mortem- una vez en la vida, y
siempre en el momento de la muerte; señal evidente de que la Iglesia tenía
plena conciencia de su ilimitada potestad sobre toda clase de
pecados (cfr. Dz. 43, 52a, 57 III, 430, 894, 903).
Por eso señalaba recientemente Juan Pablo II empleando una expresión de
San Pablo (cfr. I Tim. 3, 15ss.) que a ese designio salvífico
de Dios se le ha de llamar mysterium o sacramentum pietatis: es, en
efecto, el misterio de la infinita piedad de Dios hacia nosotros, que penetra
hasta las raíces más profundas de nuestra iniquidad mysterium iniquitatis,
llama también San Pablo al pecado (cfr. II Tes. 2, 7), para provocar
en el alma la conversión y dirigirla a la reconciliación (cfr. Exhort.
Apost. Reconciliatio et paenitentia, nn. 19-20).
C. Potestad conferida a la Iglesia
Esa potestad fue conferida sólo a la Iglesia jerárquica, no
a todos los fieles, ni sólo a los carismáticos. En la persona de los Apóstoles
se contenía la estructura jerárquica de la Iglesia, que se había de continuar
en todas las épocas (cfr. Dz. 902 y 920).
Unida íntimamente a la misión de Cristo está la misión de la Iglesia,
pues a ella sólo otorgó su potestad y prometió su asistencia hasta el fin de
los siglos.
D. La potestad de perdonar los pecados es judicial
La potestad de perdonar los pecados que tiene la Iglesia es judicial;
es decir, el poder conferido por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores
implica un verdadero acto judicativo: hay un juez, un reo y
una culpa. Se realiza un juicio, se pronuncia una
sentencia y se impone un castigo.
Esto significa que, cuando el sacerdote imparte el perdón no lo hace
como "si declarara que los pecados están perdonados. sino a modo
de acto Judicial, en el que la sentencia es pronunciada por él mismo como
juez" (Concilio de Trento: cfr. Dz. 902 ). Por esta razón, la forma
se dice con carácter indicativo y en primera persona: "Yo te
absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo".
El sacerdote, sin embargo,
dicta la sentencia en nombre y con la autoridad de Cristo, y por
tanto, es el mismo Jesucristo -representado por el sacerdote- quien perdona los
pecados en un juicio cuya sentencia es siempre de perdón, si el
penitente está bien dispuesto. Sirviéndose del ministro como instrumento,
es el propio Jesucristo quien absuelve.
Como señala Juan Pablo II, la confesión es siempre un encuentro
personal con Cristo: La Iglesia, observando la praxis plurisecular del
sacramento de la penitencia -la práctica de la confesión individual, unida al
acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción-, defiende
el derecho particular del alma. Es el derecho a un encuentro personal del
hombre con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del
ministro del sacramento de la Reconciliación: `Tus pecados te son perdonados' (Mc.
2, 5) (Enc. Redemptor hominis, n. 20).
Precisamente por estas
razones la Iglesia ordena la práctica de este sacramento como personal
y auricular, tolerando sólo por graves motivos -como señalaremos más
adelante-, la práctica de la absolución general, que no reúne las
características de verdadero juicio.
5.3 EL SIGNO SACRAMENTAL DE LA PENITENCIA
De acuerdo a la explicación que da Santo Tomás (cfr. S. Th. III,
q. 84, a. 2), reafirmada por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 699, 896, 914, ver
también Catecismo, n. 1448), el signo sensible lo componen la
absolución del sacerdote y los actos del penitente:
la actuación del ministro que imparte el perdón en nombre de Cristo se
resume en las palabras de la absolución, que constituyen la forma del
sacramento;
la actuación del penitente se concreta en las disposiciones con que se
prepara para recibir la absolución, y constituyen la materia del
sacramento: esas disposiciones son la contrición o dolor de
los pecados, la confesión o manifestación de los mismos, y
la satisfacción para compensarlos de algún modo.
5.3.1 Los actos del penitente
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda en el n.
1450 que la penitencia mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su
corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y
fructífera satisfacción.
De los tres actos del penitente el más importante es la contrición es
decir, el rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto
con el propósito de no volver a cometerlo. Esta contrición es el principio de
la conversión, de la metanoia que devuelve al hombre a Dios, y
que tiene su signo visible en el sacramento de la penitencia.
Por voluntad de Dios, forma parte del signo sacramental la acusación
de los pecados, que tiene tal realce que de hecho el nombre usual de este
sacramento es el de confesión. Acusar los propios pecados es una exigencia de
la necesidad de que el pecador sea conocido por quien en el sacramento es a la
vez juez -que debe valorar la gravedad de los pecados y el arrepentimiento del
pecador-, y médico, que debe conocer el estado del enfermo para
ayudarlo y curarlo.
La satisfacción es el acto final del signo sacramental,
que en muchos sitios se llama precisamente penitencia. No es,
obviamente, un precio que se paga por el perdón recibido, porque nada
puede pagar lo que es fruto de la Sangre de Cristo. Es un signo del
compromiso que el hombre hace de comenzar una nueva vida, combatiendo con la
propia mortificación física y espiritual las heridas que el pecado ha dejado en
las facultades del alma.
A. Contrición
El primer acto del penitente, la contrición, "es el dolor
del alma y detestación del pecado cometido, juntamente con el propósito de no
volver a pecar" (Concilio de Trento, Dz. 897: ‘animi
dolor ac detestatio de peccato comisso, cum propósito non pecandi de cetero’)
(Catecismo, n. 1451).
Constituye la parte más
importante del sacramento de la penitencia. Etimológicamente viene del verbo
contere, que significa destrozar, triturar: con el dolor y la detestación, el
alma busca destruir los pecados cometidos.
Lo propiamente específico de la contrición es el dolor del
alma por el pecado cometido, lo cual necesariamente implica el
propósito de no volver a cometer pecados. Este propósito, además de ser
propósito de no pecar más, incluye también el propósito de confesar los pecados
cometidos, y de satisfacer por ellos, de modo que no se puede hablar de
verdadera contrición, si no hay al menos implícitamente este doble propósito.
No es necesario, ni siempre ser posible, que el dolor de
contrición se manifieste con sentimientos sensibles de dolor
-lágrimas, angustia, etc.-: es un acto de la voluntad, que no
procede del sentimiento sino de la razón, iluminada por la gracia.
a) Características
La contrición requerida para el perdón de los pecados ha de ser:
interna, sobrenatural, universal y máxima en cuanto a la valoración.
a.1) La contrición es interna si proviene de la
inteligencia y de la voluntad libre del penitente, y no tan sólo fingida
exteriormente. La Sagrada Escritura lo afirma, por ejemplo cuando dice:
"Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras".
Por otra parte, al ser la contrición parte del signo externo del
sacramento, ha de manifestarse también al exterior, acusando los propios
pecados.
a.2) La contrición ha de ser sobrenatural, tanto en su
principio Dios que mueve al pecador al arrepentimiento, como por los motivos o
razones que la provocan: la ofensa a Dios, la contemplación de Jesús
crucificado, la pérdida del cielo, etc.
No puede originarse por un motivo meramente natural, como sería el temor
a las consecuencias naturales del pecado: la enfermedad, la cárcel, el
menosprecio, etc.
a.3) Es universal la verdadera contrición, pues se
extiende a todos los pecados graves cometidos. No es posible que se perdone un
pecado mortal desligado de los demás, ya que no sería verdadero el
arrepentimiento de uno pero no de otro, pues la causa formal de la contrición
es la ofensa a Dios, sin que importe la razón de que provenga.
a.4) Es, además, máxima en cuanto a la valoración (la
fórmula tradicional se refiere a esta condición con el término appreciative
summa), lo que significa que el pecador aborrece el pecado como el mayor
mal, y está dispuesto a sufrir cualquier inconveniente antes de ofender de
nuevo a Dios con una culpa grave.
