Teología Dogmática

lunes, 16 de octubre de 2017

El concilio Vaticano II y la «Familiaris Consorcio» - 18 Octubre


El concilio Vaticano II y la «Familiaris Consorcio»



El concilio Vaticano II ha tratado ampliamente y en diferentes documentos el sacramento del matrimonio, aunque prevalecen las referencias a la familia24.


Dos son los documentos particularmente significativos a este respecto: LG 11; 35; 41 y GS 47-52. Ambos ponen de relieve, en primer lugar, las relaciones esenciales que el matrimonio cristiano tiene con la Iglesia, su dimensión propiamente eclesial. Además de recuperar el concepto de matrimonio en cuanto significado y participación en el misterio de unidad que media entre Cristo y la Iglesia, LG 11 describe sobre todo la familia salida del sacramento como imagen de la Iglesia, hasta tal punto que puede ser considerada como Iglesia doméstica. Así, los cónyuges «tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cfr. 1 Co 7, 7). Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos» (LG 11).

En segundo lugar existe una renovada valoración del amor conyugal y de su tarea en la vida matrimonial. Se señala que la institución matrimonial nace del amor humano, con el cual se entregan y se reciben recíprocamente los cónyuges también ante la sociedad. Con el consentimiento personal, se establece la íntima comunión de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y dotada de leyes propias. Añade el Concilio: «El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad» (GS 48). De este modo, el Señor, al instituir el sacramento, ha sanado y elevado el amor humano con un don especial de gracia y de caridad. Un amor semejante conduce a los esposos a la entrega mutua de sí e invade toda su vida.

La exhortación apostólica Familiaris consortio constituye una suma de la enseñanza magisterial sobre el sacramento del matrimonio, aunque concede también un particular desarrollo a la familia, comunidad de vida y de amor querida por Dios con el sacramento. Dada la amplitud y la riqueza del documento, nos limitaremos a los puntos fundamentales, indicando que parece caracterizar el matrimonio cristiano como entrega y realización de toda la persona25.

En primer lugar, está claro que el documento pretende presentar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio, pero insiste sobre todo en la proclamación de que su fallida realización integral obstaculiza la renovación del pueblo de Dios y de toda la sociedad. Esto es verdad no sólo por la gravedad del momento histórico en que vivimos, contrario a la concepción cristiana del matrimonio, sino sobre todo por el hecho de que el designio de Dios constituye el sentido verdadero para la vida matrimonial del hombre (nn. 3.5).

Una vez puesto este principio, afirma el documento que «la donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; [...] El único "lugar" que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado» (n. 11). El amor conyugal es imagen, signo de la alianza que Jesucristo ha establecido con su pueblo, una alianza siempre fiel por parte de Dios, que se pone como ejemplo para el amor fiel que debe haber entre los esposos. De este modo, encuentra nuevamente el matrimonio toda su verdad y sentido, e incluso el modo concreto en que realizar su propia identidad en las situaciones históricas.

Pero ¿dónde está el origen, la causa de todo esto? Los cónyuges han sido insertados, con el bautismo, de una manera indestructible, en la nueva alianza, por la cual la comunidad de vida y amor es asumida en la caridad nupcial de Cristo para con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad nupcial de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora. El matrimonio de los bautizados se convierte así en una participación real en la nueva y eterna alianza en la sangre de Cristo. El Espíritu entregado en el sacramento vuelve a los cónyuges capaces de amarse como Cristo los ha amado. El documento precisa asimismo: «En realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en el matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la familia el fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal, mediante la cual su misma existencia cotidiana se transforma en "sacrificio espiritual aceptable a Dios por Jesucristo" (1 P 2, 5)...» (n. 59).

La Famiiiaris consortio presenta el sacramento del matrimonio usando también el esquema de la teología medieval. Afirma que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza. Señala después la gracia sacramental (res), afirmando que ésta mira a una unidad profundamente personal, que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no formar más que un solo corazón y una sola alma. Da la luz y la fuerza para la fidelidad y la indisolubilidad de la donación recíproca definitiva y abre a la fecundidad. De este modo, el amor conyugal es elevado del orden de la creación al punto de ser expresión de valores propiamente cristianos (cfr. n. 13). Así, «fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana es el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo» (n. 56).

Un punto repetidamente confirmado por el magisterio es la afirmación de que el matrimonio constituye el principio y fundamento de la sociedad humana, y la familia es su célula primera y vital (cfr. AA 11). La dignidad, los derechos y deberes del matrimonio y de la familia son sagrados en todas las épocas y en todas las situaciones, y son independientes de todo poder, incluso el del Estado. Proceden éstos de la naturaleza humana, de la naturaleza misma del hombre y de la mujer. A este respecto, precisa aún la Familiaris consortio (n. 43): «... la familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los "valores"».

