Teología Dogmática

CREDO CATOLICO

Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra; Creo en Jesucristo, su único Hijo,Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato.

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Fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso.

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Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eter

lunes, 16 de octubre de 2017

El concilio Vaticano II y la «Familiaris Consorcio» - 18 Octubre


El concilio Vaticano II y la «Familiaris Consorcio»



El concilio Vaticano II ha tratado ampliamente y en diferentes documentos el sacramento del matrimonio, aunque prevalecen las referencias a la familia24.


Dos son los documentos particularmente significativos a este respecto: LG 11; 35; 41 y GS 47-52. Ambos ponen de relieve, en primer lugar, las relaciones esenciales que el matrimonio cristiano tiene con la Iglesia, su dimensión propiamente eclesial. Además de recuperar el concepto de matrimonio en cuanto significado y participación en el misterio de unidad que media entre Cristo y la Iglesia, LG 11 describe sobre todo la familia salida del sacramento como imagen de la Iglesia, hasta tal punto que puede ser considerada como Iglesia doméstica. Así, los cónyuges «tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cfr. 1 Co 7, 7). Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos» (LG 11).

En segundo lugar existe una renovada valoración del amor conyugal y de su tarea en la vida matrimonial. Se señala que la institución matrimonial nace del amor humano, con el cual se entregan y se reciben recíprocamente los cónyuges también ante la sociedad. Con el consentimiento personal, se establece la íntima comunión de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y dotada de leyes propias. Añade el Concilio: «El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad» (GS 48). De este modo, el Señor, al instituir el sacramento, ha sanado y elevado el amor humano con un don especial de gracia y de caridad. Un amor semejante conduce a los esposos a la entrega mutua de sí e invade toda su vida.

La exhortación apostólica Familiaris consortio constituye una suma de la enseñanza magisterial sobre el sacramento del matrimonio, aunque concede también un particular desarrollo a la familia, comunidad de vida y de amor querida por Dios con el sacramento. Dada la amplitud y la riqueza del documento, nos limitaremos a los puntos fundamentales, indicando que parece caracterizar el matrimonio cristiano como entrega y realización de toda la persona25.

En primer lugar, está claro que el documento pretende presentar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio, pero insiste sobre todo en la proclamación de que su fallida realización integral obstaculiza la renovación del pueblo de Dios y de toda la sociedad. Esto es verdad no sólo por la gravedad del momento histórico en que vivimos, contrario a la concepción cristiana del matrimonio, sino sobre todo por el hecho de que el designio de Dios constituye el sentido verdadero para la vida matrimonial del hombre (nn. 3.5).

Una vez puesto este principio, afirma el documento que «la donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; [...] El único "lugar" que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado» (n. 11). El amor conyugal es imagen, signo de la alianza que Jesucristo ha establecido con su pueblo, una alianza siempre fiel por parte de Dios, que se pone como ejemplo para el amor fiel que debe haber entre los esposos. De este modo, encuentra nuevamente el matrimonio toda su verdad y sentido, e incluso el modo concreto en que realizar su propia identidad en las situaciones históricas.

Pero ¿dónde está el origen, la causa de todo esto? Los cónyuges han sido insertados, con el bautismo, de una manera indestructible, en la nueva alianza, por la cual la comunidad de vida y amor es asumida en la caridad nupcial de Cristo para con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad nupcial de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora. El matrimonio de los bautizados se convierte así en una participación real en la nueva y eterna alianza en la sangre de Cristo. El Espíritu entregado en el sacramento vuelve a los cónyuges capaces de amarse como Cristo los ha amado. El documento precisa asimismo: «En realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en el matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la familia el fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal, mediante la cual su misma existencia cotidiana se transforma en "sacrificio espiritual aceptable a Dios por Jesucristo" (1 P 2, 5)...» (n. 59).

La Famiiiaris consortio presenta el sacramento del matrimonio usando también el esquema de la teología medieval. Afirma que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza. Señala después la gracia sacramental (res), afirmando que ésta mira a una unidad profundamente personal, que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no formar más que un solo corazón y una sola alma. Da la luz y la fuerza para la fidelidad y la indisolubilidad de la donación recíproca definitiva y abre a la fecundidad. De este modo, el amor conyugal es elevado del orden de la creación al punto de ser expresión de valores propiamente cristianos (cfr. n. 13). Así, «fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana es el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo» (n. 56).

Un punto repetidamente confirmado por el magisterio es la afirmación de que el matrimonio constituye el principio y fundamento de la sociedad humana, y la familia es su célula primera y vital (cfr. AA 11). La dignidad, los derechos y deberes del matrimonio y de la familia son sagrados en todas las épocas y en todas las situaciones, y son independientes de todo poder, incluso el del Estado. Proceden éstos de la naturaleza humana, de la naturaleza misma del hombre y de la mujer. A este respecto, precisa aún la Familiaris consortio (n. 43): «... la familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los "valores"».

Los últimos decenios han contemplado la aparición de numerosos estudios y asistido a la profundización en el sacramento del matrimonio, sobre todo en lo que respecta al valor del amor humano, tras un período en que se insistió más en los elementos jurídicos. En este contexto, no han faltado las exageraciones en la valoración del amor conyugal y de la posibilidad de alcanzar una perfección personal en la relación recíproca. El amor conyugal ha sido tan sobrevalorado que se ha llegado a subordinar a él la validez misma del vínculo matrimonial. En esta cuestión intervino Pablo VI, precisando lo que sigue: «[...] en modo alguno se puede aceptar una interpretación del amor conyugal que lleve a abandonar o disminuir en su valor y significado el conocido principio: matrimonium facit partium consensus... Sobre la base de este principio, bien conocido de todos, el matrimonio empieza a existir en el mismo momento en que ambos cónyuges prestan su consentimiento matrimonial jurídicamente válido. Tal consentimiento es un acto de la voluntad de naturaleza contractual... que produce en un instante indivisible su efecto jurídico, es decir, el matrimonio "in facto esse", un estado vital, sin que nada pueda tener ya influencia alguna en la realidad jurídica por él creada» 26. Así, la unión íntima de amor y de vida conyugal queda establecida por el consentimiento personal. Es del acto humano de amor recíproco de donde nace la institución matrimonial, pero ésta debe tener estabilidad por designio divino. Por consiguiente, este vínculo sagrado no depende del arbitrio del hombre y constituye un bien innegable tanto para los cónyuges como para los hijos (cfr. GS 48).

3. El sacramento del matrimonio

El Señor nos hace vivir, en la nueva alianza, el tiempo de los signos operativos, que nos hacen partícipes de su muerte y resurrección. En el tiempo que sigue a la Pascua y Pentecostés, Jesucristo ha puesto los sacramentos como gestos que manifiestan y realizan la unión con su obra salvífica. Así, el matrimonio, como ya hemos tenido ocasión de mostrar, no es, por designio de Dios, simplemente una institución natural o de derecho humano, sino un sacramento; está ordenado a su realización plena, que es la sacramental. En ello consiste el significado definitivo de la realización de la unión conyugal. Precisamente en el sacramento encuentra toda su verdad el dato antropológico de la unión matrimonial. Limitándonos ahora a los fieles bautizados, podemos decir que no tiene sentido casarse, tener hijos, si no es para realizar el designio divino, si no es para vivir, con la ayuda de la gracia sacramental, como hijos de Dios, el misterio de la unión nupcial entre Cristo y la Iglesia. Que el matrimonio sea sacramento significa, pues, que no es sólo una realidad querida por Dios en la creación, sino que se ha convertido en una realidad histórica, en un acontecimiento que es signo e instrumento eficaz del don de la gracia de Jesucristo. El matrimonio, aunque echa sus raíces en la creación del hombre y en la consiguiente constitución de la comunidad familiar, aunque tiene, en consecuencia, un carácter sagrado, ha sido transfigurado y ordenado en Jesucristo, para formar una unión modelada sobre la de Cristo con la Iglesia, que los bautizados deben fundar y defender. Su significado pleno puede ser conocido y realizado en Cristo, como un acontecimiento humano en el que la acción salvífica de Dios obra de manera eficaz.

La institución del matrimonio
La unión del hombre con la mujer en el A.T. es una imagen que nos ayuda a comprender la alianza de Dios con los hombres (cfr. Os 1; 3; Jr 2; 3; 31; Ez 16; 23). En el N.T., el matrimonio está inscrito de una manera tan radical en la alianza salvífica renovada por Cristo, que constituye un acontecimiento en el que se hacen presente, a través de los cónyuges bautizados, la fidelidad y el amor eternos de Dios por el hombre. En este sentido, la sacramentalidad del matrimonio está indicada en Ef 5, 21-32, como afirma el concilio de Trento (cfr. DS 1799). Esa sacramentalidad no puede ser mostrada con las palabras precisas de una institución, sino que se fundamenta en la inserción del matrimonio en la nueva y definitiva alianza llevada a cabo por Jesucristo. Este, ya en su vida pública, recuperó y enseñó claramente el sentido originario de la unión matrimonial, el valor que deriva de la unidad y de la fidelidad: «lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mt 19, 6), como ya hemos expuesto. Confirmó la bondad del matrimonio con su presencia en la bodas de Caná, donde la tradición ha intuido –no sin razón– el signo eficaz de su acción de gracia en favor de este hecho esencial de la vida humana. San Pablo exhorta, a su vez, a contraer matrimonio en el Señor (cfr. 1 Co 7, 39). Los bautizados llevan a cabo el matrimonio a través de su ser criaturas nuevas en Cristo, ser que han recibido en el bautismo. El matrimonio es insertado así en la nueva realidad salvífica, en cuanto es contraído por bautizados que son miembros del cuerpo de Cristo (cfr. Ef 5, 30), de la Iglesia, que es la esposa de Cristo, santa y purificada por medio del baño del agua, es decir, el bautismo. De este modo, los bautizados se unen en matrimonio como miembros que participan del ser de la Iglesia. La unión de la Iglesia con Cristo, este extraordinario misterio de unidad y de salvación, se refleja y actúa, a continuación, en el hombre, que deja a su padre y a su madre y se une a su mujer formando una sola carne (cfr. Ef 5, 31-32). De esta suerte, el matrimonio de los bautizados es un acontecimiento en el que se ofrece la imagen de la fidelidad y del amor de Cristo por su Iglesia, es un signo que hace presente esa unión que obra ahora en la Iglesia y, por medio de ella, en sus miembros.
Lo que acabamos de decir constituye el motivo que ha llevado a la Iglesia a tomar conciencia, a través de una larga y difícil experiencia, de que Jesucristo ha querido la unión conyugal como sacramento, o sea, como gesto eficaz del don de su gracia destinado a los cónyuges. Podemos comprender esto de manera adecuada si tenemos presente que: «La institución por parte de Cristo es, por consiguiente, en primer lugar, una institución mediante su propio ser y mediante su obra redentora, que toma y transforma al hombre en todo lo que constituye su naturaleza, por lo cual a partir de aquí puede ser comprendida y explicada en su novedad incluso la transformación de este misterio de la comunión nupcial entre el hombre y la mujer, que interesa al hombre en naturaleza más íntima, y ello en cuanto realización plena del hombre unitario y en cuanto fuente de la propagación del género humano» 27.
Sobre esta base podemos afirmar, pues, que, así como el hombre se convierte en una criatura nueva con el bautismo, así también el macho y la hembra renacidos en Cristo no pueden superar la soledad originaria sin que su unión y el poder de procrear sean una unión y una procreación en Cristo y una imagen de la unióny de la fecundidad que existen entre Cristo y la Iglesia. De este modo, los elementos correspondientes al orden de la creación en la unión conyugal y en la procreación son redimidos del pecado y de la ley, y configurados con el misterio de la fidelidad del amor fecundo que existe entre Cristo y la Iglesia. Jesucristo, con la nueva alianza, confiere una gracia sacramental a la unión del hombre con la mujer, que, desde el principio, estaba destinada a manifestar y realizar la unión santificadora que une a Cristo con su Iglesia.