En otras palabras, no apreciaría el pecado como el mayor mal quien no
estuviera dispuesto a sufrir cualquier otra contrariedad -pobreza, pérdida del
empleo, humillación e incluso la misma vida- antes de cometer un pecado grave.
Sin embargo, no se requiere, como ya señalamos, que el dolor sea sumo en
cuanto a la sensibilidad, sino en la apreciación de la mente y la firmeza de la
voluntad.
b) El propósito
Por último, y como se
desprende de la definición de contrición, para que ésta sea verdadera ha de
incluir el propósito de no pecar en adelante.
El propósito puede ser:
explícito y formal, cuando es en sí mismo un acto
del penitente distinto de la contrición o arrepentimiento;
implícito y virtual, cuando se contiene en toda sincera contrición.
implícito y virtual, cuando se contiene en toda sincera contrición.
Para la validez de la
confesión, se requiere el propósito al menos implícito. Sus cualidades son
tres:
b.1) Firme, porque en el momento de hacerlo el penitente se
propone, con voluntariedad actual, no volver a ofender a Dios. Esta firmeza no
ha de confundirse con la constancia, que hace más bien relación al futuro; en
otras palabras, la sinceridad del propósito es compatible con la duda sobre el
cumplimiento posterior, dada la propia debilidad.
b.2) Eficaz, porque debe llevar a poner los medios
necesarios para evitar el pecado, a evitar las ocasiones de pecado en la medida
de las propias posibilidades, y a reparar el daño que pueda haberse hecho a los
demás por el pecado cometido.
Si el propósito no es eficaz el sujeto carecería de las disposiciones
mínimas para recibir la absolución sacramental. Sería el caso de quien no
evitara la ocasión próxima voluntaria de pecar, por ejemplo, no alejándose de
las amistades que le llevan a ofender a Dios.
b.3) Universal, es decir, se ha de extender a todo
pecado mortal porque, al igual que la contrición, el propósito verdadero
rechaza el pecado en cuanto tal.
c) Contrición
perfecta e imperfecta
Enseña la Iglesia (cfr. Catecismo, nn. 1452 y 1453) que hay
dos clases de dolor y detestación de los pecados: contrición perfecta es
aquella fruto del amor -dolor de amor- a Dios ofendido, y tan grata que nos
reconcilia con El. La contrición imperfecta o atrición, no da la
gracia si no va acompañada de la recepción del sacramento, pero basta como
disposición para recibirlo.
Se llama imperfecta porque no proviene de un amor puro a Dios, sino de
algún otro motivo sobrenatural como el temor al infierno.
Cuando el dolor de atrición va acompañado por la absolución, el
penitente de atrito se hace contrito, quedando justificado por la virtud del
sacramento. De todos modos, debe excluir la voluntad de pecar, con la esperanza
del perdón, como enseña la Iglesia.
Por tanto, estas dos clases de contrición difieren por razón de su motivo y de sus efectos:
Por razón de su motivo,
porque la perfecta es fruto de una ardiente caridad hacia Dios ofendido,
y la imperfecta viene determinada por un motivo distinto del amor.
Por razón de sus efectos,
porque la perfecta justifica al pecador antes de la confesión, con
tal de que se tenga el deseo de hacer lo que Dios ha ordenado y, por tanto,
también el deseo de confesarse. La imperfecta, en cambio, basta para obtener el
perdón en el sacramento, pero no fuera de él.
Ante esta verdad, alguien podría preguntarse: ‘Si con la contrición
perfecta se perdonan los pecados, ¿cuál es la razón de confesarlos?’. La razón
es que ese tipo de contrición presupone el deseo de confesarlos: sería
contradictorio un dolor perfecto de los pecados unido al rechazo del precepto
divino de confesarlos al sacerdote. Además, su efectiva confesión también es
necesaria porque nadie puede estar completamente seguro de que su contrición es
absolutamente perfecta.
Con todo lo dicho, se entiende que quien muriese en pecado grave,
habiendo hecho un acto de contrición imperfecta pero sin haber recibido la
absolución, no puede salvarse. En cambio, la contrición perfecta, unida al
deseo de confesarse en cuanto sea posible, es suficiente para obtener
el perdón. Quien ama a Dios de modo que detesta profundamente el pecado, no
puede condenarse. Si alguno muriese sin haber podido recibir ningún sacramento,
pero teniendo contrición perfecta, obtendría el cielo.
Es por ello de gran utilidad dolerse con frecuencia de los
pecados; la conciencia se hace más sensible de las ofensas a Dios, y se
esforzar por repararlos, preparando mejor la confesión, viviendo con más
confianza en Dios y luchando por evitarlos.
B. Confesión
La acusación de los propios pecados constituye el
segundo acto que debe realizar el penitente. Este deber viene implícito en las
palabras de Cristo: "...A quienes perdonareis los pecados, les serán
perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" (Jn. 20,
22-23). Para poder emitir un juicio acertado -perdonar o retener-, el sacerdote
debe conocer el estado del penitente, lo cual no es posible si éste no declara
sus pecados y sus disposiciones, a través de la confesión.
La confesión de todos los pecados cometidos después del bautismo, con
objeto de obtener de Dios el perdón, a través de la absolución del sacerdote,
no se puede reducir a un intento de autoliberación psicológica,
aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, que
es connatural al corazón humano; es un gesto litúrgico, solemne en su
dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el
gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el
beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de entrega de sí mismo,
por encima del pecado, a la misericordia que perdona (Juan Pablo II, Exhor.
Ap. Reconciliatio et paenitentia, n. 31).
Es, en efecto, un requisito
establecido por el mismo Dios la manifestación o confesión de los pecados por
parte del penitente, para que el ministro conozca la causa y pueda dictar
sentencia.
El difundido error de considerar que basta la contrición para obtener el
perdón de los pecados, nos lleva a estudiar más detenidamente la necesidad
de acusar ante el sacerdote todos los pecados mortales.
Es usual oír expresiones como éstas: ‘Si ya estoy arrepentido, ¿para qué
me confieso?’; o bien, ‘yo me confieso sólo ante Dios’, etc., que manifiestan
confusión de ideas y profunda ignorancia.
El Magisterio de la Iglesia
declaró solemnemente en el Concilio de Trento: "Si alguno dijere que para
la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario
por derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales, sea
anatema" (Dz.917).
La claridad de esta formulación viene dada por la misma institución
divina: Jesucristo confiere explícitamente a sus Apóstoles el poder de perdonar
los pecados (cfr. Jn. 20, 21-23); como esa potestad no pueden
ejercitarla sus ministros de forma arbitraria, es evidente que necesitan
conocer las causas sobre las que debe emitirse el juicio que eso es la
confesión, y esto no de modo general sino con detalle y precisión (cfr.
S. Th. III, q. 6).
La acusación de los pecados
debe reunir dos características: ha de ser sincera e íntegra.
a) Sinceridad
La confesión es sincera cuando se manifiestan los pecados como
la conciencia los muestra sin omitirlos, disminuirlos, aumentarlos o variarlos.
Omitir a sabiendas un
pecado grave todavía no confesado, hace inválida la confesión (es
decir, no quedan perdonados los pecados ahí confesados), y se comete, además,
un grave sacrilegio. Esto mismo se aplica al hecho de omitir voluntariamente
circunstancias que mudan la especie del pecado.
Los pecados no confesados por
olvido o por ignorancia invencible no invalidan la confesión, y
quedan implícitamente perdonados, pero han de ser acusados en la siguiente
confesión si el penitente es consciente de ellos posteriormente.
Enseña el Magisterio de la Iglesia (cfr. Instrucción de
la Sagrada Penitenciaría del 25-III-1944, nn. 4-5) que no debe admitirse
ninguna inquietud si, después de la confesión y de haber hecho el conveniente
examen de conciencia, se reparase en el olvido de algún pecado grave. Sin
embargo, estos pecados recordados más tarde, deben manifestarse en la siguiente
confesión que se realice.
Para lograr que la confesión
sea sincera, ya desde el momento mismo de su preparación a través del examen,
ha de tenerse en cuenta que la acusación de los pecados debe ser natural,
sencilla, clara y completa, como recomienda el Catecismo Romano (cfr.
