El
concilio Vaticano II y la «Familiaris Consorcio»
El
concilio Vaticano II ha tratado ampliamente y en diferentes documentos el
sacramento del matrimonio, aunque prevalecen las referencias a la familia24.
Dos
son los documentos particularmente significativos a este respecto: LG 11; 35;
41 y GS 47-52. Ambos ponen de relieve, en primer lugar, las relaciones
esenciales que el matrimonio cristiano tiene con la Iglesia, su dimensión
propiamente eclesial. Además de recuperar el concepto de matrimonio en cuanto
significado y participación en el misterio de unidad que media entre Cristo y
la Iglesia, LG 11 describe sobre todo la familia salida del sacramento como
imagen de la Iglesia, hasta tal punto que puede ser considerada como Iglesia
doméstica. Así, los cónyuges «tienen en su condición y estado de vida su propia
gracia en el Pueblo de Dios (cfr. 1 Co 7, 7). Pues de esta unión conyugal
procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana,
que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en
hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos» (LG
11).
En
segundo lugar existe una renovada valoración del amor conyugal y de su tarea en
la vida matrimonial. Se señala que la institución matrimonial nace del amor
humano, con el cual se entregan y se reciben recíprocamente los cónyuges
también ante la sociedad. Con el consentimiento personal, se establece la
íntima comunión de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y dotada de
leyes propias. Añade el Concilio: «El genuino amor conyugal es asumido en el
amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción
salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y
ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la
maternidad» (GS 48). De este modo, el Señor, al instituir el sacramento, ha
sanado y elevado el amor humano con un don especial de gracia y de caridad. Un
amor semejante conduce a los esposos a la entrega mutua de sí e invade toda su
vida.
La
exhortación apostólica Familiaris consortio constituye
una suma de la enseñanza magisterial sobre el sacramento del
matrimonio, aunque concede también un particular desarrollo a la familia,
comunidad de vida y de amor querida por Dios con el sacramento. Dada la
amplitud y la riqueza del documento, nos limitaremos a los puntos
fundamentales, indicando que parece caracterizar el matrimonio cristiano como
entrega y realización de toda la persona25.
En
primer lugar, está claro que el documento pretende presentar a todos el
designio de Dios sobre el matrimonio, pero insiste sobre todo en la
proclamación de que su fallida realización integral obstaculiza la renovación
del pueblo de Dios y de toda la sociedad. Esto es verdad no sólo por la
gravedad del momento histórico en que vivimos, contrario a la concepción
cristiana del matrimonio, sino sobre todo por el hecho de que el designio de
Dios constituye el sentido verdadero para la vida matrimonial del hombre (nn.
3.5).
Una
vez puesto este principio, afirma el documento que «la donación física total
sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está
presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; [...] El único
"lugar" que hace posible esta donación total es el matrimonio, es
decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el
hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios
mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado» (n. 11). El amor
conyugal es imagen, signo de la alianza que Jesucristo ha establecido con su
pueblo, una alianza siempre fiel por parte de Dios, que se pone como ejemplo
para el amor fiel que debe haber entre los esposos. De este modo, encuentra
nuevamente el matrimonio toda su verdad y sentido, e incluso el modo concreto
en que realizar su propia identidad en las situaciones históricas.
Pero
¿dónde está el origen, la causa de todo esto? Los cónyuges han sido insertados,
con el bautismo, de una manera indestructible, en la nueva alianza, por la cual
la comunidad de vida y amor es asumida en la caridad nupcial de Cristo para con
la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de
vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la
caridad nupcial de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora. El
matrimonio de los bautizados se convierte así en una participación real en la
nueva y eterna alianza en la sangre de Cristo. El Espíritu entregado en el
sacramento vuelve a los cónyuges capaces de amarse como Cristo los ha amado. El
documento precisa asimismo: «En realidad, el sacerdocio bautismal de los
fieles, vivido en el matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para
la familia el fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal, mediante
la cual su misma existencia cotidiana se transforma en "sacrificio
espiritual aceptable a Dios por Jesucristo" (1 P 2, 5)...» (n. 59).
La Famiiiaris
consortio presenta el sacramento del matrimonio usando también el esquema
de la teología medieval. Afirma que el efecto primario e inmediato del
matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural
misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente
cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su
misterio de Alianza. Señala después la gracia sacramental (res), afirmando
que ésta mira a una unidad profundamente personal, que, más allá de la unión en
una sola carne, conduce a no formar más que un solo corazón y una sola alma. Da
la luz y la fuerza para la fidelidad y la indisolubilidad de la donación
recíproca definitiva y abre a la fecundidad. De este modo, el amor conyugal es
elevado del orden de la creación al punto de ser expresión de valores
propiamente cristianos (cfr. n. 13). Así, «fuente y medio original de
santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana es el
sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora
del bautismo» (n. 56).
Un
punto repetidamente confirmado por el magisterio es la afirmación de que el
matrimonio constituye el principio y fundamento de la sociedad humana, y la
familia es su célula primera y vital (cfr. AA 11). La dignidad, los derechos y
deberes del matrimonio y de la familia son sagrados en todas las épocas y en
todas las situaciones, y son independientes de todo poder, incluso el del
Estado. Proceden éstos de la naturaleza humana, de la naturaleza misma del
hombre y de la mujer. A este respecto, precisa aún la Familiaris
consortio (n. 43): «... la familia constituye el lugar natural y el
instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad:
colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo
posible una vida propiamente humana, en particular custodiando y transmitiendo
las virtudes y los "valores"».
Los
últimos decenios han contemplado la aparición de numerosos estudios y asistido
a la profundización en el sacramento del matrimonio, sobre todo en lo que
respecta al valor del amor humano, tras un período en que se insistió más en
los elementos jurídicos. En este contexto, no han faltado las exageraciones en
la valoración del amor conyugal y de la posibilidad de alcanzar una perfección
personal en la relación recíproca. El amor conyugal ha sido tan sobrevalorado
que se ha llegado a subordinar a él la validez misma del vínculo matrimonial.