Los últimos decenios han contemplado la aparición de numerosos estudios y asistido a la profundización en el sacramento del matrimonio, sobre todo en lo que respecta al valor del amor humano, tras un período en que se insistió más en los elementos jurídicos. En este contexto, no han faltado las exageraciones en la valoración del amor conyugal y de la posibilidad de alcanzar una perfección personal en la relación recíproca. El amor conyugal ha sido tan sobrevalorado que se ha llegado a subordinar a él la validez misma del vínculo matrimonial. En esta cuestión intervino Pablo VI, precisando lo que sigue: «[...] en modo alguno se puede aceptar una interpretación del amor conyugal que lleve a abandonar o disminuir en su valor y significado el conocido principio: matrimonium facit partium consensus... Sobre la base de este principio, bien conocido de todos, el matrimonio empieza a existir en el mismo momento en que ambos cónyuges prestan su consentimiento matrimonial jurídicamente válido. Tal consentimiento es un acto de la voluntad de naturaleza contractual... que produce en un instante indivisible su efecto jurídico, es decir, el matrimonio "in facto esse", un estado vital, sin que nada pueda tener ya influencia alguna en la realidad jurídica por él creada» 26. Así, la unión íntima de amor y de vida conyugal queda establecida por el consentimiento personal. Es del acto humano de amor recíproco de donde nace la institución matrimonial, pero ésta debe tener estabilidad por designio divino. Por consiguiente, este vínculo sagrado no depende del arbitrio del hombre y constituye un bien innegable tanto para los cónyuges como para los hijos (cfr. GS 48).

3. El sacramento del matrimonio

El Señor nos hace vivir, en la nueva alianza, el tiempo de los signos operativos, que nos hacen partícipes de su muerte y resurrección. En el tiempo que sigue a la Pascua y Pentecostés, Jesucristo ha puesto los sacramentos como gestos que manifiestan y realizan la unión con su obra salvífica. Así, el matrimonio, como ya hemos tenido ocasión de mostrar, no es, por designio de Dios, simplemente una institución natural o de derecho humano, sino un sacramento; está ordenado a su realización plena, que es la sacramental. En ello consiste el significado definitivo de la realización de la unión conyugal. Precisamente en el sacramento encuentra toda su verdad el dato antropológico de la unión matrimonial. Limitándonos ahora a los fieles bautizados, podemos decir que no tiene sentido casarse, tener hijos, si no es para realizar el designio divino, si no es para vivir, con la ayuda de la gracia sacramental, como hijos de Dios, el misterio de la unión nupcial entre Cristo y la Iglesia. Que el matrimonio sea sacramento significa, pues, que no es sólo una realidad querida por Dios en la creación, sino que se ha convertido en una realidad histórica, en un acontecimiento que es signo e instrumento eficaz del don de la gracia de Jesucristo. El matrimonio, aunque echa sus raíces en la creación del hombre y en la consiguiente constitución de la comunidad familiar, aunque tiene, en consecuencia, un carácter sagrado, ha sido transfigurado y ordenado en Jesucristo, para formar una unión modelada sobre la de Cristo con la Iglesia, que los bautizados deben fundar y defender. Su significado pleno puede ser conocido y realizado en Cristo, como un acontecimiento humano en el que la acción salvífica de Dios obra de manera eficaz.

La institución del matrimonio
La unión del hombre con la mujer en el A.T. es una imagen que nos ayuda a comprender la alianza de Dios con los hombres (cfr. Os 1; 3; Jr 2; 3; 31; Ez 16; 23). En el N.T., el matrimonio está inscrito de una manera tan radical en la alianza salvífica renovada por Cristo, que constituye un acontecimiento en el que se hacen presente, a través de los cónyuges bautizados, la fidelidad y el amor eternos de Dios por el hombre. En este sentido, la sacramentalidad del matrimonio está indicada en Ef 5, 21-32, como afirma el concilio de Trento (cfr. DS 1799). Esa sacramentalidad no puede ser mostrada con las palabras precisas de una institución, sino que se fundamenta en la inserción del matrimonio en la nueva y definitiva alianza llevada a cabo por Jesucristo. Este, ya en su vida pública, recuperó y enseñó claramente el sentido originario de la unión matrimonial, el valor que deriva de la unidad y de la fidelidad: «lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mt 19, 6), como ya hemos expuesto. Confirmó la bondad del matrimonio con su presencia en la bodas de Caná, donde la tradición ha intuido –no sin razón– el signo eficaz de su acción de gracia en favor de este hecho esencial de la vida humana. San Pablo exhorta, a su vez, a contraer matrimonio en el Señor (cfr. 1 Co 7, 39). Los bautizados llevan a cabo el matrimonio a través de su ser criaturas nuevas en Cristo, ser que han recibido en el bautismo. El matrimonio es insertado así en la nueva realidad salvífica, en cuanto es contraído por bautizados que son miembros del cuerpo de Cristo (cfr. Ef 5, 30), de la Iglesia, que es la esposa de Cristo, santa y purificada por medio del baño del agua, es decir, el bautismo. De este modo, los bautizados se unen en matrimonio como miembros que participan del ser de la Iglesia. La unión de la Iglesia con Cristo, este extraordinario misterio de unidad y de salvación, se refleja y actúa, a continuación, en el hombre, que deja a su padre y a su madre y se une a su mujer formando una sola carne (cfr. Ef 5, 31-32). De esta suerte, el matrimonio de los bautizados es un acontecimiento en el que se ofrece la imagen de la fidelidad y del amor de Cristo por su Iglesia, es un signo que hace presente esa unión que obra ahora en la Iglesia y, por medio de ella, en sus miembros.
Lo que acabamos de decir constituye el motivo que ha llevado a la Iglesia a tomar conciencia, a través de una larga y difícil experiencia, de que Jesucristo ha querido la unión conyugal como sacramento, o sea, como gesto eficaz del don de su gracia destinado a los cónyuges. Podemos comprender esto de manera adecuada si tenemos presente que: «La institución por parte de Cristo es, por consiguiente, en primer lugar, una institución mediante su propio ser y mediante su obra redentora, que toma y transforma al hombre en todo lo que constituye su naturaleza, por lo cual a partir de aquí puede ser comprendida y explicada en su novedad incluso la transformación de este misterio de la comunión nupcial entre el hombre y la mujer, que interesa al hombre en naturaleza más íntima, y ello en cuanto realización plena del hombre unitario y en cuanto fuente de la propagación del género humano» 27.
Sobre esta base podemos afirmar, pues, que, así como el hombre se convierte en una criatura nueva con el bautismo, así también el macho y la hembra renacidos en Cristo no pueden superar la soledad originaria sin que su unión y el poder de procrear sean una unión y una procreación en Cristo y una imagen de la unióny de la fecundidad que existen entre Cristo y la Iglesia. De este modo, los elementos correspondientes al orden de la creación en la unión conyugal y en la procreación son redimidos del pecado y de la ley, y configurados con el misterio de la fidelidad del amor fecundo que existe entre Cristo y la Iglesia. Jesucristo, con la nueva alianza, confiere una gracia sacramental a la unión del hombre con la mujer, que, desde el principio, estaba destinada a manifestar y realizar la unión santificadora que une a Cristo con su Iglesia.