II, V, 50):
natural: conviene emplear pocas palabras, las justas, a fin
de decir con humildad lo que culpablemente hemos hecho y omitido;
sencilla: no divagar, ni perderse en generalidades
y detalles superfluos, señalando dónde radicó nuestra voluntad de pecar;
clara: sin manifestar circunstancias innecesarias,
guardando la oportuna modestia en el modo de hablar, pero permitiendo que el
sacerdote entienda bien el pecado cometido;
completa: abarcando todos y cada uno de los pecados
mortales cometidos desde la última confesión bien hecha.
b) Integridad
Como ya dijimos, el
sacramento de la penitencia tiene la estructura de un juicio, y el
confesor -en su función de juez- necesita conocer todos los datos pertinentes
para emitir la sentencia y determinar la pena. Por eso, la confesión de los
pecados ha de ser integra: esto es, debe abarcar todos los pecados
mortales no confesados desde la última confesión bien hecha, con su número y
con las circunstancias que modifican la especie. Veremos ahora con más
detenimiento cada uno de los elementos necesarios para la integridad de la
confesión.
b.1) Se deben
confesar todos los pecados mortales, y el número de veces que se cometieron.
Por tanto, la acusación abarca necesariamente todos y cada uno de los pecados
mortales cometidos después del bautismo que no han sido perdonados
anteriormente; de ahí que se hable de materia necesaria, porque su omisión
culpable haría inválido el sacramento.
Quedan, pues, exceptuados de la obligación de confesarlos, los pecados
veniales, y se exceptúan igualmente los pecados dudosos. En el caso de los
pecados dudosos la actitud más aconsejable, no tratándose de escrupulosos, es
la de confesarlos como dudosos: al someter su conciencia al juicio del
confesor, manifiestan eficazmente su deseo de cumplir con la voluntad de Cristo
al instituir, como imprescindible, la integridad de la confesión.
Es importante que la integridad de la confesión quede asegurada a través
del examen de conciencia hecho con una diligencia proporcionada al número y
gravedad de las culpas, y al tiempo transcurrido desde la última confesión.
b.2) Se deben
confesar los pecados mortales según su especie moral ínfima. Como se
estudió en el ‘Curso de Teología Moral’ (cfr. 5.1.2), los pecados se
distinguen por su especie o naturaleza. Para la integridad de la confesión, ha
de declararse la ‘especie moral ínfima’, es decir, el pecado ha de ser
expresado de forma tal que no admita inferiores subdivisiones en especies
distintas.
No basta, por tanto, acusarse de modo genérico de un pecado contra
alguna virtud, p. ej., contra la justicia o contra la caridad, ya que contra la
justicia puede pecarse por calumnia o por hurto, y contra la caridad por
escándalo, por envidia, por juicio temerario, por odio, etc.
La confesión, pues, debe hacerse con claridad y exactitud,
explicando la especie o clase de pecado, su número y, como veremos enseguida,
las circunstancias que puedan modificar su gravedad, como el lugar, el fin,
etc.
b.3) Se deben
confesar los pecados mortales y las circunstancias que cambian la especie del
pecado o su gravedad. Este tema quedó ya explicado al estudiar que la
moralidad de los actos humanos viene dada por el objeto, el fin y las
circunstancias (cfr. ‘Curso de Teología Moral’, cap. 2).
Cabe aclarar que los pecados han de ser indicados, no descritos: señalar
qué se hizo, no cómo, a menos de que el modo de hacerlo añada alguna
consideración moral (p. ej., si al robar se empleó la violencia, porque
entonces el hurto se transforma en rapiña, y se añade nueva gravedad).
La confesión numérica y específica de los pecados
mortales y de las circunstancias que pueden haber cambiado su calificación
moral, es un medio prácticamente insustituible, para que la conciencia de un
cristiano se forme cada vez mejor. Se evitan los escrúpulos, pues el alma
cuenta con la ayuda del sacerdote pata distinguir lo que es pecado de lo que no
lo es, y se reciben las orientaciones y los consejos oportunos de acuerdo con
la situación y condiciones personales.
No hay motivo razonable, por tanto, para la vergüenza o el temor: es
Dios mismo quien escucha, aconseja o perdona.
b.4) La integridad de la
confesión puede disculparse en caso de imposibilidad física (p.
ej., si el penitente está privado de los sentidos, en caso de mudez, en peligro
de muerte y por falta de tiempo, por desconocimiento del idioma e imposibilidad
de encontrar un confesor que hable la misma lengua, etc.) o de imposibilidad
moral (p. ej., si el penitente está gravemente enfermo y no puede confesarse
íntegramente sin daño para su salud, en caso de escrúpulos, etc.).
b.5) Es materia
suficiente de la confesión la que permite recibir válidamente la
absolución: cualquier pecado ciertamente cometido, mortal o venial, aunque ya
haya sido perdonado: siempre es posible actualizar la contrición y,
ordinariamente, queda parte de la pena temporal, que puede disminuirse a través
del nuevo acto de dolor expresado en la confesión.
b.6) La materia libre de
la confesión es decir, no obligatoria la constituyen todos los pecados mortales
ya perdonados anteriormente, y los pecados veniales, confesados o no. Cuando
una persona no encuentra pecados mortales, hace muy bien en no diferir la
confesión: además de los defectos e imperfecciones que tiene, conviene acusarse
de algún pecado mortal de la vida pasada, ya perdonado, o de faltas cometidas
contra una determinada virtud o precepto del decálogo.
C. Satisfacción
La absolución del sacerdote perdona la culpa y la pena eterna
(infierno), y también parte de la pena temporal debida por los pecados (penas
del purgatorio), según las disposiciones del penitente. No obstante, por ser
difícil que las disposiciones sean tan perfectas que supriman todo el
débito de pena temporal, el confesor impone una penitencia que ayuda a la
atenuación de esa pena.
Por tanto, la confesión oral
de los pecados no termina el acto sacramental en lo que al
penitente se refiere. Pertenece a la sustancia de sus disposiciones el aceptar
la satisfacción impuesta por el confesor para resarcir a la justicia divina;
esas obras satisfactorias adquieren valor sobrenatural porque se insertan en la
eficacia del sacramento.
Es éste el tercero de los actos del penitente, y su efectivo
cumplimiento -cuanto antes, mejor- tiene eficacia reparadora en virtud del
sacramento mismo, aunque mayor o menor según las disposiciones personales.
Antiguamente las penitencias sacramentales eran muy severas; en la actualidad
son muy benignas. Podrían ser proporcionadas a la gravedad de los pecados, pero
en la práctica el confesor suele acomodarlas a nuestra flaqueza.
La satisfacción puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de
misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y
sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar (Catecismo,
n. 1460).
c.1) Normalmente, el
confesor deberá imponer la penitencia antes de la absolución.
El objeto y la cuantía de la penitencia deberán acomodarse a
las circunstancias del penitente, de modo que repare el daño causado y sea
curado con la medicina adecuada a la enfermedad que padece.
Conviene, por eso, que la penitencia impuesta sea realmente un remedio
oportuno al pecado cometido, y que ayude, de alguna manera, a la renovación de
la vida.
Sobre la cuantía de la pena
impuesta no hay reglas fijas. La práctica pastoral y el derecho de la Iglesia
determinan que guarde cierta proporción en relación con número y el
tipo de pecados cometidos. En consecuencia, los pecados graves requieren
una penitencia mayor -oír la Santa Misa, rezar un Rosario completo, ayunar un
día, etc..-
Sin embargo, la enfermedad corporal, la poca formación del penitente, su
habitual alejamiento de la vida cristiana o la intensa contrición de los
pecados, aconseja que se disminuya la satisfacción. En todo caso, el confesor
puede cumplir él mismo la parte de la penitencia que debería imponer al
penitente.
c.2) El penitente ha
de aceptar la penitencia que razonablemente le impone el confesor, y
después cumplirla. Si considera que es difícil de cumplir, debe manifestarlo
antes de recibir la absolución, para que el confesor, si lo juzga prudente, la
conmute.