En esta cuestión intervino Pablo VI, precisando lo que sigue: «[...] en modo
alguno se puede aceptar una interpretación del amor conyugal que lleve a
abandonar o disminuir en su valor y significado el conocido principio: matrimonium
facit partium consensus... Sobre la base de este principio, bien
conocido de todos, el matrimonio empieza a existir en el mismo momento en que
ambos cónyuges prestan su consentimiento matrimonial jurídicamente válido. Tal
consentimiento es un acto de la voluntad de naturaleza
contractual... que produce en un instante indivisible su efecto jurídico, es
decir, el matrimonio "in facto esse", un estado vital, sin que nada
pueda tener ya influencia alguna en la realidad jurídica por él creada» 26. Así,
la unión íntima de amor y de vida conyugal queda establecida por el
consentimiento personal. Es del acto humano de amor recíproco de donde nace la
institución matrimonial, pero ésta debe tener estabilidad por designio divino.
Por consiguiente, este vínculo sagrado no depende del arbitrio del hombre y
constituye un bien innegable tanto para los cónyuges como para los hijos (cfr.
GS 48).
3.
El sacramento del matrimonio
El Señor nos hace vivir, en la nueva alianza, el tiempo de los signos operativos, que nos hacen partícipes de su muerte y resurrección. En el tiempo que sigue a la Pascua y Pentecostés, Jesucristo ha puesto los sacramentos como gestos que manifiestan y realizan la unión con su obra salvífica. Así, el matrimonio, como ya hemos tenido ocasión de mostrar, no es, por designio de Dios, simplemente una institución natural o de derecho humano, sino un sacramento; está ordenado a su realización plena, que es la sacramental. En ello consiste el significado definitivo de la realización de la unión conyugal. Precisamente en el sacramento encuentra toda su verdad el dato antropológico de la unión matrimonial. Limitándonos ahora a los fieles bautizados, podemos decir que no tiene sentido casarse, tener hijos, si no es para realizar el designio divino, si no es para vivir, con la ayuda de la gracia sacramental, como hijos de Dios, el misterio de la unión nupcial entre Cristo y la Iglesia. Que el matrimonio sea sacramento significa, pues, que no es sólo una realidad querida por Dios en la creación, sino que se ha convertido en una realidad histórica, en un acontecimiento que es signo e instrumento eficaz del don de la gracia de Jesucristo. El matrimonio, aunque echa sus raíces en la creación del hombre y en la consiguiente constitución de la comunidad familiar, aunque tiene, en consecuencia, un carácter sagrado, ha sido transfigurado y ordenado en Jesucristo, para formar una unión modelada sobre la de Cristo con la Iglesia, que los bautizados deben fundar y defender. Su significado pleno puede ser conocido y realizado en Cristo, como un acontecimiento humano en el que la acción salvífica de Dios obra de manera eficaz.
La institución del matrimonio
La
unión del hombre con la mujer en el A.T. es una imagen que nos ayuda a
comprender la alianza de Dios con los hombres (cfr. Os 1; 3; Jr 2; 3; 31; Ez
16; 23). En el N.T., el matrimonio está inscrito de una manera tan radical en
la alianza salvífica renovada por Cristo, que constituye un acontecimiento en
el que se hacen presente, a través de los cónyuges bautizados, la fidelidad y
el amor eternos de Dios por el hombre. En este sentido, la sacramentalidad del
matrimonio está indicada en Ef 5, 21-32, como afirma el concilio de Trento
(cfr. DS 1799). Esa sacramentalidad no puede ser mostrada con las palabras
precisas de una institución, sino que se fundamenta en la inserción del
matrimonio en la nueva y definitiva alianza llevada a cabo por Jesucristo.
Este, ya en su vida pública, recuperó y enseñó claramente el sentido originario
de la unión matrimonial, el valor que deriva de la unidad y de la fidelidad:
«lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mt 19, 6), como ya hemos expuesto.
Confirmó la bondad del matrimonio con su presencia en la bodas de Caná, donde
la tradición ha intuido –no sin razón– el signo eficaz de su acción de gracia
en favor de este hecho esencial de la vida humana. San Pablo exhorta, a su vez,
a contraer matrimonio en el Señor (cfr. 1 Co 7, 39). Los bautizados llevan a
cabo el matrimonio a través de su ser criaturas nuevas en Cristo, ser que han
recibido en el bautismo. El matrimonio es insertado así en la nueva realidad
salvífica, en cuanto es contraído por bautizados que son miembros del cuerpo de
Cristo (cfr. Ef 5, 30), de la Iglesia, que es la esposa de Cristo, santa y
purificada por medio del baño del agua, es decir, el bautismo. De este modo,
los bautizados se unen en matrimonio como miembros que participan del ser de la
Iglesia. La unión de la Iglesia con Cristo, este extraordinario misterio de
unidad y de salvación, se refleja y actúa, a continuación, en el hombre, que
deja a su padre y a su madre y se une a su mujer formando una sola carne (cfr.
Ef 5, 31-32). De esta suerte, el matrimonio de los bautizados es un
acontecimiento en el que se ofrece la imagen de la fidelidad y del amor de
Cristo por su Iglesia, es un signo que hace presente esa unión que obra ahora
en la Iglesia y, por medio de ella, en sus miembros.
Lo
que acabamos de decir constituye el motivo que ha llevado a la Iglesia a tomar
conciencia, a través de una larga y difícil experiencia, de que Jesucristo ha
querido la unión conyugal como sacramento, o sea, como gesto eficaz del don de
su gracia destinado a los cónyuges. Podemos comprender esto de manera adecuada
si tenemos presente que: «La institución por parte de Cristo es, por
consiguiente, en primer lugar, una institución mediante su propio ser y
mediante su obra redentora, que toma y transforma al hombre en todo lo que
constituye su naturaleza, por lo cual a partir de aquí puede ser comprendida y
explicada en su novedad incluso la transformación de este misterio de la
comunión nupcial entre el hombre y la mujer, que interesa al hombre en
naturaleza más íntima, y ello en cuanto realización plena del hombre unitario y
en cuanto fuente de la propagación del género humano» 27.