Los ministros
Los documentos conciliares no indican quiénes son los ministros del matrimonio, al contrario de lo que hacen con los otros sacramentos. ¿Cuál es la razón de esto? Ciertamente, en la mayoría de los casos figura la intención de no dirimir la cuestión con la Iglesia ortodoxa, la cual, a diferencia de la tradición católica, sostiene como esencial y necesaria, para la validez, la bendición del sacerdote que actúa con la función de ministro. La posición ortodoxa puede ser resumida de este modo: «El sacerdote santifica el vínculo natural del matrimonio, es él quien une las manos de los nuevos esposos y, con las oraciones que eleva sobre ellos, transmite la gracia invisible, consagrando y elevando el matrimonio a la dignidad de sacramento» 28.
Pero la cautela del magisterio conciliar se debe también, a buen seguro, a la voluntad de prestar atención a la historia del signo sacramental y a los debates actuales en la misma Iglesia católica. A diferencia de los documentos conciliares, el magisterio ordinario, en especial el de Pío XII 29, ha presentado a los cónyuges como ministros del sacramento. Los documentos del magisterio posterior al concilio Vaticano II se limitan a señalar el ministerio de los esposos y a llamarlos cooperadores de la gracia.
El concilio de Trento parece haber afirmado que los esposos son los ministros y, al mismo tiempo, los beneficiarios directos, con independencia de la bendición del sacerdote, cuando señala que los matrimonios secretos celebrados con el libre consentimiento de los contrayentes eran válidos, mientras que la Iglesia no dispusiera otra cosa (cfr. DS 1813). La Iglesia confirma, por otra parte, que el matrimonio de los bautizados es un sacramento constituido por el libre y recíproco consentimiento de los cónyuges, como veremos a continuación. Así pues, al ser los esposos los autores de su mutuo consentimiento, son también los ministros. La Iglesia no parece aceptar que la presencia y la bendición del sacerdote sean considerados como esenciales para la validez del matrimonio30. A pesar de todo, la considera importante y no admite que sea omitida de manera ordinaria. Vamos a ocupamos ahora de los motivos de esta posición.
La bendición sacerdotal, aunque no es un elemento esencial, ni una fórmula sacramental, ni parte de la forma canónica necesaria tras el concilio de Trento para la validez, constituye, junto con todas las oraciones dirigidas a Dios por los esposos, el signo visible de la dimensión eclesial del gesto sacramental y de la ayuda con que la Iglesia pretende sostener y acompañar toda su existencia. La Iglesia está atenta, a fin de que no falte la bendición, privando así a los cónyuges de la ayuda de todo el pueblo de Dios, de ese ámbito real del que brota y único en que puede realizarse cualquier signo de la nueva alianza. La bendición sacerdotal es también el signo de la presencia de la Iglesia institucional, que, con autoridad y paternidad, acoge a los esposos sellando su verdadera unión, su genuina adhesión a Jesucristo realizada aquí y ahora. El matrimonio «debe realizarse en un lugar sagrado, con la participación del sacerdocio cristiano, de suerte que se manifiesta también externamente su santidad intrínseca y su estrecha relación con Cristo. No para que se vuelva santo, sino porque es santo requiere la cooperación del sacerdote [...]» 31.
Después de haber indicado quiénes son los ministros del matrimonio, es necesario mostrar sobre qué se funda su dignidad y potestad por la que están llamados a realizar una acción divino-humana. Realizan un gesto sacramental instituido por Cristo y reciben la gracia sacramental correspondiente. Por otra parte, son al mismo tiempo, de manera sorprendente, ministros y beneficiarios del sacramento por una vocación totalmente gratuita.
El hombre, criatura nueva en virtud de la gracia y del carácter impreso por el bautismo, es acogido en el cuerpo místico de Cristo, forma parte del mismo y pertenece a él de manera plena y total. Cuando dos bautizados se casan, se unen como dos miembros vivos de este cuerpo y no pueden obrar de otro modo: se casan en cuanto criaturas nuevas que participan de los bienes del cuerpo místico. No pueden tener una modalidad y una finalidad diferentes de las que tienen por ser hijos de Dios y miembros de su pueblo. Su unión y su prole son queridas por Cristo y no pueden dejar de ser gracia que proviene de su Cabeza, de Aquel de quien son miembros vivos, partícipes de la vida divina. No pueden disponer de su cuerpo, de su unión completa y de su poder creador más que como personas dotadas de un carácter bautismal en camino hacia un destino sobrenatural, mediante los medios divinos puestos a su disposición.
Pero, además de esto, podremos comprender hasta el fondo la figura de los ministros, si precisamos su relación con Cristo y con la Iglesia. Como señala M.J. Scheeben, el matrimonio no puede ser concebido como puro símbolo, sino como una relación real y esencial con el misterio de la unión de Cristo con la Iglesia. Y añade este autor: «No es simplemente el símbolo de este misterio o un [modelo] ejemplar que permanece fuera del mismo, sino una copia germinada de la unión de Cristo con la Iglesia, producida e impregnada por la misma, dado que no sólo simboliza aquel misterio, sino que lo representa realmente en sí mismo, o sea, mostrándolo activo y eficiente dentro de sí» 32.
También los esposos, como la Iglesia, están unidos, «desposados» con Cristo; vale también para ellos y se realiza asimismo en ellos la unión de la Iglesia con Cristo. Si se unen entre ellos, la representan y la significan. La extienden y la producen en sí mismos y en sus hijos. Se ponen a disposición de Cristo como nuevo órgano del cuerpo místico, son una ramificación de la alianza establecida por Cristo con la Iglesia. Las gracias que reciben «provienen a los cónyuges no ex opere operantis, sino ex opere operato. Puesto que los cónyuges las adquieren por el hecho de que en la conclusión del matrimonio actúan como órganos y ministros de Cristo y de la Iglesia, y mediante tal conclusión, se vuelven órganos de Cristo y de la Iglesia... Por todas estas razones, las nupcias de Cristo con su Iglesia, sobre las que se basa toda la comunicación de la gracia, deben traducir en el acto, "ipso facto", su eficacia sobrenatural en la unión conyugal entre cristianos como en una ramificación suya»33.
Para poder desarrollar esa misión, sobre la base del carácter y de la gracia bautismal, los esposos «están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, para cumplir dignamente sus deberes de estado» (GS 48). Los cónyuges, en virtud de su unión llevada a cabo en nombre de Cristo, son elevados y destinados a representar el amor fecundo de Cristo por la Iglesia. Así fortalecidos, poseen el poder, la capacidad para cumplir la misión conyugal y generativa, para el crecimiento interior y exterior del cuerpo místico.
Los mismos esposos, con su pacto de amor conyugal, efectúan y celebran el matrimonio como sacramento y adquieren su gracia. Puesto que, entre los bautizados, el matrimonio es, inequívocamente, sacramento, la sola realización del gesto matrimonial realiza también el sacramental. De este modo, la gracia y la santidad del sacramento está producida por las personas mismas que llevan a cabo el gesto sensible. Los factores constitutivos del sacramentos matrimonial no provienen, según aa modalidad salvífica de Jesucristo, del exterior. La unión conyugal de los bautizados no es un acontecimiento profano, ni extraño al designio salvífico divino, sino que acaece según la modalidad sacramental. En ese contexto, los esposos se dan y se reciben de manera recíproca, se entregan a sí mismos, entregan su propio cuerpo. Existe una mutua entrega y aceptación de todo lo que les constituye, de sus propias personas. El cónyuge no celebra por sí mismo, no se autoprocura la gracia sacramental, sino que sólo entregándose a sí mismo y recibiendo la entrega del otro es como llega a ser ministro y establece el pacto conyugal. El ministerio de los esposos se ejerce a través del establecimiento del pacto conyugal; llevar a cabo tal gesto trae consigo la gracia sacramental.
El papa Nicolás I, el año 866, en respuesta a preguntas que le habían sido planteadas, escribe: «Cuando se ha emitido en conformidad con las leyes, baste el solo consentimiento de aquellos que pretenden casarse. En las nupcias, si acaso ese solo consentimiento faltare, todo lo demás, aun celebrado con coito, carece de valor, como atestigua el gran doctor Juan Crisóstomo, que afirma: "El matrimonio no está constituido por el acto sexual, sino por la voluntad"» (DS 643). Inocencio III recupera y confirma integralmente, el año 1200, la enseñanza de su predecesor, añadiendo que el consentimiento debe ser expresado de praesenti, o sea, en ese momento (cfr. DS 776).
Juan Pablo II, recogiendo el enriquecimiento producido en particular durante estos últimos años, afirma que el amor conyugal natural se realiza en toda su verdad en el matrimonio, esto es, en el «pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo [...]» 34
Inserta el amor conyugal en el gesto sacramental del matrimonio. De este modo, el elemento, que podemos llamar jurídico (contrato, pacto, consentimiento declarado o recibido públicamente), incluye y expresa ipso facto asimismo el amor conyugal.
En la elaboración teológica se advierte, en primer lugar, que el matrimonio cristiano no tiene un gesto propio a realizar o unas palabras con las que dar significado, sino que éste se lo da la elevación de la creación a la gracia arraigada y unida al bautismo. En segundo lugar, se añade que el simple acto matrimonial ha sido elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento, en cuanto consagra y refuerza con la gracia sacramental a las personas en cuestión y su estado de vida. A partir de estos presupuestos, a pesar de las diferentes especificaciones y análisis 35, se ha buscado el núcleo del signo sacramental expresado en los gestos y en las palabras. Lo esencial puede ser expresado de la manera siguiente: «En todos los sacramentos hay una cierta operación espiritual que se realiza mediante una operación material, signo de aquella; [...] Así, pues, como en el matrimonio hay cierta unión espiritual, por lo que tiene de sacramento, y también alguna unión material, en cuanto es un acto natural y de vida civil, conviene que mediante el elemento natural se produzca el efecto espiritual por la virtud divina. Síguese de ahí que, como las asociaciones que provienen de los contratos materiales se verifican por mutuo consentimiento, es preciso que de igual modo, se efectúe la unión matrimonial» 36.
El mismo autor añade aún: «[...] así también el consentimiento exteriorizado por palabras de presente entre personas idóneas afecta a la validez del matrimonio, toda vez que estos dos elementos constituyen la esencia del sacramento; mientras que los demás requisitos contribuyen a la solemnidad del mismo [...]»37. Si con el consentimiento matrimonial adquieren los cónyuges el derecho sobre el cuerpo del otro, mientras que antes de su unión podían disponer de él libremente, entonces es propiamente el consentimiento lo que constituye el matrimonio. Ciertamente el consentimiento es el elemento constitutivo, en cuanto que produce la unión de los dos esposos y hace alcanzar el fin de la unión matrimonial.
El consentimiento de los esposos no puede ser sólo exterior. En efecto, en todos los sacramentos se requiere la intención del ministro y de los receptores para su celebración válida. Si los cónyuges no consienten interiormente, con el corazón, no tienen intención de contraer la unión matrimonial. Por eso no hay el matrimonio. No se une de modo válido en matrimonio quien, al expresar el consentimiento verbalmente, no otorga también el consentimiento interior.
El objeto del consentimiento matrimonial es la entrega total de sí mismo, que se refiere a toda la persona. Es la unión del hombre y de la mujer, que se expresa en la mutua entrega y acogida, y se realiza en el acto sexual ordenado a la transmisión de la vida y a crear unas relaciones de ayuda y de elevación recíprocas. Por eso, en el matrimonio, está prohibida toda actitud egoísta, se exige la entrega de sí, dado que los cónyuges adquieren el derecho sobre el cuerpo del otro, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella (cfr. Ef 5, 25; 1 Co 7, 3-4). La entrega de sí mismo incluye, por consiguiente, el amor mutuo y la transmisión de la vida.