El cumplimiento de la
satisfacción impuesta obliga gravemente al penitente:
si se trata de una penitencia por los pecados mortales no perdonados en
anteriores confesiones;
si la materia de la penitencia es grave en sí misma: p. ej., oír Misa un día de precepto;
si el confesor obliga gravemente al penitente con la satisfacción que le impuso.
si la materia de la penitencia es grave en sí misma: p. ej., oír Misa un día de precepto;
si el confesor obliga gravemente al penitente con la satisfacción que le impuso.
Cuando el sacerdote no
determina con exactitud el tiempo del cumplimiento de la penitencia, se
aconseja cumplirla cuanto antes, para evitar que se olvide.
5.3.2 La forma
La forma del sacramento de la penitencia son las palabras de la
absolución (verdad de fe definida por el Concilio de Trento:
cfr. Dz. 896), que el sacerdote pronuncia luego de la confesión de
los pecados y de haber impuesto la penitencia. Esas palabras son: Yo te
absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Como los sacramentos producen lo que significan, estas palabras
manifiestan que el penitente queda libre de los pecados.
Estudiaremos a continuación
dos incisos relacionados con la forma sacramental: el rito y las absoluciones
colectivas.
A. El rito sacramental
El rito del sacramento incluye también otras oraciones que, sin formar
parte esencialmente de la forma, muestran el profundo sentido de la penitencia
y facilitan la contrición y el propósito de enmienda; por eso pueden ser objeto
de algunas modificaciones, a diferencia de las palabras esenciales de la forma,
que no las admite.
Hay tres ritos de celebración
de este sacramento:
rito para reconciliar a un solo penitente, con confesión y
absolución individual;
rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual;
rito pata reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución colectiva (trataremos con detalle este rito en el inciso B).
rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual;
rito pata reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución colectiva (trataremos con detalle este rito en el inciso B).
En cualquiera de estos tres ritos, debe recordarse que la confesión
individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario
para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia (Catecismo, n.
1484).
B. La absolución colectiva
La Iglesia enseña al respecto
que:
"En caso de necesidad
grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación
con confesión general y absolución general" (Catecismo, n.
1483).
Aclara a continuación que semejante necesidad grave puede presentarse
cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes
tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente. La necesidad
grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes,
no hay bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales
en un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían
privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada
comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la
absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados en el debido
tiempo. Al obispo diocesano corresponde juzgar si existen las condiciones
requeridas para la obsolución general. Una gran concurrencia de fieles con
ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su
naturaleza ocasión de la referida necesidad grave (Id.).
El abuso sobre esta materia atenta contra el precepto divino de la confesión individual, y es preciso valorarlo bien en cada caso; p. ej.:
si realmente existen las circunstancias excepcionales de imposibilidad
física o moral de confesarse individualmente, y si hay grave necesidad de
recibir la absolución, pero el sacerdote no cuenta con el permiso del Obispo
del lugar y, pudiendo hacerlo, no lo consulta, el sacerdote absolvería
ilícitamente, pero la absolución sería válida porque los penitentes ignoran que
el sacerdote no tiene autorización;
si no existieran las circunstancias de imposibilidad y de grave
necesidad, el ministro actúa ilícitamente y la absolución sería inválida, pues
en los penitentes falta la materia necesaria para el
sacramento (cfr. Normas pastorales sobre la absolución sacramental general,
16-VI-1972, de la S. C. de la Fe, n. XIII).
Cuando se dan las condiciones
para perdonar los pecados de esta manera, al desaparecer la
imposibilidad física o moral para confesarse de modo auricular y
secreto, los pecados perdonados de este modo han de ser confesados
individualmente. Por eso la Iglesia siempre insiste en que la
acusación o confesión personal, y la absolución individual es, por ley divina,
el único modo ordinario.
Los recordaba recientemente Juan Pablo II, al afirmar que la enseñanza
inalterada que la Iglesia ha recibido de la m s antigua Tradición, y la ley con
la que ella ha codificado la antigua praxis penitencial..., es que la confesión
individual e íntegra de los pecados con la absolución igualmente individual
constituye el único modo ordinario, con el que el fiel, consciente de pecado
grave, es reconciliado con Dios y con la Iglesia (Exhor. apost. Reconciliatio
et Paenitentia, n. 33).
A través de la lícita absolución
general, el penitente obtiene el perdón de los pecados que no ha confesado
personalmente al sacerdote, sólo si:
- tiene arrepentimiento y propósito de no pecar,
- de reparar los daños y el escándalo causados,
- y está dispuesto a hacer la confesión individual de los pecados así absueltos a su debido tiempo; es decir, en la primera confesión que haga.
- de reparar los daños y el escándalo causados,
- y está dispuesto a hacer la confesión individual de los pecados así absueltos a su debido tiempo; es decir, en la primera confesión que haga.
Además, ha de tener también
en cuenta que mientras no se confiese individualmente, no puede recibir otra
absolución colectiva, y que hay obligación de confesarse privadamente al menos
una vez al año.
5.4 EFECTOS DEL SACRAMENTO DE LAPENITENCIA
"Si el impío hiciese penitencia de todos los pecados que ha
cometido, y observase todos mis preceptos, y obrase según derecho y justicia,
tendrá vida verdadera, y no morir eternamente; de todas las maldades que
haya cometido, yo no me acordar‚ más" (Ez. 18, 21).
Es muy triste la condición del alma después del pecado mortal: poseía la
gracia sobrenatural y la amistad de Dios; se encaminaba al cielo y tenía el tesoro
de los méritos obtenidos por sus obras buenas: todo eso lo ha perdido por el
pecado mortal. Sin embargo, mediante la virtud y el sacramento de la
penitencia, el alma consigue la absolución de sus pecados, y todo
lo que había perdido le es restituido.
La reconciliación trae al
alma un maravilloso caudal de bienes:
1. Infunde en el alma la
gracia santificante (o la aumenta, si ya se poseía), devolviendo la amistad con
Dios.
2. Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal (esta última, en todo o en parte).
3. Restituye las virtudes y los méritos.
4. Confiere la gracia sacramental específica.
5. Reconcilia con la Iglesia.
2. Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal (esta última, en todo o en parte).
3. Restituye las virtudes y los méritos.
4. Confiere la gracia sacramental específica.
5. Reconcilia con la Iglesia.
Consideremos ahora en
particular cada uno de estos efectos.
5.4.1 Infusión de la gracia santificante
La penitencia infunde en el alma la gracia santificante que se había
perdido con el pecado. En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios
produce una verdadera ‘resurrección espiritual’, una restitución de la dignidad
y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales
es la amistad de Dios (Catecismo, n. 1468).
Se trata, por tanto, de una
verdadera reconciliación interior con Dios, y no de una mera
imputación externa de los pecados por parte del Señor, como erróneamente
afirmaba Lutero. Este proceso se llama justificación.
A través del sacramento de la penitencia, el hombre deja de ser injusto
y enemigo, y es hecho justo y amigo de Dios. Lutero se apartó de la fe de la
Iglesia, que enseñó en el Concilio de Trento que no es sólo remisión de los
pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por la
voluntaria recepción de la gracia y de los dones; de donde el hombre se
convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero según la
esperanza de la vida eterna. (Dz. 799).
5.4.2 Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal, en todo o en
parte
Al infundirse la gracia desaparece el pecado mortal, pues no es posible
el consorcio de ambas realidades: la una excluye necesariamente la otra. Se
perdonan, asimismo, los pecados veniales confesados.
Señala Santo Tomás de Aquino
que, "cuando se perdona la culpa a través de la gracia, desaparece
la aversión del alma a Dios y consecuentemente, el reato de pena
eterna; aunque puede quedar algún reato de pena temporal" (S. Th. III,
q. 86, a. 4).