Sobre
esta base podemos afirmar, pues, que, así como el hombre se convierte en una
criatura nueva con el bautismo, así también el macho y la hembra renacidos en
Cristo no pueden superar la soledad originaria sin que su unión y el poder de
procrear sean una unión y una procreación en Cristo y una imagen de la unióny
de la fecundidad que existen entre Cristo y la Iglesia. De este modo, los
elementos correspondientes al orden de la creación en la unión conyugal y en la
procreación son redimidos del pecado y de la ley, y configurados con el
misterio de la fidelidad del amor fecundo que existe entre Cristo y la Iglesia.
Jesucristo, con la nueva alianza, confiere una gracia sacramental a la unión
del hombre con la mujer, que, desde el principio, estaba destinada a manifestar
y realizar la unión santificadora que une a Cristo con su Iglesia.
Los ministros
Los
documentos conciliares no indican quiénes son los ministros del matrimonio, al
contrario de lo que hacen con los otros sacramentos. ¿Cuál es la razón de esto?
Ciertamente, en la mayoría de los casos figura la intención de no dirimir la
cuestión con la Iglesia ortodoxa, la cual, a diferencia de la tradición católica,
sostiene como esencial y necesaria, para la validez, la bendición del sacerdote
que actúa con la función de ministro. La posición ortodoxa puede ser resumida
de este modo: «El sacerdote santifica el vínculo natural del matrimonio, es él
quien une las manos de los nuevos esposos y, con las oraciones que eleva sobre
ellos, transmite la gracia invisible, consagrando y elevando el matrimonio a la
dignidad de sacramento» 28.
Pero
la cautela del magisterio conciliar se debe también, a buen seguro, a la voluntad
de prestar atención a la historia del signo sacramental y a los debates
actuales en la misma Iglesia católica. A diferencia de los documentos
conciliares, el magisterio ordinario, en especial el de Pío XII 29, ha
presentado a los cónyuges como ministros del sacramento. Los documentos del
magisterio posterior al concilio Vaticano II se limitan a señalar el ministerio
de los esposos y a llamarlos cooperadores de la gracia.
El
concilio de Trento parece haber afirmado que los esposos son los ministros y,
al mismo tiempo, los beneficiarios directos, con independencia de la bendición
del sacerdote, cuando señala que los matrimonios secretos celebrados con el
libre consentimiento de los contrayentes eran válidos, mientras que la Iglesia
no dispusiera otra cosa (cfr. DS 1813). La Iglesia confirma, por otra parte,
que el matrimonio de los bautizados es un sacramento constituido por el libre y
recíproco consentimiento de los cónyuges, como veremos a continuación. Así
pues, al ser los esposos los autores de su mutuo consentimiento, son también
los ministros. La Iglesia no parece aceptar que la presencia y la bendición del
sacerdote sean considerados como esenciales para la validez del matrimonio30.
A pesar de todo, la considera importante y no admite que sea omitida de manera
ordinaria. Vamos a ocupamos ahora de los motivos de esta posición.
La
bendición sacerdotal, aunque no es un elemento esencial, ni una fórmula
sacramental, ni parte de la forma canónica necesaria tras el concilio de Trento
para la validez, constituye, junto con todas las oraciones dirigidas a Dios por
los esposos, el signo visible de la dimensión eclesial del gesto sacramental y
de la ayuda con que la Iglesia pretende sostener y acompañar toda su
existencia. La Iglesia está atenta, a fin de que no falte la bendición,
privando así a los cónyuges de la ayuda de todo el pueblo de Dios, de ese
ámbito real del que brota y único en que puede realizarse cualquier signo de la
nueva alianza. La bendición sacerdotal es también el signo de la presencia de
la Iglesia institucional, que, con autoridad y paternidad, acoge a los esposos
sellando su verdadera unión, su genuina adhesión a Jesucristo realizada aquí y
ahora. El matrimonio «debe realizarse en un lugar sagrado, con la participación
del sacerdocio cristiano, de suerte que se manifiesta también externamente su
santidad intrínseca y su estrecha relación con Cristo. No para que se
vuelva santo, sino porque es santo requiere la cooperación del
sacerdote [...]» 31.
Después
de haber indicado quiénes son los ministros del matrimonio, es necesario
mostrar sobre qué se funda su dignidad y potestad por la que están llamados a
realizar una acción divino-humana. Realizan un gesto sacramental instituido por
Cristo y reciben la gracia sacramental correspondiente. Por otra parte, son al
mismo tiempo, de manera sorprendente, ministros y beneficiarios del sacramento
por una vocación totalmente gratuita.
El
hombre, criatura nueva en virtud de la gracia y del carácter impreso por el
bautismo, es acogido en el cuerpo místico de Cristo, forma parte del mismo y
pertenece a él de manera plena y total. Cuando dos bautizados se casan, se unen
como dos miembros vivos de este cuerpo y no pueden obrar de otro modo: se casan
en cuanto criaturas nuevas que participan de los bienes del cuerpo místico. No
pueden tener una modalidad y una finalidad diferentes de las que tienen por ser
hijos de Dios y miembros de su pueblo. Su unión y su prole son queridas por
Cristo y no pueden dejar de ser gracia que proviene de su Cabeza, de Aquel de quien
son miembros vivos, partícipes de la vida divina. No pueden disponer de su
cuerpo, de su unión completa y de su poder creador más que como personas
dotadas de un carácter bautismal en camino hacia un destino sobrenatural,
mediante los medios divinos puestos a su disposición.