Los ministros
Los documentos conciliares no indican quiénes son los ministros del matrimonio, al contrario de lo que hacen con los otros sacramentos. ¿Cuál es la razón de esto? Ciertamente, en la mayoría de los casos figura la intención de no dirimir la cuestión con la Iglesia ortodoxa, la cual, a diferencia de la tradición católica, sostiene como esencial y necesaria, para la validez, la bendición del sacerdote que actúa con la función de ministro. La posición ortodoxa puede ser resumida de este modo: «El sacerdote santifica el vínculo natural del matrimonio, es él quien une las manos de los nuevos esposos y, con las oraciones que eleva sobre ellos, transmite la gracia invisible, consagrando y elevando el matrimonio a la dignidad de sacramento» 28.
Pero la cautela del magisterio conciliar se debe también, a buen seguro, a la voluntad de prestar atención a la historia del signo sacramental y a los debates actuales en la misma Iglesia católica. A diferencia de los documentos conciliares, el magisterio ordinario, en especial el de Pío XII 29, ha presentado a los cónyuges como ministros del sacramento. Los documentos del magisterio posterior al concilio Vaticano II se limitan a señalar el ministerio de los esposos y a llamarlos cooperadores de la gracia.
El concilio de Trento parece haber afirmado que los esposos son los ministros y, al mismo tiempo, los beneficiarios directos, con independencia de la bendición del sacerdote, cuando señala que los matrimonios secretos celebrados con el libre consentimiento de los contrayentes eran válidos, mientras que la Iglesia no dispusiera otra cosa (cfr. DS 1813). La Iglesia confirma, por otra parte, que el matrimonio de los bautizados es un sacramento constituido por el libre y recíproco consentimiento de los cónyuges, como veremos a continuación. Así pues, al ser los esposos los autores de su mutuo consentimiento, son también los ministros. La Iglesia no parece aceptar que la presencia y la bendición del sacerdote sean considerados como esenciales para la validez del matrimonio30. A pesar de todo, la considera importante y no admite que sea omitida de manera ordinaria. Vamos a ocupamos ahora de los motivos de esta posición.
La bendición sacerdotal, aunque no es un elemento esencial, ni una fórmula sacramental, ni parte de la forma canónica necesaria tras el concilio de Trento para la validez, constituye, junto con todas las oraciones dirigidas a Dios por los esposos, el signo visible de la dimensión eclesial del gesto sacramental y de la ayuda con que la Iglesia pretende sostener y acompañar toda su existencia. La Iglesia está atenta, a fin de que no falte la bendición, privando así a los cónyuges de la ayuda de todo el pueblo de Dios, de ese ámbito real del que brota y único en que puede realizarse cualquier signo de la nueva alianza. La bendición sacerdotal es también el signo de la presencia de la Iglesia institucional, que, con autoridad y paternidad, acoge a los esposos sellando su verdadera unión, su genuina adhesión a Jesucristo realizada aquí y ahora. El matrimonio «debe realizarse en un lugar sagrado, con la participación del sacerdocio cristiano, de suerte que se manifiesta también externamente su santidad intrínseca y su estrecha relación con Cristo. No para que se vuelva santo, sino porque es santo requiere la cooperación del sacerdote [...]» 31.
Después de haber indicado quiénes son los ministros del matrimonio, es necesario mostrar sobre qué se funda su dignidad y potestad por la que están llamados a realizar una acción divino-humana. Realizan un gesto sacramental instituido por Cristo y reciben la gracia sacramental correspondiente. Por otra parte, son al mismo tiempo, de manera sorprendente, ministros y beneficiarios del sacramento por una vocación totalmente gratuita.
El hombre, criatura nueva en virtud de la gracia y del carácter impreso por el bautismo, es acogido en el cuerpo místico de Cristo, forma parte del mismo y pertenece a él de manera plena y total. Cuando dos bautizados se casan, se unen como dos miembros vivos de este cuerpo y no pueden obrar de otro modo: se casan en cuanto criaturas nuevas que participan de los bienes del cuerpo místico. No pueden tener una modalidad y una finalidad diferentes de las que tienen por ser hijos de Dios y miembros de su pueblo. Su unión y su prole son queridas por Cristo y no pueden dejar de ser gracia que proviene de su Cabeza, de Aquel de quien son miembros vivos, partícipes de la vida divina. No pueden disponer de su cuerpo, de su unión completa y de su poder creador más que como personas dotadas de un carácter bautismal en camino hacia un destino sobrenatural, mediante los medios divinos puestos a su disposición.
Pero, además de esto, podremos comprender hasta el fondo la figura de los ministros, si precisamos su relación con Cristo y con la Iglesia. Como señala M.J. Scheeben, el matrimonio no puede ser concebido como puro símbolo, sino como una relación real y esencial con el misterio de la unión de Cristo con la Iglesia. Y añade este autor: «No es simplemente el símbolo de este misterio o un [modelo] ejemplar que permanece fuera del mismo, sino una copia germinada de la unión de Cristo con la Iglesia, producida e impregnada por la misma, dado que no sólo simboliza aquel misterio, sino que lo representa realmente en sí mismo, o sea, mostrándolo activo y eficiente dentro de sí» 32.
También los esposos, como la Iglesia, están unidos, «desposados» con Cristo; vale también para ellos y se realiza asimismo en ellos la unión de la Iglesia con Cristo. Si se unen entre ellos, la representan y la significan. La extienden y la producen en sí mismos y en sus hijos. Se ponen a disposición de Cristo como nuevo órgano del cuerpo místico, son una ramificación de la alianza establecida por Cristo con la Iglesia. Las gracias que reciben «provienen a los cónyuges no ex opere operantis, sino ex opere operato. Puesto que los cónyuges las adquieren por el hecho de que en la conclusión del matrimonio actúan como órganos y ministros de Cristo y de la Iglesia, y mediante tal conclusión, se vuelven órganos de Cristo y de la Iglesia... Por todas estas razones, las nupcias de Cristo con su Iglesia, sobre las que se basa toda la comunicación de la gracia, deben traducir en el acto, "ipso facto", su eficacia sobrenatural en la unión conyugal entre cristianos como en una ramificación suya»33.