El significado unitivo y procreador del consentimiento matrimonial
El fin del consentimiento y de la unión matrimonial es la progresiva realización de la comunión conyugal, inseparable de su significado unitivo y procreador. La Familiaris consortio precisa: «en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer "no son ya dos, sino que son una sola carne" y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total. Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús. El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles -del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma-, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo» 38.

El consentimiento expresado por los esposos va dirigido a su unión total y a la realización integral del sacramento en el acto conyugal (la así llamada «consumación»). Realiza el significado sacramental, es el término al que mira el consentimiento expresado. En efecto, el gesto que los cónyuges realizan en el pacto de amor matrimonial, el proyecto ideado en su recíproco consentimiento, se realiza con el acto matrimonial. Éste refuerza la unión conyugal para hacerla indisoluble del todo. Respecto a esto es preciso recordar que: «La integridad o perfección de una cosa puede ser de dos maneras: La primera perfección consiste en la esencia misma de la cosa, la perfección segunda corresponde a la operación. Toda vez, pues, que la cópula camal es una operación, o digamos, el uso del matrimonio, ya que por éste se otorga facultad para dicho uso, la cópula camal dice orden a la segunda perfección del matrimonio, no a la primera» 39.
Eso significa que el acto conyugal enriquece el significado del sacramento. En efecto, la unión a través de tal acto se efectúa en el espíritu y en la carne del hombre, aunque no puede ser considerado como elemento constitutivo.
Hemos constatado que el gesto sacramental del matrimonio está constituido por el consentimiento interior expresado de modo actual y externo. Produce la unión entre los esposos, que se entregan recíproca y totalmente, buscando realizar, a través de una progresiva comunión, la santidad a la que han sido llamados. Pero ese consentimiento ha sido comprendido y presentado, en el conjunto de la estructura sacramental, de diferentes modos. Vamos a presentar ahora, sin la menor pretensión de ser completos, algunos ejemplos tomados de teólogos contemporáneos, para hacernos una idea de la variedad y riqueza con que es considerado el sacramento del matrimonio.
W. Kasper40 sostiene que el término bíblico de alianza es el más adecuado para indicar la naturaleza del matrimonio cristiano. Expresa mejor que los conceptos de contrato e institución tanto el carácter personal del consentimiento matrimonial como su carácter público. La alianza pertenece a ambas esferas. Es vínculo personal de amor, pero también un hecho público y jurídico, que interesa a toda la comunidad eclesial. En efecto, Cristo instituyó el matrimonio como sacramento en el momento en que fundó la nueva alianza, y confirió una eficacia sacramental a la unión conyugal desde el principio, como prenda de la unión entre Él y la Iglesia. D. Tettamanzi 41 aclara la identidad o esencia del matrimonio refiriéndose al amor conyugal en cuanto legitimado o pública-eclesialmente declarado. El consentimiento matrimonial es un compromiso con un vínculo de amor en el que se expresa la unión de la voluntad y del corazón, para realizar, a continuación, la dimensión eclesial y social. El sacramento consiste, por tanto, en la elevación del pacto-amor conyugal a signo eficaz de gracia. Según L. Ligier42, el pacto conyugal constituye la expresión más adecuada para indicar el elemento constitutivo del sacramento. El consentimiento matrimonial intercambiado entre los esposos y consagrado por el pacto es el elemento más expresivo y significativo. Así, el matrimonio es la unión que resulta del consentimiento, no el consentimiento mismo. Éste debe ser manifestado ante la Iglesia para ser una unión sacramental y un pacto.

4. Los efectos sacramentales
Según la doctrina tradicional de la Iglesia, el consentimiento constituye la esencia del matrimonio in fieri, en el momento de constituirse, mientras que el vínculo matrimonial constituye su esencia in facto esse, como estado de vida consagrado en Cristo y en la Iglesia con obligaciones morales y jurídicas. Juan Pablo II, recuperando esta tradición, afirma que «el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza» 43. El matrimonio de la nueva alianza es, por consiguiente, una imagen viva del vínculo inseparable que une a Cristo con la Iglesia, manifiesta y representa el misterio de su unión indisoluble, confiriendo su gracia con una participación auténtica. Los contrayentes contraen un vínculo que brota de la entrega recíproca de toda la persona y de la íntima unión de los corazones, de manera que, con la gracia de su caridad conyugal, nunca disminuya.
El vínculo estable y fiel asegura la dignidad de ambos cónyuges y la ayuda recíproca, recuerda que la unión conyugal ha tenido lugar no por fines egoístas o de placer, sino por la vocación y el destino comunes dados por Cristo, y ayuda a realizar al mismo tiempo los bienes terrenos y eternos. En efecto, los cónyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados (cfr. GS 48) para ser idóneos, a fin de cumplir los deberes conyugales y familiares en el Espíritu de Cristo. De este modo, el matrimonio «tiene la especificidad de unir a dos bautizados en "una carne" para el ejercicio de la vida matrimonial, cooperando con el amor del Creador en un ministerio propio» 44.
El vínculo sacramental proporciona además una unidad tan modelada y dependiente de la de Cristo con la Iglesia presente y operante en la tierra, que permite que la familia pueda ser llamada «Iglesia doméstica» (cfr. LG 11), santuario doméstico de la Iglesia (cfr. AA 11) 45.
Brinda una consistencia y una configuración tales, que permite a la familia representar a su modo la alianza nueva y definitiva con la que Trinidad ha manifestado últimamente su misericordia a los hombres. El amor siempre fiel de Dios se pone como la fuerza con que los cónyuges se unen en un vínculo de amor fiel e inagotable, para que su «amor reciba su sello y su consagración ante el ministro de la Iglesia y ante la comunidad» 46.
Entonces el vínculo matrimonial hace a los cónyuges una «pareja», que puede hacer resplandecer su propia luz ante los hombres, a fin de que éstos, al ver sus obras, puedan dar gloria al Padre celestial (cfr. Mt 5, 16).
El vínculo conyugal cristiano es único (exclusivo, entre un hombre y una mujer) e indisoluble (perpetuo, no puede ser rescindido). Como afirma Juan Pablo 11 47, estas prerrogativas de la comunión conyugal hunden sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer, y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida. Constituyen una exigencia humana, sentida a pesar de las rebeliones derivadas de la dureza del corazón. Pero subsisten, en general, exigencias y deseos veleidosos no realizados, en caso de que no sean sostenidos por la gracia sacramental o por gracias absolutamente especiales. Tanto la unidad como la indisolubilidad son, en efecto, un don específico del Espíritu Santo efuso en la celebración sacramental. Don de una comunión nueva e interior basada en aquella otra, definitiva y ya dada, única e indisoluble, entre Cristo Cabeza y su cuerpo, entre el Esposo y la esposa. De este modo, las propiedades del vínculo conyugal realizan el designio que ha querido Dios desde la eternidad sobre la vida matrimonial, y que ha sido restablecido y renovado en Cristo, al hacer al hombre y a la mujer criaturas nuevas con el bautismo y, a continuación, partícipes del amor con que El mismo se ha entregado por la Iglesia, purificándola y santificándola.
El vínculo único e indisoluble entre los cónyuges bautizados es fruto de aquel otro, igualmente único e indisoluble, de Cristo, que ha amado a la Iglesia hasta el extremo. No se trata, por tanto, sólo de una invitación a la perfección dirigida a quien quiera o pueda. En efecto: «El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (Mt 19, 6)» 48.
Los cónyuges cristianos, al obedecer el mandamiento del Señor, son un signo del amor fiel de Dios por el hombre, y, en particular, los cónyuges abandonados que no vuelven a casarse, viviendo una fidelidad de un particular valor.
Como ya hemos tenido ocasión de señalar, el concilio de Trento se expresó sobre la indisolubilidad con una fórmula que ha sido objeto de diferentes interpretaciones 49, que quiere tener presente la práctica contraria a la de la Iglesia ortodoxa, la cual, a su vez, no rechaza la doctrina de la Iglesia católica. Afirma el Concilio: «Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles (Mc 10; 1 Co 7), no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema» (DS 1807). La indisolubilidad enseñada por la Iglesia, aunque no haya sido definida en sí misma, no puede ser considerada como un error (contra las afirmaciones protestantes), más aún, está en conformidad con la doctrina evangélica y apostólica. Como antes lo hiciera el Concilio, ni los pontífices romanos ni la Iglesia católica han admitido nunca excepciones al principio de la indisolubilidad o la enseñanza contraria al mismo.
El concilio de Trento se ocupó ampliamente del tema de la gracia dada a los cónyuges cristianos en el acto de la celebración del matrimonio. Ésta es presentada, en primer lugar, como don que perfecciona el amor conyugal; a continuación, como ayuda que confirma la unidad y la indisolubilidad del vínculo matrimonial, y, por último, como santificación de los cónyuges (cfr. DS 1799). Enseña, además, que el matrimonio en la ley evangélica es superior a todos los otros por la gracia que Cristo confiere en él (DS 1800).
Los tres aspectos que acabamos de señalar revelan que la gracia, antes que nada, repara y atenúa las consecuencias del pecado, pretendiendo volver a la condición originaria y, en segundo lugar, que tiene un carácter perfectivo, es decir, que eleva el matrimonio, para convertirlo en la expresión de los valores propiamente cristianos. También la Familiaris consortio (cfr. n. 13) y otros documentos insisten en la gracia que santifica y hace llegar a una unidad profunda y cristianamente conyugal, de modo que se forme un solo corazón y una sola alma con un significado y una energía nuevos.
Si queremos precisar aún la naturaleza de la gracia, podemos afirmar que ésta tiene la tarea de hacer a los cónyuges, en cuanto tales, miembros del cuerpo místico, instrumento de santidad personal el uno para el otro, ayuda para la recíproca elevación. El segundo aspecto consiste en la fuerza divina para transmitir la vida según el plan de Dios. De este modo, quedan santificados los cónyuges para propagar y desarrollar la vida divina: transmiten la vida para hacer a los hijos criaturas nuevas en Cristo. Son corroborados para una comunión y una caridad mutuas, para una unión más íntima con Cristo, de suerte que estén abiertos a la generosidad que transmite a los otros lo que ellos han recibido. En consecuencia, lo que en el matrimonio se significa, se produce y se da es el amor entre Cristo y la Iglesia, presente en la tierra en cuanto amor que une, santifica y vivifica, y en cuanto amor fecundo, que enriquece y extiende cada vez más a la Iglesia. Por eso los cónyuges deben estar más unidos por el amor que poseen en Cristo que por el amor mutuo natural. Si los cónyuges viven ambos sus relaciones en Cristo, la fuerza de la gracia sacramental los transfigura, a pesar de sus debilidades. De este modo, la gracia viene en ayuda del amor conyugal humano, proporcionando razones válidas y definitivas para la fidelidad y la ayuda recíprocas. Mientras que el efecto primero e inmediato del sacramento es el vínculo conyugal cristiano único e indisoluble, hasta el punto de que los cónyuges quedan consagrados por él y forman el santuario doméstico de la Iglesia, el segundo efecto es el don de la participación en la santidad de Cristo y de la Iglesia, según la modalidad de la pareja. Los cónyuges quedan santificados y están invitados durante toda su vida a participar en el banquete de bodas del Hijo de Dios (cfr. Mt 22, 1-14).
Ya hemos visto que el matrimonio no es un puro y simple contrato que pueda ser disuelto con el acuerdo de las partes, ni tampoco una pura y simple institución. Cuando fue presentado en la Iglesia de este modo lo que se pretendía era poner de manifiesto o bien la libre disposición de los esposos como respuesta a una vocación divina, o bien la presencia de normas morales y de leyes estables que lo regulan. Después de Jesucristo, el matrimonio es, antes que nada, sacramento y en ello reside su significado fundamental y central. Precisamente como sacramento, y no simplemente como institución, introduce al cristiano en un estado de vida. En efecto, el matrimonio permanece en su efecto primero: el vínculo conyugal único e indisoluble, que subsiste durante toda la vida. Por otra parte, la eficacia y los efectos sacramentales se extienden a toda la vida conyugal. Esta debe edificarse sobre el sacramento recibido, que permanece presente y operante en las personas.
Los Padres de la Iglesia, por ejemplo san Agustín, hablan a menudo, quizás incluso con mayor frecuencia, del matrimonio cristiano como estado de vida que como celebración del consentimiento conyugal. El concilio Vaticano II, recuperando esta tradición, afirma que los cónyuges, sostenidos por el sacramento con la gracia de Dios y la acción salvífica de la Iglesia, son conducidos a Dios y ayudados en su misión de padre y madre. Y añade a continuación: «Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48). Juan Pablo II confirma aún: «El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia» 50. De este modo, la comunidad conyugal se convierte en la comunidad familiar.
Pero ¿qué es lo que caracteriza a la familia? ¿Cuál es su elemento específico? A estas preguntas responde Juan Pablo II del modo siguiente: «Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre» 51.
Se trata de la fecundidad que sigue al amor conyugal y está dirigida tanto a la procreación de los hijos como a darles todo aquello que les enriquece desde el punto de vista humano y cristiano. Así pues, lo que especifica de ordinario a la familia, aunque no siempre aparezca el don de los hijos, es la fecundidad y la procreación. De este modo, los cónyuges colaboran con el acto divino de la creación; es su cooperación humana a la acción divina. El hijo es el don que Dios hace a los esposos y con el que se expande la comunidad cristiana. Dios les confía lo más precioso que hay en la creación: la persona humana, que debe llegar a ser conforme «a la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). En efecto: «Así como el origen de la comunidad conyugal está situado entre la empresa de Dios y el consentimiento del hombre y de la mujer que se casan, también el origen de la comunidad familiar reside en el encuentro entre Dios y la pareja de los esposos, entre el acto divino de la creación y el acto humano de la procreación» 52.
Los hijos son un don del Dios creador a los esposos. Ellos ponen las condiciones para que ese don tenga lugar y deben recibirlo según el plan salvífico de Dios. Los padres deben ser los guardianes y los educadores de ese don de Dios, a fin de que la nueva criatura pueda realizar su propia vocación en la familia de los hijos de Dios. Si la vida de los padres y de los hijos es un don, entonces la familia es el lugar privilegiado de la educación en la conciencia de los dones recibidos y de la pertenencia absoluta al Donante. En efecto, el significado central del don recíproco que hacen los esposos de sí mismos y el don de los hijos, recibido de Dios, es precisamente la pertenencia y el vínculo con otro y, en último extremo, con Dios. Cuando existe esa conciencia en los padres, se manifiesta y se transmite a los hijos: en esa ósmosis reside lo esencial de la educación. Con esa conciencia, todos los miembros de la familia pueden decir, juntos y con verdad, Padre nuestro.
Pero junto a esa conciencia de pertenencia está el factor de la libertad. Ésta puede ser ejercida de modo verdadero por los miembros de la familia, cuando están presentes tanto la verdad del ser criaturas de Dios, como la conciencia del propio destino. Estos dos factores suscitan en el hombre deseos que han de ser verificados y realizados en las circunstancias de la vida con la responsabilidad de que gozan todos los hombres. La libertad se ejerce, entonces, en el sentido más verdadero y humano, como capacidad de adhesión a todo lo que se experimenta como verdadero y bueno para la propia vida. Esto acaece, en la vida cristiana, con la fe y el bautismo. De este modo, los miembros, convertidos en criaturas nuevas, pertenecen a Cristo y a la Iglesia. En este vínculo se alcanza la verdad que nos hace libres. La conciencia de este hecho está en la base de la verdadera libertad y del itinerario hacia Cristo, que se puede realizar en toda relación familiar. De ese acontecimiento es preciso hacer memoria, llenos de gratitud y de estupor, en la familia, pedir sus beneficios con la oración en la vida diaria, de modo que hagamos siempre operativa la gracia del sacramento en el camino hacia nuestro destino.