Pero,
además de esto, podremos comprender hasta el fondo la figura de los ministros,
si precisamos su relación con Cristo y con la Iglesia. Como señala M.J.
Scheeben, el matrimonio no puede ser concebido como puro símbolo, sino como una
relación real y esencial con el misterio de la unión de Cristo con la Iglesia.
Y añade este autor: «No es simplemente el símbolo de este misterio o un
[modelo] ejemplar que permanece fuera del mismo, sino una copia
germinada de la unión de Cristo con la Iglesia, producida e impregnada por la
misma, dado que no sólo simboliza aquel misterio, sino que lo
representa realmente en sí mismo, o sea, mostrándolo activo y eficiente dentro
de sí» 32.
También
los esposos, como la Iglesia, están unidos, «desposados» con Cristo; vale
también para ellos y se realiza asimismo en ellos la unión de la Iglesia con
Cristo. Si se unen entre ellos, la representan y la significan. La extienden y
la producen en sí mismos y en sus hijos. Se ponen a disposición de Cristo como nuevo
órgano del cuerpo místico, son una ramificación de la alianza establecida por
Cristo con la Iglesia. Las gracias que reciben «provienen a los cónyuges
no ex opere operantis, sino ex opere operato. Puesto
que los cónyuges las adquieren por el hecho de que en la conclusión del
matrimonio actúan como órganos y ministros de Cristo y de la Iglesia, y
mediante tal conclusión, se vuelven órganos de Cristo y de la Iglesia... Por
todas estas razones, las nupcias de Cristo con su Iglesia, sobre las que se basa
toda la comunicación de la gracia, deben traducir en el acto,
"ipso facto", su eficacia sobrenatural en la unión conyugal entre
cristianos como en una ramificación suya»33.
Para
poder desarrollar esa misión, sobre la base del carácter y de la gracia bautismal,
los esposos «están fortificados y como consagrados por un sacramento especial,
para cumplir dignamente sus deberes de estado» (GS 48). Los cónyuges, en virtud
de su unión llevada a cabo en nombre de Cristo, son elevados y destinados a
representar el amor fecundo de Cristo por la Iglesia. Así fortalecidos, poseen
el poder, la capacidad para cumplir la misión conyugal y generativa, para el
crecimiento interior y exterior del cuerpo místico.
Los
mismos esposos, con su pacto de amor conyugal, efectúan y celebran el
matrimonio como sacramento y adquieren su gracia. Puesto que, entre los
bautizados, el matrimonio es, inequívocamente, sacramento, la sola realización
del gesto matrimonial realiza también el sacramental. De este modo, la gracia y
la santidad del sacramento está producida por las personas mismas que llevan a
cabo el gesto sensible. Los factores constitutivos del sacramentos matrimonial
no provienen, según aa modalidad salvífica de Jesucristo, del exterior. La
unión conyugal de los bautizados no es un acontecimiento profano, ni extraño al
designio salvífico divino, sino que acaece según la modalidad sacramental. En
ese contexto, los esposos se dan y se reciben de manera recíproca, se entregan
a sí mismos, entregan su propio cuerpo. Existe una mutua entrega y aceptación
de todo lo que les constituye, de sus propias personas. El cónyuge no celebra
por sí mismo, no se autoprocura la gracia sacramental, sino que sólo
entregándose a sí mismo y recibiendo la entrega del otro es como llega a ser
ministro y establece el pacto conyugal. El ministerio de los esposos se ejerce
a través del establecimiento del pacto conyugal; llevar a cabo tal gesto trae
consigo la gracia sacramental.
El
papa Nicolás I, el año 866, en respuesta a preguntas que le habían sido
planteadas, escribe: «Cuando se ha emitido en conformidad con las leyes, baste
el solo consentimiento de aquellos que pretenden casarse. En las nupcias, si
acaso ese solo consentimiento faltare, todo lo demás, aun celebrado con coito,
carece de valor, como atestigua el gran doctor Juan Crisóstomo, que afirma:
"El matrimonio no está constituido por el acto sexual, sino por la
voluntad"» (DS 643). Inocencio III recupera y confirma integralmente, el
año 1200, la enseñanza de su predecesor, añadiendo que el consentimiento debe
ser expresado de praesenti, o sea, en ese momento (cfr. DS
776).
Juan
Pablo II, recogiendo el enriquecimiento producido en particular durante estos
últimos años, afirma que el amor conyugal natural se realiza en toda su verdad
en el matrimonio, esto es, en el «pacto de amor conyugal o elección consciente
y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y
amor, querida por Dios mismo [...]» 34
Inserta
el amor conyugal en el gesto sacramental del matrimonio. De este modo, el
elemento, que podemos llamar jurídico (contrato, pacto, consentimiento
declarado o recibido públicamente), incluye y expresa ipso facto asimismo
el amor conyugal.
En la
elaboración teológica se advierte, en primer lugar, que el matrimonio cristiano
no tiene un gesto propio a realizar o unas palabras con las que dar
significado, sino que éste se lo da la elevación de la creación a la gracia
arraigada y unida al bautismo. En segundo lugar, se añade que el simple acto matrimonial
ha sido elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento, en cuanto consagra
y refuerza con la gracia sacramental a las personas en cuestión y su estado de
vida. A partir de estos presupuestos, a pesar de las diferentes
especificaciones y análisis 35, se ha buscado el núcleo del signo
sacramental expresado en los gestos y en las palabras. Lo esencial puede ser
expresado de la manera siguiente: «En todos los sacramentos hay una cierta
operación espiritual que se realiza mediante una operación material, signo de
aquella; [...] Así, pues, como en el matrimonio hay cierta unión espiritual,
por lo que tiene de sacramento, y también alguna unión material, en cuanto es
un acto natural y de vida civil, conviene que mediante el elemento natural se
produzca el efecto espiritual por la virtud divina. Síguese de ahí que, como
las asociaciones que provienen de los contratos materiales se verifican por
mutuo consentimiento, es preciso que de igual modo, se efectúe la unión
matrimonial» 36.