Para poder desarrollar esa misión, sobre la base del carácter y de la gracia bautismal, los esposos «están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, para cumplir dignamente sus deberes de estado» (GS 48). Los cónyuges, en virtud de su unión llevada a cabo en nombre de Cristo, son elevados y destinados a representar el amor fecundo de Cristo por la Iglesia. Así fortalecidos, poseen el poder, la capacidad para cumplir la misión conyugal y generativa, para el crecimiento interior y exterior del cuerpo místico.
Los mismos esposos, con su pacto de amor conyugal, efectúan y celebran el matrimonio como sacramento y adquieren su gracia. Puesto que, entre los bautizados, el matrimonio es, inequívocamente, sacramento, la sola realización del gesto matrimonial realiza también el sacramental. De este modo, la gracia y la santidad del sacramento está producida por las personas mismas que llevan a cabo el gesto sensible. Los factores constitutivos del sacramentos matrimonial no provienen, según aa modalidad salvífica de Jesucristo, del exterior. La unión conyugal de los bautizados no es un acontecimiento profano, ni extraño al designio salvífico divino, sino que acaece según la modalidad sacramental. En ese contexto, los esposos se dan y se reciben de manera recíproca, se entregan a sí mismos, entregan su propio cuerpo. Existe una mutua entrega y aceptación de todo lo que les constituye, de sus propias personas. El cónyuge no celebra por sí mismo, no se autoprocura la gracia sacramental, sino que sólo entregándose a sí mismo y recibiendo la entrega del otro es como llega a ser ministro y establece el pacto conyugal. El ministerio de los esposos se ejerce a través del establecimiento del pacto conyugal; llevar a cabo tal gesto trae consigo la gracia sacramental.
El papa Nicolás I, el año 866, en respuesta a preguntas que le habían sido planteadas, escribe: «Cuando se ha emitido en conformidad con las leyes, baste el solo consentimiento de aquellos que pretenden casarse. En las nupcias, si acaso ese solo consentimiento faltare, todo lo demás, aun celebrado con coito, carece de valor, como atestigua el gran doctor Juan Crisóstomo, que afirma: "El matrimonio no está constituido por el acto sexual, sino por la voluntad"» (DS 643). Inocencio III recupera y confirma integralmente, el año 1200, la enseñanza de su predecesor, añadiendo que el consentimiento debe ser expresado de praesenti, o sea, en ese momento (cfr. DS 776).
Juan Pablo II, recogiendo el enriquecimiento producido en particular durante estos últimos años, afirma que el amor conyugal natural se realiza en toda su verdad en el matrimonio, esto es, en el «pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo [...]» 34
Inserta el amor conyugal en el gesto sacramental del matrimonio. De este modo, el elemento, que podemos llamar jurídico (contrato, pacto, consentimiento declarado o recibido públicamente), incluye y expresa ipso facto asimismo el amor conyugal.
En la elaboración teológica se advierte, en primer lugar, que el matrimonio cristiano no tiene un gesto propio a realizar o unas palabras con las que dar significado, sino que éste se lo da la elevación de la creación a la gracia arraigada y unida al bautismo. En segundo lugar, se añade que el simple acto matrimonial ha sido elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento, en cuanto consagra y refuerza con la gracia sacramental a las personas en cuestión y su estado de vida. A partir de estos presupuestos, a pesar de las diferentes especificaciones y análisis 35, se ha buscado el núcleo del signo sacramental expresado en los gestos y en las palabras. Lo esencial puede ser expresado de la manera siguiente: «En todos los sacramentos hay una cierta operación espiritual que se realiza mediante una operación material, signo de aquella; [...] Así, pues, como en el matrimonio hay cierta unión espiritual, por lo que tiene de sacramento, y también alguna unión material, en cuanto es un acto natural y de vida civil, conviene que mediante el elemento natural se produzca el efecto espiritual por la virtud divina. Síguese de ahí que, como las asociaciones que provienen de los contratos materiales se verifican por mutuo consentimiento, es preciso que de igual modo, se efectúe la unión matrimonial» 36.
El mismo autor añade aún: «[...] así también el consentimiento exteriorizado por palabras de presente entre personas idóneas afecta a la validez del matrimonio, toda vez que estos dos elementos constituyen la esencia del sacramento; mientras que los demás requisitos contribuyen a la solemnidad del mismo [...]»37. Si con el consentimiento matrimonial adquieren los cónyuges el derecho sobre el cuerpo del otro, mientras que antes de su unión podían disponer de él libremente, entonces es propiamente el consentimiento lo que constituye el matrimonio. Ciertamente el consentimiento es el elemento constitutivo, en cuanto que produce la unión de los dos esposos y hace alcanzar el fin de la unión matrimonial.
El consentimiento de los esposos no puede ser sólo exterior. En efecto, en todos los sacramentos se requiere la intención del ministro y de los receptores para su celebración válida. Si los cónyuges no consienten interiormente, con el corazón, no tienen intención de contraer la unión matrimonial. Por eso no hay el matrimonio. No se une de modo válido en matrimonio quien, al expresar el consentimiento verbalmente, no otorga también el consentimiento interior.
El objeto del consentimiento matrimonial es la entrega total de sí mismo, que se refiere a toda la persona. Es la unión del hombre y de la mujer, que se expresa en la mutua entrega y acogida, y se realiza en el acto sexual ordenado a la transmisión de la vida y a crear unas relaciones de ayuda y de elevación recíprocas. Por eso, en el matrimonio, está prohibida toda actitud egoísta, se exige la entrega de sí, dado que los cónyuges adquieren el derecho sobre el cuerpo del otro, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella (cfr. Ef 5, 25; 1 Co 7, 3-4). La entrega de sí mismo incluye, por consiguiente, el amor mutuo y la transmisión de la vida.