TALLER

Hacer grupos de a tres con una copia de este material cada grupo, e ir leyendo y elaborando preguntas a partir de lo que se va entendiendo. y al final, dejarlo con la monitora.



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24. Para el significado teológico de los pasajes del Vaticano II sobre el matrimonio, cfr. E. Ruffini,11 matrimonio nei testi conciliara, en: «Rivista Liturgica» 55 (1968), pp. 354-367; D. Tettamanzi, l cine saranno..., pp. 103-121.
25. La bibliografía sobre la Familiaris consortio es extensa. Véase D. Tettamanzi, 1 due saranno..., pp. 153-174; 193-219. con la bibliografía allí citada.
26. Pablo VI, Discurso a la Sagrada Rota Romana del 9-2-1976, Cfr. P. Barberi-D. Tettamanzi (eds.). Matrimonio e famiglia nel magistero Bella Chiesa. 1 documenti dal concilio di Firenze a Giovanni Paolo 11, Milano. 1986. p. 301.
27. J. Auer, 1 sacramenta della Chiesa, Assisi, 1974, p. 313 (edición española: Los sacramentos de la Iglesia, Herder, 1989).
28. P.N. Trembelas, Dogmatique de 1'Église orthodoxe catholique, 111, Chevetogne, 1968, p. 364.
29. Cfr., por ejemplo, Pío XII, Allocuzione al novelli sposi del 5.3.1941; cfr. P. Barberi-D. Tettamanzi (eds.), documenti..., pp. 163ss.
30. S. Th., Supl. 42. 1 afirma: «La forma de este sacramento son las palabras que expresan el consentimiento matrimonial; no la bendición sacerdotal, que sólo es un sacramental».
31. M.J. Scheeben, 1 n:isteri del cristianesimo, Brescia, 19603. p. 602 (edición española: Los misterios del cristianismo, Herder. 1964).
32. Ibid., p. 594.
33. Ibid., pp. 587-598.
34. Juan Pablo II. Exhortación apostólica Familiaris consortio, 11.
35. Para estos análisis, cfr. L. Ligier, a.c., pp. 99-107.
36. S. Th., Suppl. 45, 1.
37. S. Th., Suppl. 45, 5.
38. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Fmniliaris consortio, 19.
39. S. Th., Suppl. 42, 4.
40. W. Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, Brescia, 1979, pp. 33.39-43 (edición española: Teología del matrimonio, Sal Terrae, Santander, 1984).
41. D. Tettamanzi, Matrimonio, en: «La Scuola Cattolica» 5 (1986), pp. 582.584-586.
42. L. Ligier, o.c., pp. 62-72.
43. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 13.
44. L. Ligier, o.c., p. 121.
45. La Familiaris consortio usa con frecuencia estas expresiones. Para su significado, cfr. D. Tettamanzi, I due saranno..., pp. 193-219.
46. Misal romano, Comienzo de la liturgia del sacramento.
47. Exhortación apostólica Faniliaris consortio, 19-20.
48. Ibid., 20.
49. Para la discusión recientemente reemprendida y las correspondientes indicaciones bibliográficas, cfr. L. Ligier, a.c., pp. 177-179.
50. Exhortación apostólica Familiares consortio, 56.
51. Ibid., 28.
52. C. Caifarra, Identitá e missione della famiglia, en: «Il Nuovo Areopago» 2 (1988), p. 36. Véase asimismo G. Biffi, Matrimonio e famiglia. Nota pastorale, Bologna, 1990; G. Chantraine, La famiglia si puó salvare?, en: «Communio» (ed. italiana) 89 (1986), pp. 1-13. Respecto al magisterio sobre la familia, además de la ya citada Familiarei consortio, cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias, del 2 de febrero de 1994. Cfr. Varón y mujer los creó, Edicep, Valencia 1994.

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DOCTRINA CATÓLICA SOBRE EL MATRIMONIO - 11 DE OCTUBRE

COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
DOCTRINA CATÓLICA SOBRE EL MATRIMONIO
(1977)







Introducción
por Mons. Ph. Delhaye

Aunque dispersa en varios documentos como Lumen gentiumGaudium et spesApostolicam actuositatem, la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el matrimonio y la familia ha sido la causa de una renovación teológica y pastoral en estas materias, en la misma línea, por lo demás, de las investigaciones que habían preparado estos textos.

Pero, por otra parte, la doctrina conciliar no ha tardado en convertirse en objeto de actitudes contestatarias del «meta-Concilio» en nombre de la secularización, de una severa crítica a la religión popular considerada en exceso «sacramentalista», de la oposición a ciertas instituciones en general, así como la multiplicación de los matrimonios entre los ya divorciados. Y ciertas ciencias humanas, «celosas de su nueva gloria», han jugado también un papel importante en este terreno.

La necesidad de una reflexión, a la vez constructiva y crítica, se impuso a los miembros de la Comisión Teológica Internacional.

Desde 1975, con la aprobación de su presidente, su eminencia el cardenal Šeper, decidieron introducir en su programa de estudio algunos problemas doctrinales relativos al matrimonio cristiano. Una subcomisión puso enseguida manos a la obra y preparó los trabajos de la sesión de diciembre de 1977. Esta subcomisión estaba compuesta por los profesores B. Ahern C.P., C. Caffarra, Ph. Delhaye (presidente), W. Ernst, E. Hamel, K. Lehmann, J. Mahoney (moderador), J. Medina-Estévez, O. Semmelroth.

La materia fue dividida en cinco grandes temas que fueron preparados por documentos de trabajo, «relaciones» y «documentos». El profesor Ernst tuvo la responsabilidad de la primera jornada consagrada al matrimonio como institución. La sacramentalidad del matrimonio así como su relación con la fe y el bautismo fueron estudiadas bajo la dirección del profesor K. Lehmann. Antes de que el R.P. Hamel dirigiera los trabajos sobre la indisolubilidad, el profesor C. Caffarra aportó nuevos puntos de vista sobre el viejo problema «contrato-sacramento», examinándolo en la óptica de la historia de la salvación, especialmente en relación con la Creación y la Redención. El estatuto de los divorciados vueltos a casar surge primordialmente de la pastoral, pero tiene también incidencia sobre el problema de la indisolubilidad y de los poderes de la Iglesia en este terreno. Se estudió este problema bajo la dirección de Mons. Medina-Estévez, teniendo en cuenta, por lo demás, un documento preparado por S.E. Mons. E. Gagnon, vicepresidente del Consejo Pontificio para la Familia.
Al término de cada uno de estos estudios, la subcomisión formuló en latín una serie de proposiciones que, como es natural, sometió a la votación de todos los miembros de la Comisión Teológica Internacional. Evidentemente, los «modos» se multiplicaron, y fueron propuestas nuevas redacciones. La última formulación de estas proposiciones —repartidas en cinco series para ser fieles a su origen— es lo que ahora publica la Comisión Teológica Internacional. Estas proposiciones han sido votadas por mayoría absoluta por los miembros de la Comisión Teológica Internacional. Esto significa que esta mayoría las aprueba no solamente en su inspiración fundamental, sino también en sus términos y en su actual forma de presentación.

Aquí solamente proponemos, a continuación del texto, algunas glosas para facilitar la lectura y el estudio. Estas proposiciones han querido ser concisas; quizá no sea inútil decir su sentido y alcance.