En todo pecado se puede distinguir:
la culpa, que es la mancha que queda en el alma después
del pecado;
la pena, que es el castigo que se merece al haber pecado.
la pena, que es el castigo que se merece al haber pecado.
A través de la confesión se
perdona la culpa, borrándose eficazmente todo pecado, mortal o venial, pero no
sucede lo mismo con la pena:
la pena que es eterna a causa del pecado mortal, se
cambia en pena temporal;
la pena que es temporal por ser el castigo del pecado
venial, se perdona sólo en parte, a la medida del dolor del penitente, es
decir, de sus personales disposiciones (actuación ex opere operantis).
Por tanto, al que había
cometido pecado mortal, se le abren de nuevo las puertas del cielo,
conmutándose la pena eterna en temporal. Se disminuye también la pena temporal
debida por los pecados veniales y por los pecados mortales ya perdonados, más o
menos según las disposiciones del alma.
5.4.3 Restituye las virtudes y los méritos
Como una consecuencia de la reconciliación del alma con Dios a través de
la gracia, le son restituidas por este sacramento las virtudes infusas
perdidas -teologales y morales-, y los méritos de las buenas
obras hechas antes de cometer el pecado mortal; o bien se le aumentan, si
no había cometido pecado mortal, sino solamente pecados veniales.
5.4.4 Confiere la gracia sacramental específica
La confesión produce la gracia santificante y borra los
pecados, como ya hemos dicho, aunque no borra del todo las huellas que el
pecado deja en el alma: el apegamiento desordenado a las criaturas.
Sin embargo, la gracia fortalece la voluntad, haciéndola más firme y decidida
en su lucha contra las tentaciones.
La gracia sacramental es
precisamente esta fortaleza que recibe el cristiano para la lucha interior, a
fin de evitar los pecados en lo sucesivo, especialmente aquellos de
los que se acusa, ya que con la recepción frecuente de este sacramento se
robustece toda la vida espiritual.
La gracia sacramental específica es precisamente una gracia para no
recaer en los pecados acusados. El penitente recibe de Dios como remedios
preventivos, contra las sucesivas recaídas en esas faltas.
Por el contrario, cuando no se acude a este remedio saludable de la
penitencia, resulta más fácil que las dificultades en que se debate el alma
lleguen a apagar o debilitar extraordinariamente incluso la luz de la fe. El
alma que no procura salir del pecado con facilidad acaba por negar los
fundamentos mismos de la ley moral, tratando así de justificar, más o menos
conscientemente, su actuación.
5.4.5 Reconcilia con la Iglesia
El pecado, siendo esencialmente personal, daña también a la
Iglesia, por lo que el pecador tiene una responsabilidad ante ella: El
pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia
la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra
en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de
la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (Catecismo,
n. 1469).
En este sentido se puede hablar de pecado social, ya que el
pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta señala Juan
Pablo II la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se
desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los
santos, merced a la cual se ha podido decir que ‘toda alma que se eleva,
eleva al mundo’. A esta ley de la elevación corresponde, por
desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión
del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la
Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero (Exhort. Apost. Reconciliatio
et Paenitentia, n. 16).
5.5 NECESIDAD DE LA CONFESION
Para los que han caído en pecado mortal después del bautismo, el
sacramento de la penitencia es tan necesaria como lo es el bautismo para los no
regenerados.
¿No bastaría -"se preguntan algunos"- una oración al Señor que
le manifestara nuestro arrepentimiento? Habría que responder que no es
suficiente, porque el Señor entregó a los Apóstoles -y a sus sucesores- el
poder y la responsabilidad de discernir sobre la sinceridad del arrepentimiento;
sin duda que esa disposición interna de dolor que se manifiesta en la oración
es la más importante: pero es a la Iglesia, comunidad visible, a quien Cristo
entregó la potestad de perdonar los pecados, en la persona de sus
Pastores: "Cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y
cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo"(Mt. 18,
18).
Es una verdad de fe definida
que, para lograr la salvación, tienen necesidad de este sacramento todos los
que hubieren caído en pecado mortal después de recibido el bautismo (Concilio
de Trento, cfr. Dz. 895).
Resulta, pues, condición imprescindible para salvarse,
hecha la única excepción quien muere luego de un acto de contrición
perfecta sin haber podido recibir el sacramento (cfr. 5.3.1, A, c).
Precisamente para facilitar a
los fieles el precepto divino de confesar los pecados en orden a obtener el
perdón, la Iglesia establece la ley que obliga a confesarse al menos
una vez al año a partir de la edad en que se comienza a tener uso de
razón (cfr. CIC, c. 989; vid también Dz. 437, 918 y 2137).
Este mandamiento de la Iglesia se refiere sólo a los pecados mortales.
El precepto no se cumple con una confesión sacrílega o voluntariamente mala
(ver ‘Curso de Teología Moral’, cap. 18).
A. Para el perdón de los pecados mortales
Los bautizados que han cometido algún pecado mortal -como hemos dicho
ya- necesitan confesarse para obtener el perdón divino. Es una necesidad de
derecho divino impuesta por Dios mismo, que ha
querido vincular el perdón de esos pecados a este sacramento: A quienes
perdonareis los pecados les ser n perdonados (Jn. 20, 23).
Si no es posible acercarse al sacramento, puede alcanzarse el perdón de
los pecados con un acto de contrición perfecta que
incluye el deseo de confesarse cuanto antes. Sin el deseo de confesarse sería
imposible que el pecador tuviera contrición perfecta, porque éste es el camino
expresamente querido por Jesucristo para conceder el perdón.
Esta confesión debe abarcar
todos y cada uno de los pecados mortales no confesados, que se
recuerden después de haber hecho un diligente examen (cfr. 5.3.1,
B.b), y es necesaria hacerla antes de acercarse a recibir la Comunión.
El Concilio de Trento declara que nadie debe acercarse a la Sagrada
Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca
estar, sin preceder la confesión sacramental (Dz. 880).
Juan Pablo II lo decía recientemente: Es necesario recordar que la
Iglesia, guiada por la fe en este augusto Sacramento, enseña que ningún
cristiano, consciente de pecado grave, puede recibir la Eucaristía antes de
haber obtenido el perdón de Dios (Exhort. apost. Reconciliatio et
Paenitentia, n. 27).
El Código de Derecho Canónico lo prescribe explícitamente: Quien tenga
conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el
Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental (c. 196).
En este sentido, y sin
prejuzgar, la Iglesia aconseja que los niños en edad de razón reciban el
sacramento de la penitencia antes de recibir la primera comunión (S. C. para la
Disciplina de los Sacramentos, Decl. de praemittendo sacramento Paenitentiae
primae puerorum Communionis, 24-V-1973).
Sería un error pensar que, al comienzo del uso de razón no se pueden
cometer pecados mortales y que no hace falta la confesión. Como también lo
sería pensar que, estando en pecado mortal y en circunstancias normales, basta
un acto de contrición para acercarse a comulgar: hacerlo así, es sacrilegio, es
decir, el pecado de hacer mal uso de una cosa sagrada.
B. Perdón de los pecados veniales
Los pecados veniales se pueden perdonar de muchas maneras, y no
es necesario confesarlos, aunque puede hacerse y de hecho es muy útil.
Son tan grandes los
efectos saludables de la confesión (ver 5.7.2), que la Iglesia exhorta
vivamente a todos a acudir a ella con frecuencia: la práctica de acudir al
sacramento de la Reconciliación no puede reducirse a la sola hipótesis de
pecado grave: aparte de las consideraciones de orden dogmático que se podrían
hacer a este respecto, recordemos que la confesión renovada periódicamente,
llamada de devoción, siempre ha acompañado en la Iglesia el camino de la
santidad (Juan Pablo II, A las S. P. Ap. y a los penitenciarios de las
Basílicas Patriarcales romanas, 30-I-1981, m, n).
Este tema se trata con m s amplitud en el inciso 5.7.2.