El significado unitivo y procreador del consentimiento matrimonial
El fin del consentimiento y de la unión matrimonial es la progresiva realización de la comunión conyugal, inseparable de su significado unitivo y procreador. La Familiaris consortio precisa: «en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer "no son ya dos, sino que son una sola carne" y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total. Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús. El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles -del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma-, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo» 38.

El consentimiento expresado por los esposos va dirigido a su unión total y a la realización integral del sacramento en el acto conyugal (la así llamada «consumación»). Realiza el significado sacramental, es el término al que mira el consentimiento expresado. En efecto, el gesto que los cónyuges realizan en el pacto de amor matrimonial, el proyecto ideado en su recíproco consentimiento, se realiza con el acto matrimonial. Éste refuerza la unión conyugal para hacerla indisoluble del todo. Respecto a esto es preciso recordar que: «La integridad o perfección de una cosa puede ser de dos maneras: La primera perfección consiste en la esencia misma de la cosa, la perfección segunda corresponde a la operación. Toda vez, pues, que la cópula camal es una operación, o digamos, el uso del matrimonio, ya que por éste se otorga facultad para dicho uso, la cópula camal dice orden a la segunda perfección del matrimonio, no a la primera» 39.
Eso significa que el acto conyugal enriquece el significado del sacramento. En efecto, la unión a través de tal acto se efectúa en el espíritu y en la carne del hombre, aunque no puede ser considerado como elemento constitutivo.
Hemos constatado que el gesto sacramental del matrimonio está constituido por el consentimiento interior expresado de modo actual y externo. Produce la unión entre los esposos, que se entregan recíproca y totalmente, buscando realizar, a través de una progresiva comunión, la santidad a la que han sido llamados. Pero ese consentimiento ha sido comprendido y presentado, en el conjunto de la estructura sacramental, de diferentes modos. Vamos a presentar ahora, sin la menor pretensión de ser completos, algunos ejemplos tomados de teólogos contemporáneos, para hacernos una idea de la variedad y riqueza con que es considerado el sacramento del matrimonio.
W. Kasper40 sostiene que el término bíblico de alianza es el más adecuado para indicar la naturaleza del matrimonio cristiano. Expresa mejor que los conceptos de contrato e institución tanto el carácter personal del consentimiento matrimonial como su carácter público. La alianza pertenece a ambas esferas. Es vínculo personal de amor, pero también un hecho público y jurídico, que interesa a toda la comunidad eclesial. En efecto, Cristo instituyó el matrimonio como sacramento en el momento en que fundó la nueva alianza, y confirió una eficacia sacramental a la unión conyugal desde el principio, como prenda de la unión entre Él y la Iglesia. D. Tettamanzi 41 aclara la identidad o esencia del matrimonio refiriéndose al amor conyugal en cuanto legitimado o pública-eclesialmente declarado. El consentimiento matrimonial es un compromiso con un vínculo de amor en el que se expresa la unión de la voluntad y del corazón, para realizar, a continuación, la dimensión eclesial y social. El sacramento consiste, por tanto, en la elevación del pacto-amor conyugal a signo eficaz de gracia. Según L. Ligier42, el pacto conyugal constituye la expresión más adecuada para indicar el elemento constitutivo del sacramento. El consentimiento matrimonial intercambiado entre los esposos y consagrado por el pacto es el elemento más expresivo y significativo. Así, el matrimonio es la unión que resulta del consentimiento, no el consentimiento mismo. Éste debe ser manifestado ante la Iglesia para ser una unión sacramental y un pacto.