A) Texto de las treinta tesis aprobadas «in forma specifica» 
por la Comisión Teológica Internacional


1. Institución

1.1. Proyección divina y humana del matrimonio
La alianza matrimonial se funda sobre las estructuras preexistentes y permanentes que establecen la diferencia entre el hombre y la mujer. Es también querida por los esposos como una institución, aunque sea tributaria, en su forma concreta, de diversos cambios históricos y culturales, así como de particularidades personales. De este modo, la alianza matrimonial es una institución querida por Dios mismo, Creador, con vistas tanto a la ayuda que los esposos deben procurarse mutuamente en el amor y la fidelidad, como a la educación que debe darse, en la comunidad familiar, a los hijos nacidos de esta unión.

1.2. El matrimonio en Cristo
El Nuevo Testamento muestra bien que Jesús confirmó esta institución que existía «desde el principio» y que la sanó de sus defectos posteriores (Mc 10, 2-9, 10-12). Le devolvió así su total dignidad y sus exigencias iniciales. Jesús santificó este estado de vida[2] insertándolo en el misterio de amor que lo une a él, como Redentor, con su Iglesia. Por esta razón han sido confiadas a la Iglesia la conducción pastoral y la organización del matrimonio cristiano (cf. 1 Cor 7, 10-16).

1.3. Los Apóstoles
Las Epístolas del Nuevo Testamento reclaman el respeto de todos hacia el matrimonio (Heb 13, 4) y, respondiendo a ciertos ataques, lo presentan como una buena obra de Dios creador (1 Tim 4, 1-5). Hacen valer el matrimonio de los fieles cristianos en virtud de su inserción en el misterio de la alianza y del amor que unen a Cristo con la Iglesia (Ef 5, 22-33)[3]. Quieren, en consecuencia que el matrimonio se realice «en el Señor» (1 Cor 7, 39) y que la vida de los esposos sea conducida según su dignidad de «nueva creatura» (2 Cor 5, 17), en Cristo (Ef 5, 21-33). Ponen en guardia a los fieles, contra las costumbres paganas en esta materia (1 Cor 6, 12-20; cf. 6, 9-10). Las Iglesias apostólicas se basan en un «derecho emanado de la fe», y quieren asegurar su permanencia; en este sentido formulan directivas morales (Col 3, 18ss; Tit 2, 3-5; 1 Pe 3, 1-7) y disposiciones jurídicas proyectadas a hacer vivir el matrimonio «según la fe» en las diversas situaciones y condiciones humanas.

1.4. Los primeros siglos
Durante los primeros siglos de la historia de la Iglesia, los cristianos celebraron su matrimonio «como los otros hombres»[4] bajo la presidencia del padre de familia, y con los solos gestos y ritos domésticos, como por ejemplo, el de juntar las manos de los futuros esposos. No perdieron de vista, sin embargo, «las leyes extraordinarias y verdaderamente paradójicas de su república espiritual»[5]. Eliminaron de su liturgia doméstica todo aspecto religioso pagano. Dieron particular importancia a la procreación y a la educación de los hijos[6] y aceptaron la vigilancia ejercida por los Obispos sobre los matrimonios[7]. Manifestaron, por medio de su matrimonio, una especial sumisión a Dios y una relación con su fe[8]. Incluso gozaron, en ocasiones, de la celebración del sacrificio eucarístico y de una bendición especial con ocasión del matrimonio[9].

1.5. Las tradiciones orientales
En las Iglesias de Oriente, desde una época antigua, los pastores tomaron parte activa en la celebración de los matrimonios, sea en lugar de los padres de familia o conjuntamente con ellos. Este cambio no fue el resultado de una usurpación: se realizó, por el contrario, a petición de las familias y con la aprobación de las autoridades civiles. A causa de esta evolución, las ceremonias que se realizaban primitivamente en el seno de las familias fueron progresivamente incluidas en los ritos litúrgicos mismos, y se formó asimismo la opinión de que los ministros del rito del «mysterion» matrimonial no eran sólo los cónyuges, sino también el pastor de la Iglesia.

1.6. Las tradiciones occidentales
En las Iglesias de Occidente se produjo el encuentro entre la visión cristiana del matrimonio y el derecho romano. De ahí surgió una pregunta: «¿Cuál es el elemento constitutivo del matrimonio desde el punto de vista jurídico?». Esta pregunta fue resuelta en el sentido de que el consentimiento de los esposos fue considerado como el único elemento constitutivo. Así fue como, hasta el tiempo del Concilio de Trento, los matrimonios clandestinos fueron considerados válidos. Sin embargo, la Iglesia pedía, desde hacia mucho tiempo, que se reservara lugar a ciertos ritos litúrgicos, a la bendición del sacerdote y a la presencia de éste como testigo de la Iglesia. Por medio del decreto Tametsi la presencia del párroco y de otros testigos llegó a ser la forma canónica ordinaria, necesaria para la validez del matrimonio.

1.7. Las nuevas Iglesias
Es deseable que, bajo el control de la autoridad eclesiástica, se instauren en los pueblos recientemente evangelizados nuevas normas litúrgicas y jurídicas del matrimonio cristiano. El mismo Concilio Vaticano II y el nuevo ritual para la celebración del matrimonio lo desean. Así se armonizarán la realidad del matrimonio cristiano con los valores auténticos que manifiestan las tradiciones de esos pueblos.

Esa diversidad de normas, debida a la pluralidad de las culturas, es compatible con la unidad esencial, pues no sobrepasa los límites de un legítimo pluralismo.
El carácter cristiano y eclesial de la unión y de la mutua donación de los esposos puede, en efecto, ser expresado de diferentes maneras, bajo el influjo del bautismo que recibieron y por la presencia de testigos, entre los cuales el «sacerdote competente» juega un papel eminente.
Pueden parecer oportunas, tal vez, diversas adaptaciones canónicas de esos diferentes elementos.

1.8. Adaptaciones canónicas
La reforma del derecho canónico debe tener en cuenta la visión global del matrimonio, y sus dimensiones a la vez personales y sociales. La Iglesia debe ser consciente de que las disposiciones jurídicas están destinadas a apoyar y promover condiciones cada día más atentas a los valores humanos del matrimonio. No debe pensarse, sin embargo, que tales adaptaciones puedan tocar a la totalidad de la realidad del matrimonio.

1.9. Proyección personalista de la institución
«La persona humana que, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de vida social, es y debe ser el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales»[10]. Como «comunidad íntima de vida y amor conyugal»[11], el matrimonio constituye un lugar y un medio apropiados para favorecer el bien de las personas en la línea de su vocación. Por consiguiente, el matrimonio jamás puede ser considerado como un modo de sacrificar personas a un bien común que les es extrínseco. Por lo demás, el bien común es «el conjunto de las condiciones sociales que permiten, tanto a los grupos como a cada uno de sus miembros, alcanzar su propia perfección de modo más total y más fácil»[12].

1.10. Estructura y no superestructura
Aunque esté sometido al realismo económico, tanto en su inicio como a lo largo de toda su duración, el matrimonio no es una superestructura de la propiedad privada de bienes y recursos. Es cierto que las formas concretas de existencia del matrimonio y de la familia pueden depender de condiciones económicas. Pero la unión definitiva de un hombre y una mujer en la alianza conyugal corresponde ante todo a la naturaleza humana y a las exigencias inscritas en ella por el Creador. Esta es la razón profunda en virtud de la cual el matrimonio favorece grandemente la maduración personal de los esposos, lejos de entrabarla.

2. Sacramentalidad

2.1. Símbolo real y signo sacramental
Cristo Jesús hizo redescubrir, de manera profética, la realidad del matrimonio, tal como fue querida por Dios desde el origen del género humano (cf. Gén 1, 27 = Mc 10, 6, par. Mt 19, 4; Gén 2, 24 = Mc 10, 7-8, par. Mt 19, 5). Lo restauró por medio de su muerte y su resurrección. También el matrimonio cristiano se vive «en el Señor» (1 Cor 7, 39); está determinado por los elementos de la obra de la salvación.
Desde el Antiguo Testamento, la unión matrimonial es una figura de la alianza entre Dios y el pueblo de Israel (cf. Os 2; Jer 3, 6-13; Ez 16 y 23; Is 54). En el Nuevo Testamento el matrimonio reviste una dignidad más alta aún, pues es la representación del misterio que une a Cristo Jesús con la Iglesia (cf. Ef 5, 21-33). Esta analogía se ilumina más profundamente por medio de la interpretación teológica: el amor supremo y el don del Señor hasta el derramamiento de su sangre, así como la adhesión fiel e irrevocable de la Iglesia, su Esposa, llegan a ser el modelo y el ejemplo para el matrimonio cristiano. Esta semejanza es una relación de auténtica participación en la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. Por su parte, y a modo de símbolo real y signo sacramental, el matrimonio cristiano representa concretamente a la Iglesia de Jesucristo en el mundo y, sobre todo bajo el aspecto de la familia, se denomina con razón «Iglesia doméstica»[13].

2.2. Sacramento en sentido estricto
Del modo expuesto, el matrimonio cristiano se configura con el misterio de la unión entre Jesucristo y la Iglesia. El hecho de que el matrimonio cristiano sea así asumido en la economía de la salvación, justifica ya la denominación de «sacramento» en un sentido amplio. Pero es más todavía una condensación concreta y una actualización real de ese sacramento primordial. El matrimonio cristiano es, pues, en sí mismo, verdadera y propiamente un signo de salvación que confiere la gracia de Jesucristo, y es por eso por lo que la Iglesia católica lo cuenta entre los siete sacramentos[14].
Entre la indisolubilidad del matrimonio y su sacramentalidad hay una relación particular, es decir, una relación constitutiva y recíproca. La indisolubilidad permite percibir más fácilmente la sacramentalidad del matrimonio cristiano y, a su vez, desde el punto de vista teológico, la sacramentalidad constituye el fundamento último, aunque no el único, de la indisolubilidad del matrimonio.

2.3 Bautismo, fe actual, intención, matrimonio sacramental
Como los demás sacramentos, también el matrimonio comunica la gracia. La fuente última de esta gracia es el impacto de la obra realizada por Jesucristo y no solamente la fe de los sujetos del sacramento. Esto no significa, sin embargo, que en el sacramento del matrimonio la gracia sea otorgada al margen de la fe o sin ninguna fe. De ahí se sigue, según los principios clásicos, que la fe es un presupuesto, a título de «causa dispositiva», del efecto fructuoso del sacramento. Pero, por otra parte, la validez del sacramento no está ligada al hecho de que éste sea fructuoso.
El hecho de los «bautizados no creyentes» plantea hoy un nuevo problema teológico y un serio dilema pastoral, sobre todo si la ausencia e incluso el rechazo de la fe parecen evidentes. La intención requerida —intención de realizar lo que realizan Cristo y la Iglesia — es la condición mínima necesaria para que exista verdaderamente un acto humano de compromiso en el plano de la realidad sacramental. No hay que mezclar, ciertamente, la cuestión de la intención con el problema relativo a la fe de los contrayentes. Pero tampoco se los puede separar totalmente. En el fondo, la verdadera intención nace y se nutre de una fe viva. Allí donde no se percibe traza alguna de la fe como tal (en el sentido del término «creencia», o sea disposición a creer), ni ningún deseo de la gracia y de la salvación, se plantea el problema de saber, al nivel de los hechos, si la intención general y verdaderamente sacramental, de la cual acabamos de hablar, está o no presente, y si el matrimonio se ha contraído válidamente o no. La fe personal de los contrayentes no constituye, como se ha hecho ver, la sacramentalidad del matrimonio, pero la ausencia de fe personal compromete la validez del sacramento.
Este hecho da lugar a interrogantes nuevos, a los que no se han encontrado, hasta ahora, respuestas suficientes; impone este hecho nuevas responsabilidades pastorales en materia de matrimonio cristiano. «Ante todo, es preciso que los pastores se esfuercen por desarrollar y nutrir la fe de los novios, porque el sacramento del matrimonio supone y requiere la fe»[15].