El
mismo autor añade aún: «[...] así también el consentimiento exteriorizado por
palabras de presente entre personas idóneas afecta a la validez del matrimonio,
toda vez que estos dos elementos constituyen la esencia del sacramento;
mientras que los demás requisitos contribuyen a la solemnidad del mismo [...]»37.
Si con el consentimiento matrimonial adquieren los cónyuges el derecho sobre el
cuerpo del otro, mientras que antes de su unión podían disponer de él
libremente, entonces es propiamente el consentimiento lo que constituye el
matrimonio. Ciertamente el consentimiento es el elemento constitutivo, en
cuanto que produce la unión de los dos esposos y hace alcanzar el fin de la
unión matrimonial.
El
consentimiento de los esposos no puede ser sólo exterior. En efecto, en todos los
sacramentos se requiere la intención del ministro y de los receptores para su
celebración válida. Si los cónyuges no consienten interiormente, con el
corazón, no tienen intención de contraer la unión matrimonial. Por eso no hay
el matrimonio. No se une de modo válido en matrimonio quien, al expresar el
consentimiento verbalmente, no otorga también el consentimiento interior.
El
objeto del consentimiento matrimonial es la entrega total de sí mismo, que se
refiere a toda la persona. Es la unión del hombre y de la mujer, que se expresa
en la mutua entrega y acogida, y se realiza en el acto sexual ordenado a la
transmisión de la vida y a crear unas relaciones de ayuda y de elevación
recíprocas. Por eso, en el matrimonio, está prohibida toda actitud egoísta, se
exige la entrega de sí, dado que los cónyuges adquieren el derecho sobre el
cuerpo del otro, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella
(cfr. Ef 5, 25; 1 Co 7, 3-4). La entrega de sí mismo incluye, por consiguiente,
el amor mutuo y la transmisión de la vida.
El significado unitivo y procreador del consentimiento matrimonial
El
fin del consentimiento y de la unión matrimonial es la progresiva realización
de la comunión conyugal, inseparable de su significado unitivo y procreador.
La Familiaris consortio precisa: «en virtud del pacto de amor
conyugal, el hombre y la mujer "no son ya dos, sino que son una sola
carne" y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de
la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe
entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los
esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por
esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana.
Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la
purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del
matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a
los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva
y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo
místico del Señor Jesús. El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para
los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada
día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los
niveles -del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad,
del alma-, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor,
donada por la gracia de Cristo» 38.
El
consentimiento expresado por los esposos va dirigido a su unión total y a la
realización integral del sacramento en el acto conyugal (la así llamada
«consumación»). Realiza el significado sacramental, es el término al que mira
el consentimiento expresado. En efecto, el gesto que los cónyuges realizan en
el pacto de amor matrimonial, el proyecto ideado en su recíproco
consentimiento, se realiza con el acto matrimonial. Éste refuerza la unión
conyugal para hacerla indisoluble del todo. Respecto a esto es preciso recordar
que: «La integridad o perfección de una cosa puede ser de dos maneras: La
primera perfección consiste en la esencia misma de la cosa, la perfección
segunda corresponde a la operación. Toda vez, pues, que la cópula camal es una
operación, o digamos, el uso del matrimonio, ya que por éste se otorga facultad
para dicho uso, la cópula camal dice orden a la segunda perfección del matrimonio,
no a la primera» 39.
Eso
significa que el acto conyugal enriquece el significado del sacramento. En
efecto, la unión a través de tal acto se efectúa en el espíritu y en la carne
del hombre, aunque no puede ser considerado como elemento constitutivo.
Hemos
constatado que el gesto sacramental del matrimonio está constituido por el
consentimiento interior expresado de modo actual y externo. Produce la unión
entre los esposos, que se entregan recíproca y totalmente, buscando realizar, a
través de una progresiva comunión, la santidad a la que han sido llamados. Pero
ese consentimiento ha sido comprendido y presentado, en el conjunto de la
estructura sacramental, de diferentes modos. Vamos a presentar ahora, sin la
menor pretensión de ser completos, algunos ejemplos tomados de teólogos
contemporáneos, para hacernos una idea de la variedad y riqueza con que es
considerado el sacramento del matrimonio.
W.
Kasper40 sostiene que el término bíblico de alianza es el más
adecuado para indicar la naturaleza del matrimonio cristiano. Expresa mejor que
los conceptos de contrato e institución tanto el carácter personal del
consentimiento matrimonial como su carácter público. La alianza pertenece a
ambas esferas. Es vínculo personal de amor, pero también un hecho público y
jurídico, que interesa a toda la comunidad eclesial. En efecto, Cristo
instituyó el matrimonio como sacramento en el momento en que fundó la nueva
alianza, y confirió una eficacia sacramental a la unión conyugal desde el
principio, como prenda de la unión entre Él y la Iglesia. D. Tettamanzi 41 aclara
la identidad o esencia del matrimonio refiriéndose al amor conyugal en cuanto
legitimado o pública-eclesialmente declarado. El consentimiento matrimonial es
un compromiso con un vínculo de amor en el que se expresa la unión de la
voluntad y del corazón, para realizar, a continuación, la dimensión eclesial y
social. El sacramento consiste, por tanto, en la elevación del pacto-amor
conyugal a signo eficaz de gracia. Según L. Ligier42, el pacto
conyugal constituye la expresión más adecuada para indicar el elemento
constitutivo del sacramento. El consentimiento matrimonial intercambiado entre
los esposos y consagrado por el pacto es el elemento más expresivo y
significativo. Así, el matrimonio es la unión que resulta del consentimiento,
no el consentimiento mismo. Éste debe ser manifestado ante la Iglesia para ser
una unión sacramental y un pacto.