4. Los efectos sacramentales
Según la doctrina tradicional de la Iglesia, el consentimiento constituye la esencia del matrimonio in fieri, en el momento de constituirse, mientras que el vínculo matrimonial constituye su esencia in facto esse, como estado de vida consagrado en Cristo y en la Iglesia con obligaciones morales y jurídicas. Juan Pablo II, recuperando esta tradición, afirma que «el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza» 43. El matrimonio de la nueva alianza es, por consiguiente, una imagen viva del vínculo inseparable que une a Cristo con la Iglesia, manifiesta y representa el misterio de su unión indisoluble, confiriendo su gracia con una participación auténtica. Los contrayentes contraen un vínculo que brota de la entrega recíproca de toda la persona y de la íntima unión de los corazones, de manera que, con la gracia de su caridad conyugal, nunca disminuya.
El vínculo estable y fiel asegura la dignidad de ambos cónyuges y la ayuda recíproca, recuerda que la unión conyugal ha tenido lugar no por fines egoístas o de placer, sino por la vocación y el destino comunes dados por Cristo, y ayuda a realizar al mismo tiempo los bienes terrenos y eternos. En efecto, los cónyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados (cfr. GS 48) para ser idóneos, a fin de cumplir los deberes conyugales y familiares en el Espíritu de Cristo. De este modo, el matrimonio «tiene la especificidad de unir a dos bautizados en "una carne" para el ejercicio de la vida matrimonial, cooperando con el amor del Creador en un ministerio propio» 44.
El vínculo sacramental proporciona además una unidad tan modelada y dependiente de la de Cristo con la Iglesia presente y operante en la tierra, que permite que la familia pueda ser llamada «Iglesia doméstica» (cfr. LG 11), santuario doméstico de la Iglesia (cfr. AA 11) 45.
Brinda una consistencia y una configuración tales, que permite a la familia representar a su modo la alianza nueva y definitiva con la que Trinidad ha manifestado últimamente su misericordia a los hombres. El amor siempre fiel de Dios se pone como la fuerza con que los cónyuges se unen en un vínculo de amor fiel e inagotable, para que su «amor reciba su sello y su consagración ante el ministro de la Iglesia y ante la comunidad» 46.
Entonces el vínculo matrimonial hace a los cónyuges una «pareja», que puede hacer resplandecer su propia luz ante los hombres, a fin de que éstos, al ver sus obras, puedan dar gloria al Padre celestial (cfr. Mt 5, 16).
El vínculo conyugal cristiano es único (exclusivo, entre un hombre y una mujer) e indisoluble (perpetuo, no puede ser rescindido). Como afirma Juan Pablo 11 47, estas prerrogativas de la comunión conyugal hunden sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer, y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida. Constituyen una exigencia humana, sentida a pesar de las rebeliones derivadas de la dureza del corazón. Pero subsisten, en general, exigencias y deseos veleidosos no realizados, en caso de que no sean sostenidos por la gracia sacramental o por gracias absolutamente especiales. Tanto la unidad como la indisolubilidad son, en efecto, un don específico del Espíritu Santo efuso en la celebración sacramental. Don de una comunión nueva e interior basada en aquella otra, definitiva y ya dada, única e indisoluble, entre Cristo Cabeza y su cuerpo, entre el Esposo y la esposa. De este modo, las propiedades del vínculo conyugal realizan el designio que ha querido Dios desde la eternidad sobre la vida matrimonial, y que ha sido restablecido y renovado en Cristo, al hacer al hombre y a la mujer criaturas nuevas con el bautismo y, a continuación, partícipes del amor con que El mismo se ha entregado por la Iglesia, purificándola y santificándola.
El vínculo único e indisoluble entre los cónyuges bautizados es fruto de aquel otro, igualmente único e indisoluble, de Cristo, que ha amado a la Iglesia hasta el extremo. No se trata, por tanto, sólo de una invitación a la perfección dirigida a quien quiera o pueda. En efecto: «El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (Mt 19, 6)» 48.
Los cónyuges cristianos, al obedecer el mandamiento del Señor, son un signo del amor fiel de Dios por el hombre, y, en particular, los cónyuges abandonados que no vuelven a casarse, viviendo una fidelidad de un particular valor.
Como ya hemos tenido ocasión de señalar, el concilio de Trento se expresó sobre la indisolubilidad con una fórmula que ha sido objeto de diferentes interpretaciones 49, que quiere tener presente la práctica contraria a la de la Iglesia ortodoxa, la cual, a su vez, no rechaza la doctrina de la Iglesia católica. Afirma el Concilio: «Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles (Mc 10; 1 Co 7), no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema» (DS 1807). La indisolubilidad enseñada por la Iglesia, aunque no haya sido definida en sí misma, no puede ser considerada como un error (contra las afirmaciones protestantes), más aún, está en conformidad con la doctrina evangélica y apostólica. Como antes lo hiciera el Concilio, ni los pontífices romanos ni la Iglesia católica han admitido nunca excepciones al principio de la indisolubilidad o la enseñanza contraria al mismo.
El concilio de Trento se ocupó ampliamente del tema de la gracia dada a los cónyuges cristianos en el acto de la celebración del matrimonio. Ésta es presentada, en primer lugar, como don que perfecciona el amor conyugal; a continuación, como ayuda que confirma la unidad y la indisolubilidad del vínculo matrimonial, y, por último, como santificación de los cónyuges (cfr. DS 1799). Enseña, además, que el matrimonio en la ley evangélica es superior a todos los otros por la gracia que Cristo confiere en él (DS 1800).
Los tres aspectos que acabamos de señalar revelan que la gracia, antes que nada, repara y atenúa las consecuencias del pecado, pretendiendo volver a la condición originaria y, en segundo lugar, que tiene un carácter perfectivo, es decir, que eleva el matrimonio, para convertirlo en la expresión de los valores propiamente cristianos. También la Familiaris consortio (cfr. n. 13) y otros documentos insisten en la gracia que santifica y hace llegar a una unidad profunda y cristianamente conyugal, de modo que se forme un solo corazón y una sola alma con un significado y una energía nuevos.