2.4. Una articulación dinámica
En la Iglesia, el bautismo es el fundamento social y el sacramento de la fe, en virtud del cual los hombres que creen, llegan a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Desde este punto de vista, igualmente, la existencia de «bautizados no creyentes» implica problemas de gran importancia. Las necesidades de orden pastoral y práctico no encontrarán solución real en cambios que eliminaran el núcleo central de la doctrina en materia de sacramento y de matrimonio, sino en una radical renovación de la espiritualidad bautismal. Es preciso restituir una visión integral que perciba el bautismo en la unidad esencial y en la articulación dinámica de todos sus elementos y dimensiones: la fe, la preparación al sacramento, el rito, la confesión de la fe, la incorporación a Cristo y a la Iglesia, las consecuencias éticas, la participación activa en la vida de la Iglesia. Hay que poner de relieve el vínculo íntimo entre el bautismo, la fe y la Iglesia. Solamente por ese medio aparece cómo el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento «por el hecho mismo», es decir, no en virtud de una especie de «automatismo», sino por su carácter interno.

3. Creación y Redención

3.1. El matrimonio, querido por Dios
Todo ha sido creado en Cristo, por Cristo y para Cristo. De ahí que aun cuando el matrimonio haya sido instituido por Dios creador, llega a ser, sin embargo, una figura del misterio de la unión de Cristo-Esposo con la Iglesia-Esposa, y se encuentra en cierto modo ordenado a ese misterio. Este matrimonio, cuando es celebrado entre bautizados, es elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho y su sentido es, entonces, hacer participar en el amor esponsalicio de Cristo y de la Iglesia.

3.2. Inseparabilidad de la obra de Cristo
Cuando se trata de dos bautizados, el matrimonio como institución querida por Dios creador es inseparable del matrimonio sacramento. La sacramentalidad del matrimonio de los bautizados no lo afecta de manera accidental, como si esa calidad pudiera o no serle agregada: ella es inherente a su esencia hasta tal punto que no puede ser separada de ella.

3.3. Todo matrimonio de bautizados debe ser sacramental
La consecuencia de las proposiciones precedentes es que, para los bautizados, no puede existir verdadera y realmente ningún estado conyugal diferente de aquel que es querido por Cristo. En este sacramento la mujer y el hombre cristianos, al darse y aceptarse como esposos por medio de un consentimiento personal y libre son radicalmente liberados de la «dureza de corazón» de que habló Jesús (cf. Mt 19, 8). Llega a ser para ellos realmente posible vivir en una caridad definitiva porque por medio del sacramento, son verdadera y realmente asumidos en el misterio de la unión esponsalicia de Cristo y de la Iglesia. De ahí que la Iglesia no pueda, en modo alguno, reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a su dignidad y a su modo de ser de «nueva creatura en Cristo», si no están unidos por el sacramento del matrimonio.

3.4. El matrimonio «legítimo» de los no-cristianos
La fuerza y la grandeza de la gracia de Cristo se extienden a todos los hombres, incluso más allá de las fronteras de la Iglesia, en razón de la universalidad de la voluntad salvífica de Dios. Informan todo amor conyugal humano y confirman la «naturaleza creada» y asimismo el matrimonio «tal como fue al principio». Los hombres y mujeres que aún no han sido alcanzados por la predicación del Evangelio, se unen por la alianza humana de un matrimonio legítimo. Éste está provisto de bienes y valores auténticos que le aseguran su consistencia. Pero es preciso tener presente que, aun cuando los esposos lo ignoren, dichos valores provienen de Dios creador y se inscriben en forma incoativa en el amor esponsalicio que une a Cristo con la Iglesia.

3.5. La unión de los cristianos inconscientes de las exigencias de su bautismo
Sería, pues, contradictorio decir que cristianos, bautizados en la Iglesia católica, pueden verdadera y realmente operar una regresión, contentándose con un estatuto conyugal no sacramental. Eso seria pensar que pueden contentarse con la «sombra», mientras Cristo les ofrece la «realidad» de su amor esponsalicio.
Sin embargo, no pueden excluirse casos en que, para ciertos cristianos, la conciencia esté deformada por la ignorancia o el error invencible. Esos cristianos llegan a creer, entonces, que pueden contraer un verdadero matrimonio excluyendo al mismo tiempo el sacramento.

En esta situación, son incapaces de contraer un matrimonio sacramental válido, puesto que niegan la fe y no tienen la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Pero, por otra parte, no deja por ello de subsistir el derecho natural a contraer matrimonio. Son, pues, capaces de darse y aceptarse mutuamente como esposos en razón de su intención, y de realizar un pacto irrevocable. Ese don mutuo e irrevocable crea entre ellos una relación psicológica que se diferencia, por su estructura interna, de una relación puramente transitoria.
Ello no obstante, dicha relación no puede en modo alguno ser reconocida por la Iglesia como una sociedad conyugal no sacramental, aunque presente la apariencia de un matrimonio. En efecto, para la Iglesia no existe entre dos bautizados un matrimonio natural separado del sacramento, sino únicamente un matrimonio natural elevado a la dignidad de sacramento.

3.6. Los matrimonios progresivos
Las consideraciones anteriores demuestran el error y el peligro de introducir o tolerar ciertas prácticas, que consisten en celebrar sucesivamente, por la misma pareja, varias ceremonias de matrimonio de diferente grado, aunque en principio conexas entre sí. Tampoco conviene permitir a un sacerdote o a un diácono asistir como tales a un matrimonio no sacramental que bautizados pretendieran celebrar, y tampoco acompañar esta ceremonia con sus oraciones.

3.7. El matrimonio civil
En una sociedad pluralista, la autoridad del Estado puede imponer a los novios una formalidad oficial que haga pública ante la sociedad política su condición de esposos. Puede también dictar leyes que ordenen en forma cierta y correcta los efectos civiles que derivan del matrimonio, así como los derechos y deberes familiares. Es necesario, sin embargo, instruir a los fieles católicos en forma adecuada acerca de que esta formalidad oficial, que se denomina corrientemente matrimonio civil, no constituye para ellos un verdadero matrimonio. No hay excepción a esta regla, sino en el caso en que ha habido dispensa de la forma canónica ordinaria, o también si, por la ausencia prolongada del testigo calificado de la Iglesia, el matrimonio civil puede servir de forma canónica extraordinaria en la celebración del matrimonio sacramental[16]. Por lo que se refiere a los no cristianos, y frecuentemente también a los no católicos, dicha ceremonia civil puede tener un valor constitutivo, sea para el matrimonio legítimo, sea para el matrimonio sacramental.

4. Indisolubilidad

4.1. El principio
La tradición de la Iglesia primitiva, que se funda en la enseñanza de Cristo y de los Apóstoles, afirma la indisolubilidad del matrimonio, aun en caso de adulterio. Este principio se impone a pesar de ciertos textos de interpretación dificultosa y de ejemplos de indulgencia frente a personas que se encontraban en situaciones muy difíciles. Por lo demás, no es fácil evaluar exactamente la extensión y la frecuencia de estos hechos.

4.2. La doctrina de la Iglesia
El Concilio de Trento declaró que la Iglesia no yerra cuando ha enseñado y enseña, según la doctrina evangélica y apostólica, que el vínculo del matrimonio no puede ser roto por el adulterio[17]. Sin embargo, el Concilio anatematizó solamente a aquellos que niegan la autoridad de la Iglesia en esta materia. Las razones de dicha reserva fueron ciertas dudas que se han manifestado en la historia (opiniones del Ambrosiaster, de Catarino y Cayetano) y, por otra parte, perspectivas que se acercan al ecumenismo. No se puede, pues, afirmar que el Concilio haya tenido la intención de definir solemnemente la indisolubilidad del matrimonio como una verdad de fe. Deben, sin embargo, tenerse en cuenta las palabras pronunciadas por Pío XI, en Casti connubii, al referirse a este canon: «Si la Iglesia no se ha equivocado ni se equivoca cuando dio y da esta enseñanza, es entonces absolutamente seguro que el matrimonio no puede ser disuelto, ni siquiera por causa de adulterio. Y es igualmente evidente que las otras causas de divorcio que podrían aducirse, mucho más débiles, tienen menos valor aún, y no pueden ser tomadas en consideración»[18].

4.3. Indisolubilidad intrínseca
La indisolubilidad intrínseca del matrimonio puede ser considerada bajo diferentes aspectos y puede tener varios fundamentos.
Se puede considerar el problema desde el ángulo de los esposos. Se dirá entonces que la unión íntima del matrimonio, don recíproco de dos personas, y el mismo amor conyugal y el bien de los hijos exigen la unidad indisoluble de dichas personas. De ahí se deriva, para los esposos, la obligación moral de proteger su alianza conyugal, de conservarla y hacerla progresar.
Debe ponerse también el matrimonio en la perspectiva de Dios. El acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, crea un vínculo que está fundado en la voluntad de Dios. Dicho vínculo está inscrito en el mismo acto creador y escapa a la voluntad de los hombres. No depende del poder de los esposos y, como tal, es intrínsecamente indisoluble.
Vista desde la perspectiva cristológica, la indisolubilidad del matrimonio cristiano tiene un fundamento último todavía más profundo, y consiste en que es la imagen, sacramento y testigo de la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia. Es lo que se ha llamado «el bien del sacramento». En este sentido, la indisolubilidad llega a ser un acontecimiento de gracia.
También las perspectivas sociales fundan la indisolubilidad que es requerida por la misma institución. La decisión personal de los cónyuges es asumida, protegida y fortificada por la sociedad, sobre todo por la comunidad eclesial. Están comprometidos ahí el bien de los hijos y el bien común. Es la dimensión jurídico-eclesial del matrimonio.
Estos diversos aspectos están íntimamente ligados entre sí. La fidelidad a que están obligados los esposos debe ser protegida por la sociedad, que es la Iglesia. Es exigida por Dios Creador, así como por Cristo que la hace posible en el flujo de su gracia.

4.4. Indisolubilidad extrínseca y poder de la Iglesia sobre los matrimonios
Paralelamente a su praxis, la Iglesia ha elaborado una doctrina referente a su propia autoridad en el campo de los matrimonios. Y ha precisado así la amplitud y los limites de esa autoridad. La Iglesia no se reconoce autoridad alguna para disolver un matrimonio sacramental ratificado y consumado (ratum et consummatum). En virtud de muy graves razones, por el bien de la fe y la salvación de las almas, los demás matrimonios pueden ser disueltos por la autoridad eclesiástica competente o, según otra interpretación, ser declarados disueltos por sí mismos.
Esta enseñanza es sólo un caso particular de la teoría acerca del modo como evoluciona la doctrina cristiana en la Iglesia. Hoy día, dicha enseñanza es casi generalmente aceptada por los teólogos católicos.
No se excluye, sin embargo, que la Iglesia pueda precisar más aún las nociones de sacramentalidad y de consumación. En tal caso, la Iglesia explicaría mejor todavía el sentido de dichas nociones. Así, el conjunto de la doctrina referente a la indisolubilidad del matrimonio podría ser propuesto en una síntesis más profunda y más precisa.

5. Divorciados vueltos a casar

5.1. Radicalismo evangélico
Fiel al radicalismo del Evangelio, la Iglesia no puede dirigirse a sus fieles con otro lenguaje que el del apóstol Pablo: «A aquellos que están casados les mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe de su marido —y si se separa de él, que no vuelva a casarse o que se reconcilie con su marido— y que el marido no despida a su mujer» (1 Cor 7, 10-11). Síguese de ahí que las nuevas uniones, después de un divorcio obtenido según la ley civil, no son ni regulares ni legítimas.