4. Los efectos sacramentales
Según
la doctrina tradicional de la Iglesia, el consentimiento constituye la esencia
del matrimonio in fieri, en el momento de constituirse,
mientras que el vínculo matrimonial constituye su esencia in facto
esse, como estado de vida consagrado en Cristo y en la Iglesia con
obligaciones morales y jurídicas. Juan Pablo II, recuperando esta tradición,
afirma que «el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum)
no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una
comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la
Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza» 43. El
matrimonio de la nueva alianza es, por consiguiente, una imagen viva del
vínculo inseparable que une a Cristo con la Iglesia, manifiesta y representa el
misterio de su unión indisoluble, confiriendo su gracia con una participación
auténtica. Los contrayentes contraen un vínculo que brota de la entrega
recíproca de toda la persona y de la íntima unión de los corazones, de manera
que, con la gracia de su caridad conyugal, nunca disminuya.
El
vínculo estable y fiel asegura la dignidad de ambos cónyuges y la ayuda
recíproca, recuerda que la unión conyugal ha tenido lugar no por fines egoístas
o de placer, sino por la vocación y el destino comunes dados por Cristo, y
ayuda a realizar al mismo tiempo los bienes terrenos y eternos. En efecto, los
cónyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados (cfr. GS 48) para ser
idóneos, a fin de cumplir los deberes conyugales y familiares en el Espíritu de
Cristo. De este modo, el matrimonio «tiene la especificidad de unir a dos
bautizados en "una carne" para el ejercicio de la vida matrimonial,
cooperando con el amor del Creador en un ministerio propio» 44.
El
vínculo sacramental proporciona además una unidad tan modelada y dependiente de
la de Cristo con la Iglesia presente y operante en la tierra, que permite que
la familia pueda ser llamada «Iglesia doméstica» (cfr. LG 11), santuario
doméstico de la Iglesia (cfr. AA 11) 45.
Brinda
una consistencia y una configuración tales, que permite a la familia
representar a su modo la alianza nueva y definitiva con la que Trinidad ha
manifestado últimamente su misericordia a los hombres. El amor siempre fiel de
Dios se pone como la fuerza con que los cónyuges se unen en un vínculo de amor
fiel e inagotable, para que su «amor reciba su sello y su consagración ante el
ministro de la Iglesia y ante la comunidad» 46.
Entonces
el vínculo matrimonial hace a los cónyuges una «pareja», que puede hacer
resplandecer su propia luz ante los hombres, a fin de que éstos, al ver sus
obras, puedan dar gloria al Padre celestial (cfr. Mt 5, 16).
El
vínculo conyugal cristiano es único (exclusivo, entre un hombre y una mujer) e
indisoluble (perpetuo, no puede ser rescindido). Como afirma Juan Pablo 11 47, estas
prerrogativas de la comunión conyugal hunden sus raíces en el complemento
natural que existe entre el hombre y la mujer, y se alimenta mediante la
voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida.
Constituyen una exigencia humana, sentida a pesar de las rebeliones derivadas
de la dureza del corazón. Pero subsisten, en general, exigencias y deseos
veleidosos no realizados, en caso de que no sean sostenidos por la gracia
sacramental o por gracias absolutamente especiales. Tanto la unidad como la
indisolubilidad son, en efecto, un don específico del Espíritu Santo efuso en
la celebración sacramental. Don de una comunión nueva e interior basada en
aquella otra, definitiva y ya dada, única e indisoluble, entre Cristo Cabeza y
su cuerpo, entre el Esposo y la esposa. De este modo, las propiedades del
vínculo conyugal realizan el designio que ha querido Dios desde la eternidad
sobre la vida matrimonial, y que ha sido restablecido y renovado en Cristo, al
hacer al hombre y a la mujer criaturas nuevas con el bautismo y, a
continuación, partícipes del amor con que El mismo se ha entregado por la
Iglesia, purificándola y santificándola.
El
vínculo único e indisoluble entre los cónyuges bautizados es fruto de aquel
otro, igualmente único e indisoluble, de Cristo, que ha amado a la Iglesia
hasta el extremo. No se trata, por tanto, sólo de una invitación a la
perfección dirigida a quien quiera o pueda. En efecto: «El don del sacramento
es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que
permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en
generosa obediencia a la santa voluntad del Señor "lo que Dios ha unido,
no lo separe el hombre" (Mt 19, 6)» 48.
Los
cónyuges cristianos, al obedecer el mandamiento del Señor, son un signo del
amor fiel de Dios por el hombre, y, en particular, los cónyuges abandonados que
no vuelven a casarse, viviendo una fidelidad de un particular valor.
Como
ya hemos tenido ocasión de señalar, el concilio de Trento se expresó sobre la
indisolubilidad con una fórmula que ha sido objeto de diferentes
interpretaciones 49, que quiere tener presente la práctica
contraria a la de la Iglesia ortodoxa, la cual, a su vez, no rechaza la
doctrina de la Iglesia católica. Afirma el Concilio: «Si alguno dijere que la
Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio
y los Apóstoles (Mc 10; 1 Co 7), no se puede desatar el vínculo del matrimonio
por razón del adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni
siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo
matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que
después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar
al adúltero se casa con otro, sea anatema» (DS 1807). La indisolubilidad
enseñada por la Iglesia, aunque no haya sido definida en sí misma, no puede ser
considerada como un error (contra las afirmaciones protestantes), más aún, está
en conformidad con la doctrina evangélica y apostólica. Como antes lo hiciera
el Concilio, ni los pontífices romanos ni la Iglesia católica han admitido
nunca excepciones al principio de la indisolubilidad o la enseñanza contraria
al mismo.