Si queremos precisar aún la naturaleza de la gracia, podemos afirmar que ésta tiene la tarea de hacer a los cónyuges, en cuanto tales, miembros del cuerpo místico, instrumento de santidad personal el uno para el otro, ayuda para la recíproca elevación. El segundo aspecto consiste en la fuerza divina para transmitir la vida según el plan de Dios. De este modo, quedan santificados los cónyuges para propagar y desarrollar la vida divina: transmiten la vida para hacer a los hijos criaturas nuevas en Cristo. Son corroborados para una comunión y una caridad mutuas, para una unión más íntima con Cristo, de suerte que estén abiertos a la generosidad que transmite a los otros lo que ellos han recibido. En consecuencia, lo que en el matrimonio se significa, se produce y se da es el amor entre Cristo y la Iglesia, presente en la tierra en cuanto amor que une, santifica y vivifica, y en cuanto amor fecundo, que enriquece y extiende cada vez más a la Iglesia. Por eso los cónyuges deben estar más unidos por el amor que poseen en Cristo que por el amor mutuo natural. Si los cónyuges viven ambos sus relaciones en Cristo, la fuerza de la gracia sacramental los transfigura, a pesar de sus debilidades. De este modo, la gracia viene en ayuda del amor conyugal humano, proporcionando razones válidas y definitivas para la fidelidad y la ayuda recíprocas. Mientras que el efecto primero e inmediato del sacramento es el vínculo conyugal cristiano único e indisoluble, hasta el punto de que los cónyuges quedan consagrados por él y forman el santuario doméstico de la Iglesia, el segundo efecto es el don de la participación en la santidad de Cristo y de la Iglesia, según la modalidad de la pareja. Los cónyuges quedan santificados y están invitados durante toda su vida a participar en el banquete de bodas del Hijo de Dios (cfr. Mt 22, 1-14).
Ya hemos visto que el matrimonio no es un puro y simple contrato que pueda ser disuelto con el acuerdo de las partes, ni tampoco una pura y simple institución. Cuando fue presentado en la Iglesia de este modo lo que se pretendía era poner de manifiesto o bien la libre disposición de los esposos como respuesta a una vocación divina, o bien la presencia de normas morales y de leyes estables que lo regulan. Después de Jesucristo, el matrimonio es, antes que nada, sacramento y en ello reside su significado fundamental y central. Precisamente como sacramento, y no simplemente como institución, introduce al cristiano en un estado de vida. En efecto, el matrimonio permanece en su efecto primero: el vínculo conyugal único e indisoluble, que subsiste durante toda la vida. Por otra parte, la eficacia y los efectos sacramentales se extienden a toda la vida conyugal. Esta debe edificarse sobre el sacramento recibido, que permanece presente y operante en las personas.
Los Padres de la Iglesia, por ejemplo san Agustín, hablan a menudo, quizás incluso con mayor frecuencia, del matrimonio cristiano como estado de vida que como celebración del consentimiento conyugal. El concilio Vaticano II, recuperando esta tradición, afirma que los cónyuges, sostenidos por el sacramento con la gracia de Dios y la acción salvífica de la Iglesia, son conducidos a Dios y ayudados en su misión de padre y madre. Y añade a continuación: «Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48). Juan Pablo II confirma aún: «El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia» 50. De este modo, la comunidad conyugal se convierte en la comunidad familiar.
Pero ¿qué es lo que caracteriza a la familia? ¿Cuál es su elemento específico? A estas preguntas responde Juan Pablo II del modo siguiente: «Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre» 51.
Se trata de la fecundidad que sigue al amor conyugal y está dirigida tanto a la procreación de los hijos como a darles todo aquello que les enriquece desde el punto de vista humano y cristiano. Así pues, lo que especifica de ordinario a la familia, aunque no siempre aparezca el don de los hijos, es la fecundidad y la procreación. De este modo, los cónyuges colaboran con el acto divino de la creación; es su cooperación humana a la acción divina. El hijo es el don que Dios hace a los esposos y con el que se expande la comunidad cristiana. Dios les confía lo más precioso que hay en la creación: la persona humana, que debe llegar a ser conforme «a la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). En efecto: «Así como el origen de la comunidad conyugal está situado entre la empresa de Dios y el consentimiento del hombre y de la mujer que se casan, también el origen de la comunidad familiar reside en el encuentro entre Dios y la pareja de los esposos, entre el acto divino de la creación y el acto humano de la procreación» 52.
Los hijos son un don del Dios creador a los esposos. Ellos ponen las condiciones para que ese don tenga lugar y deben recibirlo según el plan salvífico de Dios. Los padres deben ser los guardianes y los educadores de ese don de Dios, a fin de que la nueva criatura pueda realizar su propia vocación en la familia de los hijos de Dios. Si la vida de los padres y de los hijos es un don, entonces la familia es el lugar privilegiado de la educación en la conciencia de los dones recibidos y de la pertenencia absoluta al Donante. En efecto, el significado central del don recíproco que hacen los esposos de sí mismos y el don de los hijos, recibido de Dios, es precisamente la pertenencia y el vínculo con otro y, en último extremo, con Dios. Cuando existe esa conciencia en los padres, se manifiesta y se transmite a los hijos: en esa ósmosis reside lo esencial de la educación. Con esa conciencia, todos los miembros de la familia pueden decir, juntos y con verdad, Padre nuestro.
Pero junto a esa conciencia de pertenencia está el factor de la libertad. Ésta puede ser ejercida de modo verdadero por los miembros de la familia, cuando están presentes tanto la verdad del ser criaturas de Dios, como la conciencia del propio destino. Estos dos factores suscitan en el hombre deseos que han de ser verificados y realizados en las circunstancias de la vida con la responsabilidad de que gozan todos los hombres. La libertad se ejerce, entonces, en el sentido más verdadero y humano, como capacidad de adhesión a todo lo que se experimenta como verdadero y bueno para la propia vida. Esto acaece, en la vida cristiana, con la fe y el bautismo. De este modo, los miembros, convertidos en criaturas nuevas, pertenecen a Cristo y a la Iglesia. En este vínculo se alcanza la verdad que nos hace libres. La conciencia de este hecho está en la base de la verdadera libertad y del itinerario hacia Cristo, que se puede realizar en toda relación familiar. De ese acontecimiento es preciso hacer memoria, llenos de gratitud y de estupor, en la familia, pedir sus beneficios con la oración en la vida diaria, de modo que hagamos siempre operativa la gracia del sacramento en el camino hacia nuestro destino.