5.6 EL MINISTRO DEL SACRAMENTO
Un día, en Cafarnaúm, se agolpaba la gente en la casa donde estaba
Jesús: Vinieron unos trayéndole un paralítico que llevaban entre cuatro. No
pudiendo presentárselo a causa de la muchedumbre, descubrieron la terraza por
donde El estaba, y hecha una abertura, descolgaron la camilla en que yacía el
paralítico. Viendo Jesús su fe, dijo al paralítico: tus pecados te son
perdonados (Mc. 2, 3-6). Los escribas se asombraron ante esta
afirmación: ¿Cómo habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados
sino sólo Dios? (Ib. 2, 7-8). Y como dando la razón a aquellos
hombres, Jesús manifestó su divinidad curando inmediatamente a aquel
paralítico.
La Iglesia enseña que la
potestad de perdonar los pecados -propia de Dios: "¿Quién puede
perdonar los pecados, sino sólo Dios?"- fue entregada por Cristo a
los Apóstoles y a sus legítimos sucesores en el sacerdocio; de tal manera
que, sin la intervención de los sacerdotes, no es posible obtener el perdón en
el sacramento de la penitencia.
"Sólo el sacerdote es
ministro del sacramento de la penitencia" (CIC, c. 965). Es una
verdad de fe definida en el Concilio de Trento contra Lutero, que afirmaba en
todo bautizado la capacidad de absolver pecados (cfr. Dz. 920,
670, 753).
Cristo prometió sólo
a los Apóstoles el poder de perdonar (cfr. Mt. 18, 18), y tan sólo a
ellos confirió tal potestad (cfr. Jn. 20, 23). De los Apóstoles pasó este poder
a sus sucesores en el sacerdocio, continuándose así la obra salvadora.
La esencia misma de la institución jerárquica de la Iglesia, exige que
no todos los fieles sin distinción posean el poder judicial de absolver, sino
que únicamente lo tengan los miembros de la jerarquía.
Muy importante es,
pues, el papel del sacerdote, aunque él dicta la sentencia en nombre y con la
autoridad de Cristo. De hecho es el mismo Jesucristo -representado por
el sacerdote- quien perdona los pecados en un juicio cuya
sentencia es siempre de perdón, si el penitente está bien dispuesto.
Sirviéndose del ministro como instrumento, es el propio Jesucristo quien
absuelve, para garantizar que la gracia, cuyo cauce ordinario son los
sacramentos, llegue con seguridad a las almas, con tal de que están bien
dispuestas y exista verdaderamente el sacramento.
5.6.1 Requisitos para administrar el sacramento de la penitencia
El Concilio de Trento calificó de falsas y totalmente ajenas a la verdad
del Evangelio, las doctrinas que afirmaban que los obispos y los sacerdotes no
son los ministros exclusivos del sacramento de la penitencia
(cfr. Dz. 1684 y 1710).
Sin embargo, para absolver válidamente los pecados se requiere que el
ministro, además de la potestad de orden es decir, haber sido ordenado
válidamente, tenga facultad de ejercerla sobre los fieles a quienes da la
absolución (CIC, c. 966).
Por tanto, el carácter
sacerdotal es necesario pero no suficiente para administrar este sacramento.
Esa facultad de ejercer la potestad recibida en la Ordenación
para la absolución de los pecados que también es necesaria, la recibe el
sacerdote:
ipso iure, es decir, en virtud del oficio: p. ej., el Papa,
los Cardenales y los Obispos, los canónigos penitenciarios y los párrocos;
por concesión de la autoridad competente. Son
competentes para otorgar al sacerdote esa facultad el Ordinario, y los
superiores de un instituto religioso o de una sociedad de vida apostólica (cfr. CIC,
c. 969).
La potestad de orden es
necesaria porque Cristo, Autor de todos los sacramentos, quiso que la
penitencia sólo pudieran administrarla los sacerdotes. Se requiere,
además, la facultad de ejercerla, porque este sacramento es a la vez un juicio,
también por institución divina; y en todo juicio se requiere que el juez tenga
facultad de juzgar al acusado o, en otras palabras, que el acusado sea por
algún motivo súbdito del juez.
En peligro de muerte todo sacerdote puede absolver válida y lícitamente a cualquier penitente de cualquier pecado y
censura (cfr. CIC, c. 976). Incluso a un sacerdote excomulgado, al que
est prohibido celebrar sacramentos, se le suspende la prohibición en este
caso (cfr. CIC, c. 1335).
5.6.2 Lugar y sede para oír las confesiones
El lugar propio para administrar el
sacramento de la penitencia es la iglesia o el oratorio (cfr.
CIC, c. 964 & 1); la razón de este precepto est en el carácter sacro
que tiene la confesión que, al ser también una acción eclesial, aconseja para
su administración un lugar sagrado.
Respecto a la sede confesional, el CIC confiere la facultad de dar las
normas oportunas a las Conferencias Episcopales. Esta facultad, sin embargo,
está unida al precepto según el cual debe haber, en un lugar patente, un
confesionario provisto de rejilla fija (cfr. CIC, c. 964 & 2).
Esta rejilla sirve para salvaguardar la necesaria discreción, y para
garantizar el derecho de todos los fieles a confesar sus pecados sin que tengan
que revelar necesariamente su identidad personal.
Si no hay una causa
justa, no se deben oír confesiones fuera del confesionario (cfr.
CIC, c. 964 & 3).
Quizá alguna persona pueda manifestar extrañeza ante esta práctica de la
Iglesia; sin embargo, hay profundas razones para actuar de esa manera, como lo
confirma la experiencia multisecular: la principal de ellas es ver el
confesionario como una prolongación del sigilo sacramental que permite la
custodia de la intimidad de los penitentes; pero también hay otras razones de
prudencia. El confesionario es, en efecto, un medio necesario para mantener el
carácter sobrenatural de la confesión: un encuentro personal con Dios en el que
el sacerdote es sólo un instrumento, que debe evitar convertirse en un
obstáculo para las almas.
5.6.3 Obligaciones del confesor
A. Preparación necesaria
a) Ciencia
El confesor debe tener la ciencia suficiente para resolver los
casos más corrientes, y para dudar prudentemente de los casos m s difíciles y
complicados.
Por eso, ha de continuar sus estudios, repasar con frecuencia las
disposiciones de la Iglesia y consultar a salvo siempre el sigilo sacramental a
sacerdotes más doctos y con mayor experiencia, cuando el caso lo requiera.
b) Prudencia
La prudencia del confesor se manifiesta, sobre todo, en el modo
de interrogar, al emitir juicios sobre algunas situaciones o circunstancias del
penitente, al sugerir remedios, al aconsejar y al imponer la necesaria
satisfacción.
La naturaleza judicial de este sacramento implica la obligación del
confesor de interrogar al penitente -cuando y en la medida en que lo considere
necesario-, para asegurar la integridad de la confesión (cfr. 5.3.1, B.b).
Cuando es necesario
interrogar, sobre todo tratándose de determinadas materias, la Iglesia aconseja
al sacerdote especial discreción (cfr. CIC, c. 979).
c) Santidad
Lógicamente para que el sacerdote sea juez y médico, ministro de
justicia y a la vez de misericordia divina, para que provea al honor de Dios y
a la salud de las almas (cfr. CIC, c. 978), debe tener una profunda vida
interior, celo apostólico, paciencia, gran fortaleza y guarda del corazón.
B. Obligación de oír confesiones
"Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento
de la penitencia y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada
vez que los cristianos lo pidan de manera razonable" (cfr.
CIC, c. 986; Catecismo, n. 1464).
El don de la salvación y del perdón ofrecidos en este sacramento es un acto
gratuito de la misericordia divina, y en este sentido no se puede hablar de un
derecho de los fieles a recibirlo. Pero Cristo ha confiado este don salvífico a
la jerarquía, convirtiéndola en su dispensadora, y es aquí donde surge el
derecho del fiel y el correlativo deber de los obispos y
sacerdotes de hacerlo posible.
Por eso, en caso de necesidad todo confesor est obligado a
confesar a quien lo requiera (cfr. CIC, c. 968 & 2).