El
concilio de Trento se ocupó ampliamente del tema de la gracia dada a los
cónyuges cristianos en el acto de la celebración del matrimonio. Ésta es
presentada, en primer lugar, como don que perfecciona el amor conyugal; a
continuación, como ayuda que confirma la unidad y la indisolubilidad del
vínculo matrimonial, y, por último, como santificación de los cónyuges (cfr. DS
1799). Enseña, además, que el matrimonio en la ley evangélica es superior a
todos los otros por la gracia que Cristo confiere en él (DS 1800).
Los
tres aspectos que acabamos de señalar revelan que la gracia, antes que nada,
repara y atenúa las consecuencias del pecado, pretendiendo volver a la
condición originaria y, en segundo lugar, que tiene un carácter perfectivo, es
decir, que eleva el matrimonio, para convertirlo en la expresión de los valores
propiamente cristianos. También la Familiaris consortio (cfr.
n. 13) y otros documentos insisten en la gracia que santifica y hace llegar a
una unidad profunda y cristianamente conyugal, de modo que se forme un solo
corazón y una sola alma con un significado y una energía nuevos.
Si
queremos precisar aún la naturaleza de la gracia, podemos afirmar que ésta
tiene la tarea de hacer a los cónyuges, en cuanto tales, miembros del cuerpo
místico, instrumento de santidad personal el uno para el otro, ayuda para la
recíproca elevación. El segundo aspecto consiste en la fuerza divina para
transmitir la vida según el plan de Dios. De este modo, quedan santificados los
cónyuges para propagar y desarrollar la vida divina: transmiten la vida para
hacer a los hijos criaturas nuevas en Cristo. Son corroborados para una
comunión y una caridad mutuas, para una unión más íntima con Cristo, de suerte
que estén abiertos a la generosidad que transmite a los otros lo que ellos han
recibido. En consecuencia, lo que en el matrimonio se significa, se produce y
se da es el amor entre Cristo y la Iglesia, presente en la tierra en cuanto
amor que une, santifica y vivifica, y en cuanto amor fecundo, que enriquece y
extiende cada vez más a la Iglesia. Por eso los cónyuges deben estar más unidos
por el amor que poseen en Cristo que por el amor mutuo natural. Si los cónyuges
viven ambos sus relaciones en Cristo, la fuerza de la gracia sacramental los
transfigura, a pesar de sus debilidades. De este modo, la gracia viene en ayuda
del amor conyugal humano, proporcionando razones válidas y definitivas para la
fidelidad y la ayuda recíprocas. Mientras que el efecto primero e inmediato del
sacramento es el vínculo conyugal cristiano único e indisoluble, hasta el punto
de que los cónyuges quedan consagrados por él y forman el santuario doméstico
de la Iglesia, el segundo efecto es el don de la participación en la santidad
de Cristo y de la Iglesia, según la modalidad de la pareja. Los cónyuges quedan
santificados y están invitados durante toda su vida a participar en el banquete
de bodas del Hijo de Dios (cfr. Mt 22, 1-14).
Ya
hemos visto que el matrimonio no es un puro y simple contrato que pueda ser
disuelto con el acuerdo de las partes, ni tampoco una pura y simple
institución. Cuando fue presentado en la Iglesia de este modo lo que se
pretendía era poner de manifiesto o bien la libre disposición de los esposos
como respuesta a una vocación divina, o bien la presencia de normas morales y
de leyes estables que lo regulan. Después de Jesucristo, el matrimonio es, antes
que nada, sacramento y en ello reside su significado fundamental y central.
Precisamente como sacramento, y no simplemente como institución, introduce al
cristiano en un estado de vida. En efecto, el matrimonio permanece en su efecto
primero: el vínculo conyugal único e indisoluble, que subsiste durante toda la
vida. Por otra parte, la eficacia y los efectos sacramentales se extienden a
toda la vida conyugal. Esta debe edificarse sobre el sacramento recibido, que
permanece presente y operante en las personas.
Los
Padres de la Iglesia, por ejemplo san Agustín, hablan a menudo, quizás incluso
con mayor frecuencia, del matrimonio cristiano como estado de vida que como
celebración del consentimiento conyugal. El concilio Vaticano II, recuperando
esta tradición, afirma que los cónyuges, sostenidos por el sacramento con la
gracia de Dios y la acción salvífica de la Iglesia, son conducidos a Dios y
ayudados en su misión de padre y madre. Y añade a continuación: «Por ello los
esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están
fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al
cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo, que
satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia
perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la
glorificación de Dios» (GS 48). Juan Pablo II confirma aún: «El don de
Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino
que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia» 50. De este
modo, la comunidad conyugal se convierte en la comunidad familiar.
Pero
¿qué es lo que caracteriza a la familia? ¿Cuál es su elemento específico? A
estas preguntas responde Juan Pablo II del modo siguiente: «Así el cometido
fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de
la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación
la imagen divina de hombre a hombre» 51.
Se
trata de la fecundidad que sigue al amor conyugal y está dirigida tanto a la
procreación de los hijos como a darles todo aquello que les enriquece desde el
punto de vista humano y cristiano. Así pues, lo que especifica de ordinario a
la familia, aunque no siempre aparezca el don de los hijos, es la fecundidad y
la procreación. De este modo, los cónyuges colaboran con el acto divino de la
creación; es su cooperación humana a la acción divina. El hijo es el don que
Dios hace a los esposos y con el que se expande la comunidad cristiana. Dios
les confía lo más precioso que hay en la creación: la persona humana, que debe
llegar a ser conforme «a la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito
entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). En efecto: «Así como el origen de la
comunidad conyugal está situado entre la empresa de Dios y el consentimiento
del hombre y de la mujer que se casan, también el origen de la comunidad
familiar reside en el encuentro entre Dios y la pareja de los esposos, entre el
acto divino de la creación y el acto humano de la procreación»
52.
Los
hijos son un don del Dios creador a los esposos. Ellos ponen las condiciones
para que ese don tenga lugar y deben recibirlo según el plan salvífico de Dios.
