Escuela
diocesana de Teología
Teología
dogmática
Tema 17
LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
LA IGLESIA MISTERIO DE COMUNIÓN
El primer fruto de la presencia del Espíritu Santo
en la Iglesia es la comunión de los santos, que confesamos en el
Credo Apostólico. El Catecismo Romano dirá que «la comunión de los
santos es una nueva explicación del concepto mismo de la Iglesia una,
santa y católica. La unidad del Espíritu, que anima y gobierna, hace que cuanto
posee la Iglesia sea poseído comúnmente por cuantos la integran. El fruto de
los sacramentos, sobre todo el bautismo y la Eucaristía, produce de modo
especialísimo esa comunión».
Podemos decir que «la comunión en las cosas santas
crea la comunión de los santos», la Iglesia como «congregación de los santos»:
La Iglesia, en su ser, es misterio de comunión. Y
su existencia está marcada por la comunión. En la vida de cada comunidad
eclesial, la comunión es la clave de su autenticidad y de su fecundidad
misionera. Desde sus orígenes, la comunidad cristiana primitiva se ha
distinguido porque «los creyentes eran constantes en la enseñanza de los
apóstoles, en la koinonía, en la fracción del pan y en las
oraciones» (He 2,42)4. En la DIDAJE o Doctrina de los doce Apóstoles leemos en
relación a la Eucaristía:
La comunión de los creyentes «en un mismo espíritu,
en la alegría de la fe y sencillez de corazón» (He 2,46), se vive en la
comunión de la mesa de la Palabra, de la mesa de la Eucaristía y de la mesa del
pan compartido con alegría, «teniendo todo en común» (He 2,44). Es la comunión
del Evangelio y de todos los bienes recibidos de Dios en Jesucristo, hallados
en la comunidad eclesial.
Frente a las divisiones de los hombres -judío y
gentil, bárbaro y romano, amo y esclavo, hombre y mujer-, la fe en Cristo hace
surgir un hombre nuevo (Rom 10,12; 1 Cor 12,13; Gál 3,28), que vence las
barreras de separación, experimentando la comunión gratuita en Cristo, es
decir, viviendo la comunión eclesial, fruto de compartir con los hermanos la
filiación de Dios, la fe, la Palabra y la Eucaristía.
La comunión de bienes es fruto del amor de Dios
experimentado en el perdón de los pecados, en el don de su Palabra, en la
unidad en el cuerpo y sangre de Cristo y en el amor entrañable del Espíritu
Santo. Si no se da este amor «dar todos los bienes» no sirve de nada (1 Cor
13,3).
Esta comunión de los santos, este amor y
unidad de los hermanos, en su visibilidad, hace a la Iglesia «sacramento,
signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el
género humano» (LG, n. 1).
Esta comunión de santos penetra todos los aspectos
de la vida de la Iglesia. Esta comunión de los fieles, que participan del
misterio de Dios en una misma fe y una misma liturgia, es una comunión
jerárquica, que une a toda la asamblea en torno a los apóstoles, que trasmiten
la fe y presiden la celebración, presbíteros y obispos en comunión con el Papa.
Es una comunión temporal y escatológica: se funda
en la fe recibida de los apóstoles, que se vive ya en la celebración y vida
presente, abierta a la consumación en el Reino, donde cesará el signo, pero
quedando la realidad de la comunión en la unidad y amor de los salvados con
Cristo, en el Espíritu, cuando «Dios será todo en todo».
2.
COMUNION EN LAS COSAS SANTAS
La comunión en lo santo, es lo primero que confiesa
la fe del Símbolo Apostólico: la participación de los creyentes en las cosas
santas, especialmente en la Palabra y en la Eucaristía.
Yahvéh, Dios de la historia, ha entrado en comunión
con su Pueblo a través de la Palabra y de la Ley, con las que se comunica para
sellar «su alianza» con el Pueblo. La comunión con Dios, el Santo, no es, pues,
obra del hombre. No son sus ritos, ofrendas, magia, cosas o lugares sagrados
los que alcanzan la comunión con Dios. Es el mismo Dios quien ha decidido
romper la distancia que le separa del hombre y entrar en comunión con
él, «participando, en Jesucristo, de la carne y de la sangre del hombre» (Heb
2,14).
Esta comunión de Dios, en Cristo, con nuestra carne
y sangre humanas nos ha abierto el acceso a la comunión con Dios por medio de
la «carne y sangre» de Jesucristo, pudiendo llegar a «ser partícipes de la
naturaleza divina» (2 Pe 1,4). Pues «en la fidelidad de Dios hemos sido
llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro»
(1 Cor 1,9).
Esta koinonía con Cristo se
expresa en la aceptación de su Palabra, en el seguimiento de su camino por la
cruz hacia el Padre, incorporándonos a su muerte para participar de su
resurrección y de su gloria. Toda la existencia cristiana es comunión de vida y
de muerte, de camino y de esperanza con Cristo. La primera comunión en lo
santo es, pues, «participación de la santidad de Dios», en Cristo
Jesús.