5.2. Testimonio profético
Este rigor no deriva de una ley puramente disciplinar o de un cierto legalismo. Se funda sobre el juicio que el Señor ha dado en la materia (Mc 10, 6ss). Así comprendida, esta severa ley es un testimonio profético que se da de la fidelidad definitiva del amor que une a Cristo con la Iglesia, y demuestra también que el amor de los esposos está asumido en la caridad misma de Cristo (Ef 5, 23-32).

5.3. La «no-sacramentalización»
La incompatibilidad del estatuto de los «divorciados vueltos a casar» con el precepto y el misterio del amor pascual del Señor acarrea para ellos la imposibilidad de recibir, en la sagrada Eucaristía, el signo de la unión con Cristo. El acceso a la comunión eucarística no puede pasar sino por la penitencia, la que implica el «dolor y detestación del pecado cometido, y el propósito de no pecar en adelante»[19]. Todos los cristianos deben recordar las palabras del Apóstol: «...quienquiera come el pan o bebe el cáliz del Señor indignamente, será culpable con respecto al Cuerpo y a la Sangre del Señor. Que cada uno se examine, pues, y que así coma este pan y beba este cáliz; porque el que los come y bebe indignamente, se come y bebe su propia condenación, no haciendo discernimiento del Cuerpo» (1 Cor 11, 27-29).

5.4. Pastoral de los divorciados vueltos a casar
Esta situación ilegítima no permite vivir en plena comunión con la Iglesia. Y, sin embargo, los cristianos que se encuentran en ella no están excluidos de la acción de la gracia de Dios, ni de la vinculación con la Iglesia. No deben ser privados de la solicitud de los pastores[20]. Numerosos deberes que derivan del bautismo cristiano permanecen aún para ellos en vigor. Deben velar por la educación religiosa de sus hijos. La oración cristiana, tanto pública como privada, la penitencia y ciertas actividades apostólicas permanecen siendo para ellos caminos de vida cristiana. No deben ser despreciados, sino ayudados, como deben serlo todos los cristianos que, con la ayuda de la gracia de Cristo, se esfuerzan por librarse del pecado.

5.5. Combatir las causas de los divorcios
Es cada día más necesario desarrollar una acción pastoral que se esfuerce por evitar la multiplicación de los divorcios y las nuevas uniones civiles de divorciados. Hay que inculcar especialmente a los futuros esposos una conciencia viva de todas sus responsabilidades de cónyuges y de padres. Es importante presentar en forma cada vez mas eficaz el sentido auténtico del matrimonio sacramental como una alianza realizada «en el Señor» (1 Cor 7, 39). De este modo, los cristianos se encontrarán mejor preparados para adherir al mandamiento del Señor y para dar testimonio de la unión de Cristo con la Iglesia. Y esto redundará, por lo demás, en mayor bien para los esposos, para los hijos y para la misma sociedad.

B) Texto de las «Dieciséis Tesis» del P. G. Martelet 
aprobadas «in forma generica» por la Comisión teológica internacional[21]


Sacramentalidad del matrimonio y misterio de la Iglesia
1. La sacramentalidad del matrimonio cristiano aparece tanto mejor cuanto no se la separa del misterio de la misma Iglesia. «Signo y medio de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano», como dice el último Concilio[22], la Iglesia reposa sobre la relación que se da a sí mismo Cristo con ella para hacer de ella su cuerpo. La identidad de la Iglesia no depende, pues, de solos poderes del hombre sino del amor de Cristo, que la predicación apostólica no cesa de anunciar y al que la efusión del Espíritu nos permite adherirnos. Testimonio de este amor, que la hace vivir, la Iglesia es, por tanto, el sacramento de Cristo en el mundo, pues es el cuerpo visible y la comunidad que revela la presencia de Cristo en la historia de los hombres. Ciertamente, la Iglesia sacramento, cuya «grandeza» declara san Pablo (Ef 5, 32), es inseparable del misterio de la Encarnación, ya que ella es un misterio de cuerpo; es inseparable también de la economía de la Alianza ya que descansa sobre la promesa personal que le hizo Cristo resucitado de permanecer «con» ella «todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28, 20). Pero la Iglesia-sacramento brota también de un misterio que se puede llamar conyugal: Cristo está unido con ella en virtud de un amor que hace de la Iglesia, la esposa misma de Cristo, en la energía de un solo Espíritu y la unidad de un mismo cuerpo.

La unión de Cristo y de la Iglesia

2. La unión esponsalicia de Cristo y la Iglesia no destruye sino que, por el contrario, lleva a cumplimiento lo que el amor conyugal del hombre y la mujer anuncia a su manera, implica o ya realiza en el campo de comunión y fidelidad. En efecto, el Cristo de la Cruz lleva a cumplimiento la perfecta oblación de sí mismo, que los esposos desean realizar en la carne sin llegar, sin embargo, jamás a ella perfectamente. Realiza, con respeto a la Iglesia que él ama como a su propio cuerpo, lo que los maridos deben hacer por sus propias esposas, como dice san Pablo. Por su parte la resurrección de Jesús, en el poder del Espíritu revela que la oblación que hizo en la Cruz lleva sus frutos en esta misma carne en que se realizó, y que la Iglesia por él amada hasta morir puede iniciar al mundo en esta comunión total entre Dios y los hombres de la que ella se beneficia como esposa de Jesucristo.

El simbolismo conyugal en la Escritura

3. Con razón, pues, el Antiguo Testamento emplea el simbolismo conyugal para sugerir el amor sin fondo que Dios siente por su pueblo y que, por él, quiere revelar a la humanidad entera. Concretamente en el profeta Oseas, Dios se presenta como el esposo cuya ternura y fidelidad sin medida conseguirá al fin ganar a Israel, primeramente infiel, al amor insondable con que había sido enriquecido. El Antiguo Testamento nos abre así a una comprensión sin timideces del Nuevo en el que Jesús, en muchos lugares se encuentra designado como el Esposo por excelencia. Así lo hace el Bautista en Jn 3, 29; así se llama Jesús a sí mismo en Mt 9, 15; Pablo así lo llama por dos veces en 2 Cor 11, 2 y Ef 5; el Apocalipsis lo hace también en 22, 17. 20, para no decir nada de las alusiones explícitas a este titulo que se encuentran en las parábolas escatológicas del Reino en Mt 22, 1-10 y 25, 1-12.

Jesús, Esposo por excelencia

4. Descuidado de ordinario por la cristología, este título debe reencontrar ante nuestros ojos todo su sentido. De la misma manera que es el Camino, la Verdad, la Vida, la Luz, la Puerta, el Pastor, el Cordero, la Vid, el Hombre mismo, porque recibió del Padre «la primacía en todo» (Col 1, 18), Jesús es asimismo, con la misma verdad y el mismo derecho, el Esposo por excelencia, es decir, «el Maestro y el Señor» cuando se trata de amar a otro como a su propia carne. Por lo tanto, por este título de Esposo y por el misterio que evoca, debe iniciarse una cristología del matrimonio. En este terreno como en cualquier otro, «no puede ponerse otro fundamento que el que realmente se encuentra allí, a saber, Jesucristo» (1 Cor 3, 10). Sin embargo, el hecho de que sea Cristo el Esposo por excelencia no puede separarse del hecho de que es «el segundo» (1 Cor 15, 47) y el «último Adán» (1 Cor 15, 45).

Adán, figura del que había de venir

5. El Adán del Génesis, inseparable de Eva, al cual el mismo Jesús se refiere en Mt 19 donde aborda la cuestión del divorcio, no será plenamente identificado si no se ve en él «la figura de aquel que había de venir» (Rom 5, 14). La personalidad de Adán, como símbolo inicial de la humanidad entera, no es una personalidad estrecha y encerrada sobre sí misma. Ella es, como también la personalidad de Eva, de un orden tipológico. Adán es relativo a aquel al cual le debe su sentido último, y, por lo demás, también nosotros: Adán no se entiende sin Cristo, y, a su vez, Cristo no se entiende sin Adán, es decir, sin la humanidad entera —sin todo lo humano— cuya aparición saluda el Génesis como querida por Dios de manera completamente singular. Por esto la conyugalidad que constituye a Adán en su verdad de hombre, aparece de nuevo en Cristo por quien ella llega a cumplimiento al ser restaurada. Estropeada por un defecto de amor, ante el cual Moisés mismo ha tenido que plegarse, va a encontrar en Cristo la verdad que le corresponde. Porque con Jesús, aparece en el mundo el Esposo por excelencia, que puede, como «segundo» y «último Adán», salvar y restablecer la verdadera conyugalidad que Dios no ha cesado de querer en provecho del «primero».

Jesús, renovador de la verdad primordial de la pareja

6. Descubriendo en la prescripción mosaica sobre el divorcio un resultado histórico que viene de la «dureza del corazón», Jesús osa presentarse como el renovador resuelto de la verdad primordial de la pareja. En el poder que tiene de amar sin límite y de realizar por su vida, su muerte y su resurrección, una unión sin igual con la humanidad entera, Jesús reencuentra el significado verdadero de la frase del Génesis: «¡Que el hombre no separe lo que Dios ha unido!». A sus ojos, el hombre y la mujer pueden amarse en adelante, como Dios desde siempre desea que lo hagan, porque en Jesús se manifiesta el manantial mismo del amor que funda el reino. Así Cristo reconduce de nuevo a todas las parejas del mundo a la pureza inicial del amor prometido; abolió la prescripción que creía deber adherirse a su miseria, al no poder suprimir la causa. Con respecto a Jesús, la primera pareja vuelve a ser lo que fue siempre a los ojos de Dios: la pareja profética a partir de la cual Dios revela el amor conyugal, al que aspira la humanidad, para el cual está hecha, pero que no puede alcanzar más que en aquel que enseña divinamente a los hombres lo que es amar. Desde entonces, el amor fielmente durable, la conyugalidad que «la dureza de nuestros corazones» convierte en un sueño imposible, encuentra por Jesús el estatuto de una realidad, que sólo él, como el último Adán y como el Esposo por excelencia, puede darle de nuevo.

La sacramentalidad del matrimonio, evidencia para la fe

7. La sacramentalidad del matrimonio cristiano se convierte, entonces, en una evidencia para la fe. Al formar los bautizados parte visiblemente del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, Cristo atrae a su esfera el amor conyugal de ellos, para comunicarle la verdad humana, de la que, fuera de él, está privado este amor. Lo realiza en el Espíritu, en virtud del poder que él posee, como segundo y último Adán, de apropiarse y lograr que tenga éxito la conyugalidad del primero. Lo hace también según la visibilidad de la Iglesia, en la que, el amor conyugal, consagrado al Señor, llega a ser un sacramento. Los esposos atestiguan en el corazón de la Iglesia que se comprometen en la vida conyugal, esperando de Cristo la fuerza para cumplir con esta forma de amor, que sin él estaría en peligro. De este modo, el misterio de Cristo como Esposo de la Iglesia se irradia y puede irradiarse a las parejas que le están consagradas. Su amor conyugal se ve así profundizado y no desfigurado, ya que remite al amor de Cristo que los sostiene y les da fundamento. La efusión especial del Espíritu, como gracia propia del sacramento, hace que el amor de estas parejas se convierta en la imagen misma del amor de Cristo por la Iglesia. Sin embargo, esta efusión constante del Espíritu jamás dispensa a estas parejas de cristianos y cristianas de las condiciones humanas de fidelidad, porque jamás el misterio del segundo Adán suprime o suplanta en nadie la realidad del primero.