Los padres deben ser los guardianes y los educadores de ese don de Dios, a fin de
que la nueva criatura pueda realizar su propia vocación en la familia de los
hijos de Dios. Si la vida de los padres y de los hijos es un don, entonces la
familia es el lugar privilegiado de la educación en la conciencia de los dones
recibidos y de la pertenencia absoluta al Donante. En efecto, el significado
central del don recíproco que hacen los esposos de sí mismos y el don de los
hijos, recibido de Dios, es precisamente la pertenencia y el vínculo con otro
y, en último extremo, con Dios. Cuando existe esa conciencia en los padres, se
manifiesta y se transmite a los hijos: en esa ósmosis reside lo esencial de la
educación. Con esa conciencia, todos los miembros de la familia pueden decir,
juntos y con verdad, Padre nuestro.
Pero
junto a esa conciencia de pertenencia está el factor de la libertad. Ésta puede
ser ejercida de modo verdadero por los miembros de la familia, cuando están
presentes tanto la verdad del ser criaturas de Dios, como la conciencia del
propio destino. Estos dos factores suscitan en el hombre deseos que han de ser
verificados y realizados en las circunstancias de la vida con la
responsabilidad de que gozan todos los hombres. La libertad se ejerce,
entonces, en el sentido más verdadero y humano, como capacidad de adhesión a
todo lo que se experimenta como verdadero y bueno para la propia vida. Esto
acaece, en la vida cristiana, con la fe y el bautismo. De este modo, los
miembros, convertidos en criaturas nuevas, pertenecen a Cristo y a la Iglesia.
En este vínculo se alcanza la verdad que nos hace libres. La conciencia de este
hecho está en la base de la verdadera libertad y del itinerario hacia Cristo,
que se puede realizar en toda relación familiar. De ese acontecimiento es
preciso hacer memoria, llenos de gratitud y de estupor, en la familia, pedir
sus beneficios con la oración en la vida diaria, de modo que hagamos siempre
operativa la gracia del sacramento en el camino hacia nuestro destino.
TALLER
Hacer grupos de a tres con una copia de este material cada grupo, e ir leyendo y elaborando preguntas a partir de lo que se va entendiendo. y al final, dejarlo con la monitora.
_____________________
24.
Para el significado teológico de los pasajes del Vaticano II sobre el
matrimonio, cfr. E. Ruffini,11 matrimonio nei testi
conciliara, en: «Rivista Liturgica» 55 (1968), pp. 354-367; D.
Tettamanzi, l cine saranno..., pp. 103-121.
25.
La bibliografía sobre la Familiaris consortio es extensa.
Véase D. Tettamanzi, 1 due saranno..., pp.
153-174; 193-219. con la bibliografía allí citada.
26. Pablo
VI, Discurso a la Sagrada Rota Romana del 9-2-1976,
Cfr. P. Barberi-D. Tettamanzi (eds.). Matrimonio
e famiglia nel magistero Bella Chiesa. 1 documenti dal concilio di Firenze a Giovanni
Paolo 11, Milano. 1986. p. 301.
27. J. Auer, 1
sacramenta della Chiesa, Assisi, 1974, p. 313 (edición española: Los
sacramentos de la Iglesia, Herder, 1989).
28. P.N.
Trembelas, Dogmatique de 1'Église orthodoxe catholique, 111,
Chevetogne, 1968, p. 364.
29.
Cfr., por ejemplo, Pío XII, Allocuzione al novelli sposi
del 5.3.1941; cfr. P. Barberi-D. Tettamanzi (eds.), 1 documenti..., pp.
163ss.
30.
S. Th., Supl. 42. 1 afirma: «La forma de este sacramento son
las palabras que expresan el consentimiento matrimonial; no la bendición
sacerdotal, que sólo es un sacramental».
31. M.J.
Scheeben, 1 n:isteri del cristianesimo, Brescia, 19603.
p. 602 (edición española: Los misterios del cristianismo, Herder.
1964).
32. Ibid., p. 594.
33.
Ibid., pp. 587-598.
34. Juan
Pablo II. Exhortación apostólica Familiaris
consortio, 11.
35.
Para estos análisis, cfr. L. Ligier, a.c., pp. 99-107.
36. S.
Th., Suppl. 45, 1.
37. S.
Th., Suppl. 45, 5.
38. Juan
Pablo II, Exhortación apostólica Fmniliaris
consortio, 19.
39. S.
Th., Suppl. 42, 4.
40. W.
Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, Brescia, 1979,
pp. 33.39-43 (edición española: Teología del matrimonio, Sal
Terrae, Santander, 1984).
41. D.
Tettamanzi, Matrimonio, en: «La Scuola Cattolica» 5
(1986), pp. 582.584-586.
42. L.
Ligier, o.c., pp. 62-72.
43. Juan
Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 13.
44. L.
Ligier, o.c., p. 121.
45.
La Familiaris consortio usa con frecuencia estas expresiones.
Para su significado, cfr. D. Tettamanzi, I due
saranno..., pp. 193-219.
46. Misal
romano, Comienzo de la liturgia del sacramento.
47.
Exhortación apostólica Faniliaris consortio, 19-20.
48. Ibid.,
20.
49.
Para la discusión recientemente reemprendida y las correspondientes
indicaciones bibliográficas, cfr. L. Ligier, a.c., pp.
177-179.
50.
Exhortación apostólica Familiares consortio, 56.
51. Ibid., 28.
52. C.
Caifarra, Identitá e missione della famiglia, en:
«Il Nuovo Areopago» 2 (1988), p. 36. Véase asimismo G. Biffi, Matrimonio
e famiglia. Nota pastorale, Bologna, 1990; G. Chantraine, La
famiglia si puó salvare?, en: «Communio» (ed. italiana) 89
(1986), pp. 1-13. Respecto al magisterio sobre la familia, además de la ya
citada Familiarei consortio, cfr. Juan Pablo II, Carta
a las familias, del 2 de febrero de 1994. Cfr. Varón y mujer
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