La fe en Cristo nos lleva a la comunión con Cristo
en la Iglesia. Cuando la fe languidece, Cristo se adormece y el cristiano,
abandonado a sus fuerzas, corre el peligro de ser abatido por la tormentas de
la vida, siendo arrastrado por la agitación de las tentaciones del mundo. Vivir
la comunión con Cristo es no adormecerse ni dejarlo dormir.
La Iglesia se define, pues, por su culto litúrgico
como participación en el banquete en torno al Resucitado que la congrega y la
une en todo lugar.
Allí donde la comunidad se reúne y celebra a su
Señor, los fieles, unidos entre sí, «comulgan con Cristo» y, al participar
de vida y de su muerte, hacen pascua con Él hacia el Padre. Por ello los
creyentes en Cristo, reunidos en asamblea, celebran siempre el memorial del misterio
pascual de Cristo y, de este modo, lo actualizan, haciéndose partícipes de él,
entrando en comunión con él. Así los cristianos viven el misterio de la
comunión con Dios.
Esta koinonía con Dios es don y fruto del Espíritu
Santo en la Iglesia.
3.
COMUNION DE LOS SANTOS
La comunión en lo santo nos une a
los creyentes en la comunión de los santos. La comunión en las
cosas santas crea la comunión de los santos: las personas unidas y santificadas
por el don santo de Dios. La Iglesia es, pues, la comunidad que vive la
comunión de la mesa eucarística, la comunidad de fieles que experimenta
la comunión entre ellos a raíz del banquete eucarístico.
En la comunión de los santos vivimos la comunión
con Jesucristo (1 Cor 1,9), la comunión en el Espíritu Santo (Filp 2,1;
2 Cor 13,13), la comunión con el Padre y el Hijo (1 Jn 1,3.6), la comunión
en el sufrimiento (Filp 3,10) y en el consuelo (2 Cor 1,5.7) y la comunión
en la gloria futura (1 Pe 1,4; Heb 12,22-23). Esta comunión se manifiesta en la
comunión de unos con otros (1 Jn 1,7).
El Don Santo de Dios -no tiene otro- es el Espíritu
Santo. Con este Don nos colma de dones santos, pero todos para la edificación
de la comunión entre los creyentes, para la edificación de la
Iglesia. Todos los dones del Espíritu están destinados a crear la comunión
eclesial en la comunidad de los creyentes (1 Cor 12-14).
El Espíritu Santo crea la comunión entre los
cristianos, introduciéndolos en el misterio de la comunión del Padre y del
Hijo, de la que Él es expresión. El Espíritu Santo es el misterio de la
comunión divina y eterna del Padre y el Hijo. En esa comunión nos introduce el
Espíritu Santo (1 Jn 1,3; Jn 10,30; 16,15; 17,11.21-23). Esta es la base y el
fundamento de la comunión de los cristianos, de los santos.
Sólo porque Dios es comunión y, en Cristo, por el
Espíritu Santo, entramos en comunión con El, podemos confesar nuestra fe en
la comunión de los santos: «Si estamos en comunión con Dios...
estamos en comunión unos con otros» (1 Jn 6-7). Sólo la
comunión con Dios puede ofrecer un fundamento firme a la unión entre los
cristianos. Los otros intentos de comunidad se quedan en intentos de comunión;
en realidad dejan a cada miembro en soledad o lo reducen a parte anónima de la
colectividad, a número o cosa. Comunión de amor en libertad personal es posible
sólo en el Espíritu de Dios.
De esta comunión nacen los lazos del afecto entre
los hermanos, «porque el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el
Espíritu Santo que han recibido» (Rom 5,5); por ello «no se cansan de hacer el
bien, especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10), «siendo todos del
mismo sentir, con un mismo amor y unos mismos sentimientos, considerando a los
demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino
el de los demás» (Filp 2,1ss)... Este es el amor que han recibido de Cristo y
el que, en Cristo, viven sus discípulos día a día en su fragilidad: «En cuanto
a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos
con otros, y en el amor para con todos, como es nuestro amor para con vosotros,
para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios,
nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos los
santos» (1 Tes 3,12-13). Quien ha sido amado puede, a su vez, amar:
«Amemos, porque El nos amó primero» (1 Jn 4,19)16.
La comunión con Dios, en el amor de Cristo,
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, se explicita en la
comunidad de los creyentes, que celebra su fe y viven en el amor mutuo su existencia.
El amor a Dios se explicita en el amor fraterno (1 Jn 4,20-21). La fe en Dios
lleva a creerse los unos a los otros. Esperar en Dios significa también esperar
y confiar en los otros, a quienes Dios ama y posibilita la conversión al amor
(1 Cor 13,4-7).
4.