El Concilio Vaticano II
recuerda que los sacerdotes han de estar dispuestos siempre y
absolutamente -sin condiciones- a oír las confesiones de los fieles
(cfr. Decr. Presbyterorum ordinis, n. 13).
C. Actitudes al administrar el sacramento (cfr. Catecismo,
no. 1465 y 1466)
En la confesión los
sacerdotes han de:
a) Enseñar, no
sólo las verdades necesarias para recibir dignamente el sacramento, sino
también todas aquellas que pertenecen a la contrición, propósito, confesión y
satisfacción. Muchas veces deberán también instruir sobre los deberes
del propio estado y aclarar, en los casos en que sea necesario, los
verdaderos preceptos de la ley de Dios.
b) Amonestar, es decir, animar a la rectificación de la vida y, siempre que sea preciso, a la restitución y a evitar las ocasiones graves de pecado.
c) Como también es médico, debe curar las enfermedades del alma, sugiriendo los remedios oportunos para cada situación.
d) En algunos casos, podría verse en la necesidad de denegar la absolución a quienes no tienen las debidas disposiciones (p. ej., por no querer evitar las ocasiones graves de pecado, o por no querer restituir) o no son capaces (p. ej., por no estar bautizados o estar ya muertos). O bien de diferirla por un breve tiempo para fomentar las debidas disposiciones en el penitente.
b) Amonestar, es decir, animar a la rectificación de la vida y, siempre que sea preciso, a la restitución y a evitar las ocasiones graves de pecado.
c) Como también es médico, debe curar las enfermedades del alma, sugiriendo los remedios oportunos para cada situación.
d) En algunos casos, podría verse en la necesidad de denegar la absolución a quienes no tienen las debidas disposiciones (p. ej., por no querer evitar las ocasiones graves de pecado, o por no querer restituir) o no son capaces (p. ej., por no estar bautizados o estar ya muertos). O bien de diferirla por un breve tiempo para fomentar las debidas disposiciones en el penitente.
No hay que olvidar, sin embargo, que no debe negarse ni retrasarse la
absolución si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y éste
pide ser absuelto (CIC, c. 980).
D. El sigilo sacramental
"Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto
debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye
confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que
sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas" (cfr. CIC,
c. 1388).
Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da
sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se
llama sigilo sacramental, porque lo que el penitente ha manifestado al
sacerdote queda sellado por el sacramento (Catecismo, n. 1467).
No hay motivo razonable, por tanto, para la vergüenza o el temor a
confesarse, ya que el sacerdote guarda fidelísimamente esa grave obligación.
Son materia del sigilio sacramental: los pecados confesados y todo cuanto a
ellos se refiere, con las circunstancias que se hayan declarado al confesarlos.
5.6.4 Modo de actuar en algunos casos concretos
A. Los ocasionarios
Se les llama así a quienes se encuentran habitualmente en
ocasión de pecar, entendiendo la ocasión como algo extrínseco que incita al
pecado o lo facilita. Como regla general, se pueden establecer tres principios
en relación a los ocasionarios:
1. No se les debe negar la absolución si se trata de una ocasión
remota, es decir, de leve peligro de pecar.
2. No se les debe negar la absolución si se encuentran en una ocasión
próxima necesaria, siempre que están realmente arrepentidos y dispuestos a
poner los medios que el confesor les aconseje.
3. Habría que negarles la absolución cuando se resisten a alejar
la ocasión voluntaria, próxima y contra de pecado grave, porque en
ese caso no habría un sincero propósito de enmienda.
B. Los habituados y los reincidentes
Se llama habituados a quienes han contraído un
determinado hábito de pecar, por lo que resulta lógico pensar que ese
hábito les llevará a recaer en el mismo pecado poco después de confesarse.
Son reincidentes quienes se han confesado una o m s veces del mismo
pecado, y sin embargo vuelven a caer en él. La diferencia, en realidad, es
que el habituado se acusa por primera vez de su vicio.
Los habituados, en general, pueden y deben ser absueltos si están
arrepentidos y con sinceros propósitos de poner los medios para desarraigar el
mal hábito contraído.
Los reincidentes pueden ser absueltos cuando dan signos de verdadera
contrición: p. ej., diligencia en huir de las ocasiones, continuo recurso a los
medios sobrenaturales, voluntad firme de evitar los pecados, etc.
5.7 SUJETO DEL SACRAMENTO
El sujeto de este sacramento es todo bautizado que haya cometido
algún pecado, mortal o venial (De fe definida en el Concilio de
Trento: cfr. Dz. 911 y 917). Basta, por tanto, cualquier
acción que tenga realidad de pecado, y no bastan, en cambio, otras acciones que
no fueran al menos pecado venial, porque en ese caso propiamente no habría
materia en el sacramento (p. ej., imperfecciones, descuidos, etc.).
Debe ser una persona bautizada porque el bautismo es la puerta de
entrada a la Iglesia; si no lo hubiera recibido, esa persona no es apta para los
otros sacramentos.
Y como, además, es necesario haber cometido algún pecado, mortal o
venial, un fiel cristiano puede ser sujeto de este sacramento desde el uso de
razón, cuando ya es capaz de responder de sus propios actos libres.
5.7.1 Condiciones para una buena confesión
Son cinco: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de
enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
a) Examen de
conciencia
Primero, recordar y reconocer los propios pecados: es
la tarea del examen de conciencia en la que, con la misma
diligencia que pone un hombre en un negocio importante, se ha de revisar el
comportamiento personal con valentía y sinceridad, de frente a las grandes
exigencias del amor de Dios y del prójimo.
El examen es, pues, la
diligente inquisición que el sujeto realiza acerca de los pecados que cometió
desde la última confesión bien hecha. Su necesidad se explica por la
naturaleza misma del sacramento: han de ser presentadas ante el tribunal de
Dios todas las faltas en que se ha incurrido, pues se trata de emitir un
juicio. Esta necesidad está declarara expresamente en el Concilio de Trento
(cfr. Dz.900 y 917).
La diligencia en el examen ha de ser proporcionada al tiempo
transcurrido del de la última confesión, y a las circunstancias de vida del
sujeto. El confesor no sólo puede, sino que debe ayudar al penitente, en caso
de que el examen realizado sea defectuoso.
Para que el examen est‚ bien hecho, se ha de inquirir:
sobre el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la
Iglesia;
sobre las obligaciones del propio estado: de hijo, de padre, de esposo, de estudiante, de empleado, de profesionista, etc.;
si la ofensa a Dios ha sido de pensamiento, deseo, palabra, obra u omisión.
sobre las obligaciones del propio estado: de hijo, de padre, de esposo, de estudiante, de empleado, de profesionista, etc.;
si la ofensa a Dios ha sido de pensamiento, deseo, palabra, obra u omisión.
Cuando se ha de hacer una
confesión general (cfr. 5.7.3), ayuda mucho tener a la vista un ‘elenco’ o
‘catálogo’ de pecados que suelen encontrarse en los devocionarios.
También es necesario
averiguar -y después confesar- el número de los pecados mortales
cometidos, y las circunstancias que mudan la especie del pecado (cfr.
CIC, c. 988).
b) Dolor de los
pecados y propósito de enmienda
En segundo lugar, hemos de dolernos de nuestras faltas: es el arrepentimiento o,
mejor aún, la contrición. Este dolor del alma por haber ofendido a Dios es lo
más importante para la reconciliación sacramental.
No es necesario que sea sensible, pero sí se ha de procurar que la
contrición tenga como motivo el haber ofendido a Dios, Bondad infinita, digno
de ser amado sobre todas las cosas.
Luego, hay que tomar la
decisión de ‘levantarse’, como el hijo pródigo: es el propósito de
enmienda que, de hecho, está ya incluido en el dolor de contrición,
pero conviene hacerlo explícito. Es decir, hace falta la firme
resolución de no volver a cometer nuestras faltas, aunque la debilidad de la
naturaleza humana no nos permita tener la certeza de no reincidir en ellas (cfr.