TALLER

Hacer grupos de a tres con una copia de este material cada grupo, e ir leyendo y elaborando preguntas a partir de lo que se va entendiendo. y al final, dejarlo con la monitora.



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24. Para el significado teológico de los pasajes del Vaticano II sobre el matrimonio, cfr. E. Ruffini,11 matrimonio nei testi conciliara, en: «Rivista Liturgica» 55 (1968), pp. 354-367; D. Tettamanzi, l cine saranno..., pp. 103-121.
25. La bibliografía sobre la Familiaris consortio es extensa. Véase D. Tettamanzi, 1 due saranno..., pp. 153-174; 193-219. con la bibliografía allí citada.
26. Pablo VI, Discurso a la Sagrada Rota Romana del 9-2-1976, Cfr. P. Barberi-D. Tettamanzi (eds.). Matrimonio e famiglia nel magistero Bella Chiesa. 1 documenti dal concilio di Firenze a Giovanni Paolo 11, Milano. 1986. p. 301.
27. J. Auer, 1 sacramenta della Chiesa, Assisi, 1974, p. 313 (edición española: Los sacramentos de la Iglesia, Herder, 1989).
28. P.N. Trembelas, Dogmatique de 1'Église orthodoxe catholique, 111, Chevetogne, 1968, p. 364.
29. Cfr., por ejemplo, Pío XII, Allocuzione al novelli sposi del 5.3.1941; cfr. P. Barberi-D. Tettamanzi (eds.), documenti..., pp. 163ss.
30. S. Th., Supl. 42. 1 afirma: «La forma de este sacramento son las palabras que expresan el consentimiento matrimonial; no la bendición sacerdotal, que sólo es un sacramental».
31. M.J. Scheeben, 1 n:isteri del cristianesimo, Brescia, 19603. p. 602 (edición española: Los misterios del cristianismo, Herder. 1964).
32. Ibid., p. 594.
33. Ibid., pp. 587-598.
34. Juan Pablo II. Exhortación apostólica Familiaris consortio, 11.
35. Para estos análisis, cfr. L. Ligier, a.c., pp. 99-107.
36. S. Th., Suppl. 45, 1.
37. S. Th., Suppl. 45, 5.
38. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Fmniliaris consortio, 19.
39. S. Th., Suppl. 42, 4.
40. W. Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, Brescia, 1979, pp. 33.39-43 (edición española: Teología del matrimonio, Sal Terrae, Santander, 1984).
41. D. Tettamanzi, Matrimonio, en: «La Scuola Cattolica» 5 (1986), pp. 582.584-586.
42. L. Ligier, o.c., pp. 62-72.
43. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 13.
44. L. Ligier, o.c., p. 121.
45. La Familiaris consortio usa con frecuencia estas expresiones. Para su significado, cfr. D. Tettamanzi, I due saranno..., pp. 193-219.
46. Misal romano, Comienzo de la liturgia del sacramento.
47. Exhortación apostólica Faniliaris consortio, 19-20.
48. Ibid., 20.
49. Para la discusión recientemente reemprendida y las correspondientes indicaciones bibliográficas, cfr. L. Ligier, a.c., pp. 177-179.
50. Exhortación apostólica Familiares consortio, 56.
51. Ibid., 28.
52. C. Caifarra, Identitá e missione della famiglia, en: «Il Nuovo Areopago» 2 (1988), p. 36. Véase asimismo G. Biffi, Matrimonio e famiglia. Nota pastorale, Bologna, 1990; G. Chantraine, La famiglia si puó salvare?, en: «Communio» (ed. italiana) 89 (1986), pp. 1-13. Respecto al magisterio sobre la familia, además de la ya citada Familiarei consortio, cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias, del 2 de febrero de 1994. Cfr. Varón y mujer los creó, Edicep, Valencia 1994.

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