COMUNION CON LA IGLESIA CELESTE
La comunión de los santos supera las distancias de
lugar y de tiempo. En la profesión de fe confesamos la comunión con los
creyentes esparcidos por todo el orbe, la comunión de las Iglesias en comunión
con el Papa. Pero confesamos también que la comunión de los santos supera los
límites de la muerte y del tiempo, uniendo a quienes han recibido en todos los
tiempos el Espíritu y su poder único y vivificante: une la Iglesia peregrina
con la Iglesia triunfante en el Reino de los cielos.
Es en la liturgia donde vivimos plenamente la
comunión con la Iglesia celeste, porque en ella, junto con todos los ángeles y
santos, celebramos la alabanza de la gloria de Dios y nuestra salvación (SC, n.
104)
Por Jesús, el Salvador, en quien se cumplen las
promesas del Padre, y mediante el Espíritu que actualiza e impulsa en la
historia la salvación a su plenitud final, la Iglesia supera todas las
distancias. Allí donde los cristianos celebran su salvación en Eucaristía
exultante se hacen presentes todos los fieles del mundo, los vivos y «los que
nos precedieron en la fe y se durmieron en la esperanza de la resurrección»,
los santos del cielo, que gozan del Señor: «María, la Virgen Madre de Dios, los
apóstoles y los mártires, y todos los santos, por cuya intercesión
confiamos compartir la vida eterna y cantar las alabanzas del
Señor», en «su Reino donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna
de su gloria», «junto con toda la creación libre ya del pecado y de la muerte».
(Plegarias Eucarísticas).
La comunión de los santos la vivimos más allá de la
muerte también con los hermanos que aún están purificándose, por quienes
intercedemos ante el Padre. La comunión eclesial se prolonga más allá de la
muerte, continuando la purificación de sus fieles, «en camino hacia el juez»
(Mt 25,26), como defiende San Cipriano contra los rigoristas. La unión eclesial
de cada cristiano no se interrumpe en el umbral de la muerte. Los miembros de
un mismo Cuerpo siguen «sufriendo los unos por los otros y recibiendo los unos
de los otros, preocupándose los unos de los otros» (1 Cor 12,25-26).
El límite de división no es la muerte, sino el
estar con Cristo o contra Cristo (Filp 1,21). Los santos interceden por sus
hermanos que viven aún en la tierra y los vivos interceden por sus hermanos que
se purifican en el Purgatorio. El
fundamento de nuestra comunión es Cristo, en la construcción de la Iglesia y en
la vida de cada cristiano:
El purgatorio adquiere su sentido estrictamente
cristiano, si se entiende que el mismo Señor Jesucristo es el fuego
purificador, que cambia al hombre, haciéndolo «conforme» a su cuerpo
glorificado (Rom 8,29; Filp 3,21). Él es la fuerza purificadora, que acrisola
nuestro corazón cerrado, para que pueda insertarse en su Cuerpo resucitado. El
corazón del hombre, al adentrarse en el fuego del Señor, sale de sí mismo,
siendo purificado para que Cristo le presente al Padre.
El purgatorio es el proceso necesario de
transformación del hombre para poder unirse totalmente a Cristo y entrar en la
presencia o visión de Dios -«sólo los limpios de corazón gozan de la
bienaventuranza de la visión de Dios» (Mt 5,8)-. El purgatorio es, pues, el
triunfo de la gracia por encima de los límites de la muerte. Es la gracia,
fuego devorador del amor de Dios, que quema «el heno, la madera y la paja» de
las obras de nuestra débil fe. El encuentro con el Señor es precisamente esa
transformación, el fuego que acrisola al hombre hasta hacerlo imagen suya en
todo semejante a El, libre de toda escoria. Así Jesucristo puede presentar al
Padre la «comunión de los santos», su Cuerpo glorioso, la «Iglesia
resplandeciente sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada»
(Ef 5,27; 2 Cor 11,2; Col 1,22), «engalanada con vestiduras de lino, que son
las buenas acciones de los santos» (Ap 19,8;21, 2.9-11):
Participando todos de la misma salvación del único
Salvador y del único Espíritu, que obra todo en todos, los fieles se transmiten
mutuamente santidad y vida eterna. A través de la plegaria se
establece, por tanto, un misterioso intercambio de vida entre todos.
Vivir la comunión de los santos es
vivir la existencia como don de Dios, el amor como fruto del Espíritu Santo en
el cuerpo eclesial de Cristo. Es, pues, salir del círculo cerrado del egoísmo,
que traza el miedo a la muerte, y vivir con los demás y para los demás. Vivir
es convivir, recibiendo vida de los otros y dando la vida por los demás. Se
gana la vida dándola y se pierde guardándola para uno mismo (Mc 8,35).
Taller 17
1. Investigue que es la DIDACHE (Didajé) y leer su contenido.
2. Investigue acerca del credo de san Atanasio y
reflexionar su contenido.
3. Realice una apreciación personal a cerca de la
importancia del tema de la Iglesia para el cristiano de hoy.