5.3.1.A).
c) Acusarse de los
pecados y cumplir la penitencia
Ya hablamos también de estos actos del penitente (cfr. 5.3.1. B y C),
por lo que no es necesario detenernos nuevamente en ellos.
5.7.2 La confesión frecuente
Respecto a la llamada confesión de devoción, importa recordar
que el sacramento de la penitencia no sólo es instrumento directo para destruir
el pecado -aspecto negativo-, sino ejercicio precioso de
virtud, expiación por el pecado, labor profunda de regeneración de las
almas.
Precisamente por esto la
práctica de acudir a la confesión no puede reducirse sólo a los pecados
mortales. Si un alma lucha por evitar las faltas graves y comete sólo pecados
leves, no por eso queda privada de los beneficios del sacramento, que le
comunica las gracias específicas para vencer también los pecados
veniales y las malas inclinaciones.
La Iglesia siempre ha recomendado la práctica de la confesión frecuente,
como queda de manifiesto en las siguientes palabras del Papa Pío XII: Cierto
que, como bien sabéis, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y
loables maneras, pero para progresar cada día con más fervor en el camino de la
virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la
confesión frecuente, introducido en la Iglesia no sin una inspiración
del Espíritu Santo, con el que:
- aumenta el justo conocimiento propio,
- crece la humildad cristiana,
- se desarraigan las malas costumbres,
- se hace frente a la tibieza espiritual,
- se purifica la conciencia,
- se robustece la voluntad,
- se consigue una sana dirección de las conciencias,
- se aumenta la gracia sacrificante.
- crece la humildad cristiana,
- se desarraigan las malas costumbres,
- se hace frente a la tibieza espiritual,
- se purifica la conciencia,
- se robustece la voluntad,
- se consigue una sana dirección de las conciencias,
- se aumenta la gracia sacrificante.
Adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio a la confesión
frecuente, que cometen una empresa extraña al espíritu de Cristo y funestísima
para el Cuerpo Místico de Nuestro Salvador (Enc. Mystici Corporis,
29-VI-1943).
En este sentido merece ser
destacada la conveniencia de acudir ordinariamente al mismo confesor,
porque aunque los fieles tienen plena libertad para confesarse con cualquier
sacerdote que tenga la debida facultad (cfr. 5.6.1), redundar en bien del
alma acudir a un sacerdote determinado que pueda proporcionar con solicitud los
remedios más oportunos para un penitente concreto.
Cabe aclarar que los actos penitenciales colectivos, y también el reto
del Yo confieso o Confiteor al inicio de la Misa, sirven sólo
para fomentar la contrición, perdonar los pecados veniales y disponer al alma
para asistir con más fruto al sacrificio eucarístico, pero no tienen ninguna
eficacia en lo que se refiere a la remisión de los pecados mortales.
En relación a la confesión
de los niños, San Pío X reprobó cualquier costumbre de no admitir a la
confesión o de no absolver a los niños que hayan llegado al uso de razón (cfr.
Decreto Quam singulari, 8-VIII-1910). Posteriormente, una
declaración de las Sagradas Congregaciones para la disciplina de los Sacramentos
y para el Clero (24-V-1973), volvió a recordar que hay que someterse a lo
preceptuado por San Pío X.
5.7.3 La confesión general
Es aquella que se extiende a todos los pecados de la vida, o al
menos a un periodo grande de tiempo.
En algunos casos es necesaria, porque conste que un penitente ha hecho
anteriormente confesiones sacrílegas, al no haber acusado voluntariamente algún
pecado mortal, o no haber tenido contrición.
Puede también aprovechar a quienes han decidido
emprender con nuevos bríos el camino de la santidad, y desean renovar el dolor
por los pecados pasados que quizá no valoraban suficientemente. Al proceder así
pueden evitarse posibles complicaciones posteriores, o enredos del demonio
sobre la sinceridad de esa decisión.
En general, por tanto, una
confesión general será útil sólo si por medio de ella se busca
una mayor contrición y un mejor conocimiento propio; pero si de ahí pueden
originarse escrúpulos o ansiedad para el alma, la confesión general será
nociva y, por tanto, desaconsejable.
5.8 LAS INDULGENCIAS
Leemos en el Evangelio que, en muchas ocasiones, Jesucristo perdonó
a algunas personas las penas temporales, en atención a determinadas buenas
obras (al buen ladrón, p. ej., le perdonó toda la pena: cfr. Lc. 23, 43). Este
poder lo quiso dejar también a la Iglesia (cfr. Mt. 18, 18) que, en virtud de
esa autoridad puede conceder indulgencias a los fieles que se encuentran bien
dispuestos y cumplen determinadas condiciones.
Se trata, por tanto, de algo muy sobrenatural, que nos manifiesta la
misericordia de Dios con los pecadores, y est en consonancia con la fe
católica sobre la importancia de las obras meritorias.
La indulgencia es la remisión
de la pena temporal debida por los pecados, que la
Iglesia concede, bajo ciertas condiciones, a quienes están en gracia (cfr.
Paulo VI, Indulgentiarum doctrina, n. 1).
La doctrina de las indulgencias se fundamentan en la existencia del
llamado Tesoro de la Iglesia, que est formado por las satisfacciones
sobreabundantes de Jesucristo, de María Santísima y de los Santos (cfr. Cat.
Mayor de S. Pío X, n. 798). Los m‚ritos sobrenaturales conseguidos por
Cristo, junto con los de la Santísima Virgen y todos los santos, constituyen un
tesoro que la Iglesia administra. Por medio de la indulgencias, la Iglesia
distribuye ese tesoro a los fieles que todavía peregrinan en la tierra para
que, en su propia utilidad o en favor de las ánimas del Purgatorio, se complete
la satisfacción que debe pagarse por los pecados (cfr. Catecismo, nn.
1474 a 77).
Según la disciplina vigente
de la Iglesia, hay dos tipos de indulgencia (cfr. CIC, c.
993):
1. Plenaria, que perdona toda la pena temporal debida por
los pecados;
2. Parcial, que sólo perdona una parte.
2. Parcial, que sólo perdona una parte.
La indulgencia se concede sólo
a los fieles debidamente dispuestos. Estas disposiciones personales consisten,
para la indulgencia plenaria, en:
1. El estado de gracia y exclusión de todo afecto al pecado, aun venial;
2. Realizar la obra prescrita con intención de lucrar la indulgencia;
3. Confesión sacramental, comunión y oración por las intenciones del Papa.
2. Realizar la obra prescrita con intención de lucrar la indulgencia;
3. Confesión sacramental, comunión y oración por las intenciones del Papa.
Este último requisito puede cumplirse varios días antes o después de la
obra prescrita; conviene, sin embargo, que la comunión y la oración por el Sumo
Pontífice se hagan el mismo día en que se práctica la obra (Indulgentiarum
doctrina, Norma 8).
Para lucrar la indulgencia
parcial se requiere:
1. El estado de gracia y el arrepentimiento.
2. La realización de la obra prescrita.
2. La realización de la obra prescrita.
La indulgencia plenaria se convierte en parcial cuando falta la plena
disposición o no se cumplen las tres condiciones establecidas.
Se indican algunas
indulgencias para la Iglesia universal que los fieles pueden lucrar del modo
establecido (cfr. Enchiridium indulgentiarum, Typis Polyglottis Vaticanis,
1968):
- rezo del Angelus o el Regina coeli: parcial;
- bendición papal Urbi et Orbi aun la recibida por el radio o por
televisión: plenaria;
- una comunión espiritual: parcial;
- al menos tres días completos de retiro espiritual: plenaria;
- retiro mensual: parcial;
- rezo de las Letanías completas: parcial;
- rezo del Acordaos: parcial;
- uso de un objeto piadoso (p. ej., crucifijo, medalla, escapulario,
rosario, etc.) bendecido por un sacerdote: parcial;
- oración mental: parcial;
- rezo del Santo Rosario en una iglesia, u oratorio o en familia:
plenaria; en otro caso: parcial;
- lectura de la Sagrada Escritura; parcial, etc.