El matrimonio civil

8. Consiguientemente, la entrada en el matrimonio cristiano no se podría realizar por el solo reconocimiento de un derecho puramente «natural» relativo al matrimonio, sea cual fuere el valor religioso que se reconozca a este derecho o que él tenga en realidad. Ningún derecho natural podría definir por sí solo el contenido de un sacramento cristiano. Si se pretendiese esto en el caso del matrimonio, se falsearía el significado de un sacramento que tiene como fin consagrar a Cristo el amor de los esposos bautizados, para que Cristo despliegue los efectos transformantes de su propio misterio. Desde entonces, a diferencia de los Estados seculares que ven en el matrimonio civil un acto suficiente para fundar, desde el punto de vista social, la comunidad conyugal, la Iglesia, sin recusar todo valor a tal matrimonio para los no bautizados, impugna que tal matrimonio pueda jamás ser suficiente para los bautizados. Sólo el matrimonio sacramento les conviene, el cual supone, por parte de los futuros esposos, la voluntad de consagrar a Cristo un amor cuyo valor humano depende finalmente del amor que el mismo Cristo nos tiene y nos comunica. De aquí se sigue que la identidad del sacramento y del «contrato», sobre la que el Magisterio apostólico se ha expresado formalmente en el siglo XIX, debe ser comprendida de una manera que respeta verdaderamente el misterio de Cristo y la vida de los cristianos.

Contrato y sacramento

9. El acto de alianza conyugal, con frecuencia llamado contrato, que adquiere la realidad de sacramento en el caso de esposos bautizados, no llega a ello como efecto simplemente jurídico del bautismo. El hecho de que la promesa conyugal de una cristiana y un cristiano es un verdadero sacramento, proviene de su identidad cristiana, reasumida por ellos al nivel del amor que ellos mutuamente se prometen en Cristo. Su pacto conyugal, al hacer que se den uno al otro, los consagra también a aquel que es el Esposo por excelencia y que les enseñará a llegar a ser ellos mismos cónyuges perfectos. El misterio personal de Cristo penetra, por lo tanto, desde el interior la naturaleza del pacto humano o «contrato». Éste no llega a ser sacramento más que si los futuros esposos consienten libremente en entrar en la vida conyugal a través de Cristo, al que por el bautismo están ya incorporados. Su libre integración en el misterio de Cristo es tan esencial a la naturaleza del sacramento, que la Iglesia procura asegurarse ella misma, por el ministerio del sacerdote, de la autenticidad cristiana de este compromiso. La alianza conyugal humana no llega, pues, a ser sacramento en razón de un estatuto jurídico, eficaz por sí mismo independientemente de toda adhesión libremente consentida al bautismo mismo. Llega a ser sacramento en virtud del carácter públicamente cristiano que afecta en su fondo al compromiso recíproco, y que permite, además, precisar en qué sentido los esposos son ellos mismos los ministros de este sacramento.

Los contrayentes, ministros del sacramento en la Iglesia y por ella

10. Siendo el sacramento del matrimonio la libre consagración a Cristo de un amor conyugal naciente, los cónyuges son evidentemente los ministros de un sacramento que les concierne en el más alto grado. Pero no son ministros en virtud de un poder que se diría «absoluto» y en el ejercicio del cual, la Iglesia, hablando con todo rigor, nada tendría que ver. Son ellos los ministros como miembros vivos del Cuerpo de Cristo en el que ellos intercambian sus promesas, sin que jamás su decisión irremplazable haga del sacramento la pura y simple emanación de su amor. El sacramento como tal procede todo él del misterio de la Iglesia en el cual su amor conyugal les hace entrar de una manera privilegiada. Por ello ninguna pareja se da el sacramento del matrimonio sin que la misma Iglesia consienta, o bajo una forma diferente de la que la Iglesia ha establecido como la más expresiva del misterio en el cual el sacramento introduce a los esposos. Le toca a la Iglesia, pues, el examinar si las disposiciones de los futuros cónyuges corresponden realmente al bautismo que ya han recibido; y le corresponde a ella disuadirles, si fuese necesario, de celebrar un acto que sería irrisorio con respecto a aquel del que ella es el testigo. En el consentimiento mutuo que constituye el sacramento, la Iglesia sigue siendo el signo y la garantía del don del Espíritu Santo que los esposos reciben comprometiéndose el uno con el otro como cristianos. Los cónyuges bautizados no son jamás, por tanto, ministros del sacramento sin la Iglesia y, menos aún, por encima de ella; son los ministros del sacramento en la Iglesia y por ella, sin relegar jamás al segundo término a aquella cuyo misterio regula su amor. Una justa teología del ministerio del sacramento del matrimonio tiene no solamente una gran importancia para la verdad espiritual de los cónyuges, sino que tiene además, repercusiones ecuménicas no despreciables en nuestras relaciones con los ortodoxos.

Indisolubilidad del matrimonio

11. En este contexto, la indisolubilidad del matrimonio aparece, ella también, bajo una viva luz. Siendo Cristo el Esposo único de su Iglesia, el matrimonio cristiano no puede llegar a ser y permanecer una imagen auténtica del amor de Cristo a su Iglesia, sin entrar, por su parte, en la fidelidad que define a Cristo como el Esposo de la Iglesia. Sean cualesquiera el dolor y las dificultades psicológicas que puedan resultar de ello, es imposible consagrar a Cristo, con el fin de hacer de él un signo o sacramento de su propio misterio, un amor conyugal que implique el divorcio de uno de los dos cónyuges o de los dos a la vez, si es verdad que el primer matrimonio fue verdaderamente válido: lo que en más de un caso no es plenamente evidente. Mas si el divorcio, como es su objeto, declara rota en adelante una unión legítima y permite de este modo que se inaugure otra, ¿cómo pretender que Cristo pueda hacer de este otro «matrimonio» una imagen real de su relación personal con la Iglesia? Aunque se pueda pedir alguna consideración, bajo ciertos aspectos, sobre todo cuando se trata de un cónyuge injustamente abandonado, el nuevo matrimonio de los divorciados no puede ser un sacramento y crea una ineptitud objetiva para recibir la Eucaristía.

Divorcio y Eucaristía

12. Sin rechazar las circunstancias atenuantes y algunas veces incluso la calidad de un nuevo matrimonio civil después del divorcio, el acceso de los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía se comprueba incompatible con el misterio del que la Iglesia es guardiana y testigo. Al admitir a los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía, la Iglesia dejaría creer a tales parejas que pueden, en el plano de los signos, entrar en comunión con aquel cuyo misterio conyugal en el plano de la realidad ellos no reconocen.
Hacer esto sería, además, por parte de la Iglesia declararse de acuerdo con bautizados, en el momento en que entran o permanecen en una contradicción objetiva evidente con la vida, el pensamiento y el mismo ser del Señor como Esposo de la Iglesia. Si ésta pudiese dar el sacramento de la unidad a aquellos y aquellas que en un punto esencial del misterio de Cristo han roto con él, no sería la Iglesia ya ni el signo ni el testigo de Cristo, sino más bien su contrasigno y contratestigo. No obstante, esta repulsa no justifica de ninguna manera cualquier tipo de procedimiento infamante que estaría en contradicción a su vez con la misericordia de Cristo hacia los pecadores que somos nosotros.

Por qué la Iglesia no puede disolver un matrimonio «ratum et consummatum»

13. Esta visión cristológica del matrimonio cristiano permite, además, comprender por qué la Iglesia no se reconoce ningún derecho para disolver un matrimonio ratum et consummatum,es decir, un matrimonio sacramentalmente contraído en la Iglesia y ratificado por los esposos mismos en su carne. En efecto, la total comunión de vida que, humanamente hablando, define la conyugalidad, evoca a su manera, el realismo de la Encarnación en la que el Hijo de Dios se hizo uno con la humanidad en la carne. Comprometiéndose el uno con el otro en la entrega sin reserva de ellos mismos, los esposos expresan su paso efectivo a la vida conyugal en la que el amor llega a ser una coparticipación de sí mismo con el otro, lo más absoluta posible. Entran así en la conducta humana de la que Cristo ha recordado el carácter irrevocable y de la que ha hecho una imagen reveladora de su propio misterio. La Iglesia, pues, nada puede sobre la realidad de una unión conyugal que ha pasado al poder de aquel de quien ella debe anunciar y no disolver el misterio.

El privilegio paulino

14. El llamado «privilegio paulino» en nada contradice a cuanto acabamos de recordar. En función de lo que Pablo explica en 1 Cor 7, 12-17, la Iglesia se reconoce el derecho de anular un matrimonio humano que se revela cristianamente inviable para el cónyuge bautizado, en razón de la oposición que le hace el que no lo es. En este caso, el «privilegio», si verdaderamente existe, juega en favor de la vida en Cristo, cuya importancia puede prevalecer de manera legítima, con respecto a la Iglesia, sobre una vida conyugal que no ha podido ni puede ser efectivamente consagrada a Cristo por una tal pareja.

El matrimonio cristiano no puede ser separado del misterio de Cristo

15. Trátese, pues, como se quiera, en sus aspectos escriturísticos, dogmáticos, morales, humanos o canónicos, el matrimonio cristiano jamás puede ser separado... del misterio de Cristo. Por esta razón, el sacramento del matrimonio, que la Iglesia testifica, para el cual educa, y que permite recibir, no es realmente viable más que en una conversión continua de los esposos a la persona misma del Señor. Esta conversión a Cristo, pues, constituye parte intrínseca de la naturaleza del sacramento y determina directamente el sentido y el impulso de este sacramento en la vida de los cónyuges.

Una visión no totalmente inaccesible a los no creyentes

16. Sin embargo esta visión cristológica no es en sí totalmente inaccesible a los mismos no creyentes. No solamente tiene una coherencia propia que designa a Cristo como el fundamento único de lo que nosotros creemos, sino que revela también la grandeza de la pareja humana que puede «hablar» a una conciencia incluso ajena al misterio de Cristo. Además, el punto de vista del hombre como tal es explícitamente integrable en el misterio de Cristo en nombre del primer Adán, del cual el segundo y último no es jamás separable. Demostrarlo plenamente en el caso del matrimonio, abriría la reflexión presente a otros horizontes, en los que no entramos aquí. Se ha querido solamente recordar, antes que nada, cómo Cristo es el verdadero fundamento, con frecuencia ignorado por los mismos cristianos, de su propio matrimonio en cuanto sacramento.


Notas
[*] Cf. Commission Théologique International, Problèmes doctrinaux du mariage crhétien(Louvain-la Neuve 1979)
[1] Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-1985)(Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 208-234.
[2] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1068.
[3] Cf. Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1068.
[4]Carta a Diogneto 5, 6: SC 33, 62 (Funk 1, 398)
[5] Ibid., 5, 4: SC 33, 62 (Funk 1, 398).
[6] Ibid., 5, 6: SC 33, 62 (Funk 1, 398).
[7] San Gregorio de Antioquía, Carta a Policarpo 5, 2: Fuentes Patrísticas 1, 186 (Funk 1, 292).
[8] Clemente de Alejandría, Stromata 4, 20: GCS 15, 303-305 (PG 8, 1336-1340)
[9] Tertuliano, Ad uxorem 2 (9), 6: CCL 1, 393 (PL 1, 1415-1416)
[10] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966) 1045.
[11] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067.
[12] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046.
[13] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 16.
[14] Cf. Concilio de Florencia, Decreto para los Armenios: DS 1327; Concilio de Trento, Ses. 24.ª, Cánones sobre el sacramento del matrimonio, canon 1: DS 1801.
[15] Ordo celebrandi matrimonium, Praenotanda 7 (Typis Polyglottis Vaticanis, 1969) 8.
[16] Cf. CIC canon 1116.
[17] Concilio de Trento, Ses. 24.ª, Cánones sobre el sacramento del matrimonio, canon 7: DS 1807.
[18] Pío XI, Enc. Casti connubii: AAS 22 (1930) 574.
[19] Concilio de Trento, Ses. 14.ª, Doctrina sobre el sacramento de la penitencia, c.4: DS 1676.
[20]  Pablo VI, Alocución (4 de noviembre de 1977): AAS 69 (1977) 722.
[21] Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-1985)(Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 234-252.
[22] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 1. AAS 57 (1965) 5.


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